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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De los delitos y las penas de las precipitaciones políticas

LA IMPUNIDAD con la que las organizaciones terroristas cobran y negocian, generalmente fuera de nuestras fronteras, las extorsiones derivadas de los secuestros o de los llamados impuestos revolucionarios suscita un justificado sentimiento de indignación. No parece, sin embargo, que las autoridades de un Estado de derecho puedan esgrimir legítimamente como disculpa ese estado de ánimo cuando propinan palos de ciego contra terceros o adoptan medidas incongruentes, a caballo entre la ilegalidad y la incompetencia, para tratar de frenar ese comercio criminal que intercambia existencias humanas contra el pago -en metálico o en cómodos plazos- de importantes sumas de dinero. Este ha sido el caso, sin embargo, del ministro del Interior al ordenar la detención de Juan Félix Eriz, industrial de Elorrio, por haber actuado como intermediario entre ETA VIII Asamblea y la familia de Saturnino Orbegozo a fin de negociar el pago del rescate exigido por, los terroristas para devolver con vida al empresario guipuzcoano.Ni que decir tiene que los juicios morales acerca de ese peligroso trabajo de lanzadera entre los terroristas y los familiares de los secuestrados nunca son unánimes. En los casos en que la labor de intermediación proporciona suculentos honorarios a sus agentes, como sucede con algunos abogados abertzales, cuyos auténticos clientes son los extorsión adores, resulta difícil contener la náusea. Pero también son públicos los ejemplos de negociadores, entre los que figura -según todos los indicios- Juan Félix Eriz, a quienes mueve simplemente el deseo altruista de salvar una vida humana. El ministro del Interior y el director de Seguridad del Estado, sin embargo, no se han limitado a expresar condenas éticas, justas o injustas, contra el intermediario designado por la familia de Saturnino Orbegozo, sino que han irrumpido en el mundo de las persecuciones policiales y de las calificaciones penales contra la sorprendida víctima.

La medida es tanto más alarmante cuanto que la detención de Juan Félix Eriz no ha sido pedida por el ministerio fiscal, siguiendo instrucciones del Gobierno, ni ha puesto en marcha una actuación del poder judicial, único competente para decidir sobre el carácter presuntamente delictivo de su conducta, sino que ha constituido una decisión estrictamente policial, adoptada inmediatamente después de la liberación de Saturnino Orbegozo. Aunque Rafael Vera, director general de la Seguridad del Estado, mencionó la participación del detenido en otros cuatro casos de secuestro, no se tomó, en cambio, la molestia d e explicar a los periodistas las razones por las que sólo el 31 de diciembre el Ministerio del Interior resolvió sacudirse su indolencia y tomar cartas en un asunto de todos conocido desde hace largo tiempo.

Ni siquiera la laxitud y la vaguedad de los tipos delictivos generosamente acuñados en las normas antiterroristas y en la llamada ley de Defensa de la Democracia, cuyos imprecisos textos podrían poner en serias dificultades incluso a personas situadas políticamente en las antípodas de las bandas armadas, servirían para condenar a los intermediarios altruistas en casos de secuestro. Aun en el supuesto de que se tratara de aplicar a Juan Félix Eriz el medievalizante artículo 174 bis b) reformado, que castiga a quien "realice cualesquiera otros actos de colaboración" con las bandas armadas favorecedores de la comisión de un delito, la obvia ausencia de dolo en la conducta del intermediario y la eximente del estado de necesidad serían suficientes para exonerarle de responsabilidad penal como autor, cómplice o encubridor. En vista de ello, a los altos cargos del Ministerio del Interior -queremos creer que a espaldas del Ministerio de Justicia y del presidente del Gobierno- se les ha ocurrido la luminosa idea de reforzar la panoplia de leyes. antiterroristas con una nueva norma destinada a convertir en delictivas no sólo las tareas de intermediación en secuestros, sino también el pago de rescates por los familiares de futuros rehenes.

Pero lo más preocupante de estas andanzas por el mundo de las leyes del ministro del Interior y del director general de Seguridad no son tanto las insensateces jurídicas, como su altanera concepción de las relaciones entre el poder y la sociedad y su cegata visión de las complicadas exigencias de la lucha contra el terrorismo. La tradición humanista de la civilización occidental, en la que se inscribe plenamente el socialismo democrático, ha rechazado siempre la idea, leninista o mussoliniana, de que los ciudadanos son instrumentos al servicio del Estado y de su fantasmagórica realización autónoma en el curso de la historia. Una legislación excepcional que encerrara en la cárcel a los familiares de un rehén por pagar un rescate o que considerara delincuentes peligrosos a Juan Félix Eriz o a Joaquín Ruiz-Giménez por actuar como intermediarios en un caso de secuestro carecería de la legitimidad necesaria, corriendo peligro la vida de un ser humano, para ser obedecida en conciencia en una sociedad democrática.

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