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A la busca del discurso perdido

Buena parte de las ideas o conflictos de nuestra época, y en especial los de nuevo cuño, no parecen ya pasar por la política -parecen, más bien, pasar deella-. Y esta crisis de ámbito político como lugar de confrontación de ideas e intereses se manifiesta al nivel del lenguaje con una crisis del discurso político que, como ciertos boxeadores, parece no encontrar su distancia justa.

El discurso de todos los días se relaciona con la realidad algo así como la hiedra se relaciona con la columna por la que trepa. Es algo que a la vez expresa y recubre, subraya y difumina esta realidad.

La columna-realidad llega así a metamorfosearse por obra del discurso-hiedra que a un tiempo la anuncia y la camufla. Pues bien, el discurso político ha venido a transformarse entre nosotros en algo que es más o es menos que eso, pero que en cualquier caso ha perdido esta delicada posición y función.

Es menos cuando se trata de un discurso que no puede transformar en absoluto, tal vez ni tan sólo camuflar, la realidad inconmovible en que se enrosca. Una realidad tan fuera de su alcance como el tipo de interés en USA o el reparto internacional de zonas de influencia: una realidad sobre la que puede decir y, aun decidir (como el patriarca de García Márquez) en sus textos, pero que en realidad constituve el contexto fijo en que se inscribe.

Pero pretende ser más que aquella hiedra cuando, dentro ahora de su estricta circunscripción, se transforma en un discurso performativo. Discurso performativo es aquel que no dice algo sobre la realidad, sino que constituye esta realidad en el acto mismo de decirla. Este es el caso, evidentemente, del discurso de Dios o del Soberano, que, como se sabe, no es que manden lo que es bueno o justo, sino que constituyen como bueno o justo aquello mismo que mandan (o aun el de la reina, que no viste de un modo elegante sino que hace elegante el modo como viste). Pero a un nivel mucho más hortera y democrático, éste es también el caso del discurso interno del mundo de la política. Allí podemos comprobar que la última y definitiva verdad sobre el valor, futuro o posibilidades de uno de sus miembros está constituida por la frase o sentencia -es "un perdedor", es "un hombre de x", "para asesor, eso sí, vale", etcétera- que sobre él ha cuajado en el milieu político o partidario. Un juicio que, una vez ha "pasado", y sin necesidad de mayor verificación, le vuelve a quien primero lo emitió, revestido de la objetividad y contundencia propias de aquello que "se dice".

Un discurso político que, como vemos, se mueve así entre la autosuficiencia y la irrelevancia, entre lo constituido y lo meramente decorativo u ornamental. Un lenguaje alucinado que parece haber perdido la justa distancia o ironía que desde Cervantes y Kant advirtieron que ha de regir la relación entre las palabras y las cosas.

"Entre el nombre y la realidad", escribe Octavio Paz, "hay un espacio abismal y aquel que lo traspasa se precipita en el vacío, se vuelve loco.

El remedio contra la fascinación del abismo se llama, en términos estéticos, ironía; en términos racionales, filosofía. Ambos son una sagesse heroica, un caminar sobre una cuerda suspendida en el vacío". Y ambos son, también, una defensa frente a lo que yo entiendo como el "pecado contra el Espíritu" propio del mundo de las ideas: el tomar o presentar opciones personales como hechos objetivos; el confundir la verosimilitud con la verdad o la prudencia con el saber; el camuflar las decisiones personales como descripciones neutrales de la realidad.

Se trata de una tentación o un pecado, todo hay que decirlo, que puede venir avalado por posiciones teóricas distintas e incluso antagónicas -pues si muchos son los caminos del Señor, más son todavía las vías de la perdición-. Puede basarse en una filosofía que vea el mundo como "manifestación sensible de la idea" (Hegel), o por otra, de signo contrario, que entienda que "la idea no es más que el mundo material reflejado en la mente" (Marx). Dos discursos de idéntica estructura y que sólo discuten acerca del curso o dirección del proceso. Que comparten, pues, la pretensión de soldar sin resquicios -sin sagesse, sin ironía- el ser y el deber ser, la voluntad y la razón, la realidad y la acción.

Olvidar el moralismo

Precisamente uno de los aciertos -a la vez práctico y teórico- de la campaña socialista consistió en romper esta ilusión y defender, sin coartadas de ningún género, una moralización de la vida pública española. Con ello los socialistas rompían definitivamente con la tendencia del discurso político a hacerse cada vez más pretencioso y vacuo, a ser tanto menos fiable cuanto más sublime.

Con el frenazo en el desarrollo económico y en las expectativas de crecimiento, a mediados de los setenta, la gente empezó a experimentar la crisis, a la vez, de sus ideas y de sus ideales: de un progreso material que se daba por descontado y de las alternativas espirituales o contraculturales que a él se oponían. Desde entonces, todos han tenido que reconocerse más desconcertados y más interesados, más escépticos y corporativos: cuando el futuro parece apagarse, renace con fuerza la defensa del puesto. Pero el discurso político no pareció detectar el cambio y siguió presentándose como una sublime síntesis o amalgama de idealismo y realismo, de "misión histórica" y de "responsabilidad del cargo". Y es así como fue perdiendo, no ya su credibilidad, sino su misma verosimilitud.

Quien aspira a un puesto de bedel o de penene entiende que otro aspire al de subsecretario o de rector.

Quien busca la seguridad con su profesión entiende que otro la busque en la Administración; quien pretende hacerse con un mercado comercial entiende que un partido quiera hacerse con el mercado político... Y puede aceptar, también, que un partido le diga que esas bajas pasiones personales o gremiales deben, en beneficio de todos, ser controladas y reglamentadas. Lo que no entiende ni puede entender (si no es bajo la forma de ese pacto cómplice y regresivo que se llama fascismo) es un discurso político que oponga a su desconcierto un supuesto Saber Absoluto, a su desazón una quimérica Solución y a sus propias "bajas pasiones" los "altos ideales" del Estado. Este es el lenguaje que continuaron hablando los políticos y que fue perdiendo credibilidad hasta que los socialistas rompieron con él.

Bien está, pues, el nuevo talante y lenguaje moralista que con ellos ha llegado. Pero no por ello hemos de olvidar que el moralismo, por muy "moderno" o "hispánico" que pueda ser, no se realizará plenamente mientras, como decía Marx de la filosofía, "no llegue a suprimirse a sí mismo en cuanto tal". Sólo entonces su tarea de denunciar la confusión de la Política con la (una) Realidad se verá cumplida con la denuncia, a su vez, de la confusión de la Política con el Bien y el reconocimiento de su familiaridad con el pacto, con la negociación y la convención.

Xavier Rubert de Ventós es catedrático de Política en la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona.

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