'Satura'
La sátira es un género -por decirlo de una manera muy inapropiada- al que no he sido nunca aficionado y que hasta la fecha sólo me ha deparado escasos buenos ratos. Si así se quiere se puede aplicar el título satírico a un inmenso catálogo de obras del ingenio que incluyen un talante burlón por parte del autor hacia alguna de sus criaturas, pero, de acuerdo con ese criterio, ¿qué gran príncipe de las letras o de las artes (a excepción naturalmente de Goethe) no presenta en ésta o aquella ocasión los rasgos de un autor satírico?Estimo que el modo o tono satírico sólo adquiere condición de género -sea en el poema, la novela o el retrato- cuando la burla invade toda la obra y conforma todos sus personajes y las situaciones en que se ven incursos; no hay sátira si no hay personaje ridículo y, por mucho que el autor fuerce la mano en el intento de ridiculizar unos rasgos no humanos, resulta difícil imaginar un paisaje (o una marina) satírico. No hay novela de Dickens en que no haya al menos un personaje ridículo, pero, dado que se mezclará y relacionará con otros que no lo son, al conjunto no se le puede incluir en el género.
Si en la sátira todo es ridículo, los únicos que se salvan de la burla son el autor y su lector o espectador, unidos en una suerte de conjura para reírse a costa de otros. No Hay, así pues, una gran diferencia entre la conducta de un autor satírico que invita a su público a presenciar su última producción y la picardía de ese niño (o ese grande) que urde con sus amigotes la pesada broma que le van a gastar a un ausente desprevenido. La diferencia no suele estar en el planteamiento, sino en el resultado: pues así como al término de la representación autor y público suelen salir satisfechos del vapuleo que han propinado al hombre ridículo, cuando éste es real y sufre en su cuerpo el escarnio, la broma a la larga termina mal.
Eso es lo curioso: que si la sátira concluye a satisfacción de todos es porque el hombre ridículo siempre permanece ausente y ni puede reaccionar, ni dolerse, ni tratar de cobrarse venganza. No en balde es un ente de ficción. En otras palabras, que nadie, absolutamente nadie -ni siquiera el hombre más cercano a los rasgos físicos y caracteriológicos del personaje- se reconoce en la sátira, pues algo, y un algo para él esencial, le distinguirá del hombre ridículo vapuleado en la escena, la página o la pantalla. Ningún burgués se sentirá retratado en monsieur Jourdain, ningún soldado en Pirgopolinices, ningún avaro en Gobseck. El autor ha seleccionado su público; en cada caso se ha dirigido a los que no son burgueses, soldados o avaros, que naturalmente tampoco se reconocen.
Una olla podrida
La palabra procede de una derivación del latín imperial del término satura, derivado a su vez de satis, que define una combinación artificiosa de elementos heterogéneos, una olla podrida, una mezcla que produce el hartazgo, en la que ya no cabe nada más y que no se produce en la naturaleza. Pero la sátira pretende fustigar, mostrar sus vicios, y poner de manifiesto la ridiculez de unos personajes que se dan en la sociedad a la que pertenecen autor y público y, cuando además se adorna con ciertas intenciones purificantes, intenta erradicar determinados males de esa sociedad. De no ser así y de no haber una apoyatura de carne y hueso al carácter de ficción, ni habría sátira ni brotaría la risa del público. No habría burla.
El artificio que utiliza la sátira, para atraerse al público, es bien sencillo: se satura al personaje y, una vez colmado de necedades, se le permite que hable por sí mismo para provocar él mismo su propio escarnio sin necesidad de un contrapunto de la sensatez. Nadie se burla de él en escena, donde no queda espacio libre para el hombre sensato; en escena, y cada cual a su manera, todos son igualmente necios, pues de haber alguien con la cabeza ,sobre los hombros (un hombre de la misma estirpe que autor y público, capaz de poner las cosas en su sitio) se suspendería un juego que sólo es posible si se traspasan todos los límites de la conducta normal. Así que para que el actor saturado produzca todo lo que de él esperan autor y público hay que dejarle en entera libertad y por esa razón no entrará en escena nadie que sepa geometría.
Se reconocerá entonces que en la comedia saturada de sátira, pese al propósito común de autor y público de llevar a cabo el reconocimiento de un ausente, no se representa a nadie en particular ni a nadie con un cercano parecido al personaje, y no es de extrañar, por consiguiente, que una farsa que acostumbra a ser tan cruel levante tan pocas protestas. No levanta ninguna, en verdad, porque ay del que la levantara. Sólo en ese caso, con esa prueba externa, puede presumir el autor de haber tocado, un punto infectado. Los únicos que deberían protestar serían los actores, obligados a representar semejantes papelones, pues habiendo sido los motores y pacientes de la burla, ¿cómo se borra luego la herida de un escarnio al que por un momento se prestaron con la condición (profesional) de que nunca habrían de replicar a él? La sátira acostumbra a ser repetitiva, insistente y progresiva. Sus protagonistas gozan de una completa inmunidad escénica y sus desmanes pueden no tener fin; y como en la escena todos son ridículos, en cuanto uno se agota cualquier segundón puede recoger la antorcha, siempre a condición de que sus necedades hagan olvidar a las de su antecesor. Así, la sátira muere siempre por agotamiento, nunca de un golpe certero. Su destino es, en cierto modo, opuesto al de la tragedia, donde lo monstruoso inicial emplaza el fin de manera tan inexorable que el héroe sucumbe cuando está a punto de alcanzar el punto más alto de su piedad.
Burlador burlado
¿Qué se lleva a casa, me pregunto, un público que, atraído por el anuncio de un remedio contra el aburrimiento, ha aplaudido llevado por la costumbre esa sátira filoprogenitiva? ¿Qué se lleva el autor aparte del aplauso y las ganancias? ¿Qué situación es ésa en que ambos conciertan su regocijo en la colusión de un ser inerme e irreconocible? ¿El guiñol? Por supuesto que no, pues en el guiñol menudean los palos entre muñecos. ¿No será indicio, vuelvo a preguntarme, de la existencia de un instinto satírico, anterior al vicio, que, no encontrando qué satirizar, se lo tiene que inventar? En esas condiciones, ¿no se vuelve la sátira contra sí misma y, no habiendo reconocimiento del personaje ridiculo, los ridiculizados en el espectáculo -sin que ellos se enteren- son el autor y su público? ¿No es ésa la fuente de la vergüenza ajena?
El autor que no acierta, pese a sus esfuerzos, en crear un personaje que encarne uno de esos llamados vicios nacionales al que pretende fustigar, probablemente sólo consigue lo contrario de lo que se propone: un respeto por ese vicio. La burla no consumada se vuelve contra el burlador, que se convierte en burlado. El potencial movilizado por la burla no se disipa así como así y, ante la incomparecencia del hombre ridículo, se vuelve contra el público, que es el verdaderamente satirizado por un autor incompetente. El juramento no cumplido se vuelve contra quien lo hace, que se convierte en perjuro. La amenaza reiterada se transforma en lenidad., Con la insistencia, todo acto puede convertirse en su contrario; a veces un corte seco y un radical cambio de maneras es la mejor fórmula para revitalizar las virtudes de un género histórico, echado a perder por un autor en decadencia y un público complaciente.
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