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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El porvenir de las autonomías

Los constituyentes de 1978 tuvieron clara conciencia de la envergadura de este gran problema de la convivencia española y de su inseparable y recíproca relación con el nuevo sistema de democracia política. La regionalización del Estado, la autonomía de las distintas comunidades españolas, ha pasado a ser, así, la clave de bóveda del entero edificio constitucional.Desde un plano teórico, el modelo de organización autonómica del Estado que la Constitución diseña en su título octavo ha sido objeto de las más duras críticas doctrinales. Ambiguo, oscuro, equívoco, técnicamente incorrecto, políticamente ecléctico y hasta nefasto son calificativos que se repiten una y otra vez en los estudios dedicados al mismo y también, aunque en menor medida e intensidad, a los estatutos de autonomía que lo han desarrollado (el vasco y el catalán, en particular). No sería razonable negar algún valor a muchas de esas críticas, pero tampoco lo sería seguir insistiendo sesgadamente en las mismas, a despecho de los saludables efectos que la Constitución y los estatutos de autonomía han producido ya, de consuno, en la organización política de la sociedad.

Suele decirse que las leyes son a menudo más inteligentes que los legisladores, con lo que quiere darse a entender que la bondad de las normas no ha de medirse ni valorarse tanto por su mayor o menor perfección técnica (aun siendo ésta siempre muy deseable), cuanto por su aptitud y utilidad práctica para encauzar y resolver los problemas sociales. Si observamos con objetividad el camino recorrido en la creación y desarrollo de lo que se ha dado en llamar el Estado de las autonomías, habrá de reconocerse que, aun con todos sus defectos y aspectos negativos, el avance ha sido gigantesco y, sin duda, irreversible. En el terreno de la práctica, por tanto, el título octavo de la Constitución y los estatutos han probado -están probando- satisfactoriamente su eficacia.

Descenso del clima autonomista

No es posible ignorar, sin embargo, que desde hace algún tiempo se ha operado un descenso de temperatura en el clima autonomista. La experiencia autonómica de Cataluña y del País Vasco -con su indiscutible vis, atractiva para otras comunidades- empieza a ser contemplada con desasosiego y preocupación en los poderes centrales del Estado. La euforia autonomista de los primeros momentos se ha ido enfriando paulatinamente. El recíproco entusiasmo inicial se está trocando en mutuo recelo, el desarme emocional comienza a ser acechado por viejos atavismos de agresividad, y hasta el sereno lenguaje de la tolerancia política está siendo desplazado con demasiada frecuencia por verbalismos retóricos bañados en la linfa de la irritación y, a menudo, de la irracionalidad sectaria y mediocre.

Ante todo, entre los protagonis tas del proceso en Cataluña y Euskadi, de un lado, y el Gobierno central y algunos partidos nacionales, de otro, ha surgido la desconfianza. Desconfianza de aquéllos en la sinceridad de las convicciones autonomistas de estos últimos, expresada en la imputación de frenar el ritmo del proceso e intentar la rectificación del modelo autonómico constitucional para reconducirlo hacia una especie de seudorregionalización a la italiana. Desconfianza no menor de las instancias centrales y fuerzas políticas mayoritarias de implantación estatal hacia el modo de entender y practicar el autonomismo por los partidos nacionalistas de Cataluña y del País Vasco, a los que se acusa de deslizarse peligrosamente hacia un autonomismo centrífugo, insolidario, aislacionista, tendencialmente discriminatorio y aupado en la grupa del privilegio más descarado.

Para algunos (¿para muchos?) en definitiva, pura y simple antesala del separatismo (o del federalismo) y grave amenaza para el entero sistema democrático. Parece como si, transcurrido un siglo, volvieran a resonar con fuerza las palabras con que Cánovas se dirigía a los autonomistas hispano-cubanos para descalificar sin contemplaciones sus propuestas pacificadoras: "Empezad por inspirarnos confianza". Los interlocutores han cambiado, pero la actitud de recelo es la misma.

De este modo, y en poco menos de tres años de andadura autonomista, la patología amenaza con enseñorearse del proceso. En lo que concierne a Cataluña y País Vasco, el Gobierno central representa con excesiva frecuencia el papel de un contradictor institucional que contemplara toda manifestación del ejercicio de los poderes regionales como un hecho potencialmente dañoso para el Estado, y cuyas manifestaciones más visibles irían desde el copioso número de conflictos y recursos planteados ante el Tribunal Constitucional -la presunción de incompetencia de las instituciones autonómicas empieza a ser aquí norma de conducta habitual- hasta la confrontación en temas tan triviales y pintorescos como la cilindrada de los vehículos policiales o las polémicas sobre cuestiones semánticas. En lo que toca a otras comunidades autónomas, la coherencia y la racionalidad han brillado por su ausencia en no pocos casos: ahí están para probarlo las pendulaciones y peripecias de los estatutos de Galicia, Andalucía y País Valenciano, la floración de comunidades autónomas uniprovinciales, el mantenimiento de territorios aislados sin regionalizar (Segovia) o la creación de alguna comunidad autónoma sobre bases preconstitucionales (Navarra).

Proyectadas sobre este telón de fondo de preocupaciones, incoherencias y recelos, pueden entenderse mejor ciertas iniciativas políticas orientadas hacia la búsqueda de una nueva lógica autonómica que complete las presuntas insuficiencias del título octavo de la Constitución y de los estatutos de autonomía, desvanezca sus ambigüedades y enderece, en fin, con las rectificaciones que sean necesarias, la construcción del modelo autonomista de organización del Estado sobre pautas más uniformes y menos propicias a particularismos periféricos.

Dudas irectificadoras

Es lícito dudar que esta nueva lógica rectificadora y uniformadora del modelo autonómico y de su proceso aplicativo sea la opción política más adecuada para poner orden donde, desde una discutible ortodoxia autonómica, se dice que reina el desorden. Y es lícita la duda, no sólo porque sea exageradamente falsa la tesis que ve en la incipiente práctica de las autonomías catalana y vasca un factor de inestabilidad del sistema democrático y una amenaza potencial a la unidad de España, sino también, y sobre todo, porque los virajes uniformistas y las rectificaciones centralizadoras del proceso de reforma del Estado corren el peligro de frustrar en su propia raíz -o, al menos, de obstaculizar gravemente- la consecución de uno de los objetivos esenciales que el discutido título octavo de nuestra Constitución permite y propicia: la paulatina mitigación de la efervescencia de los nacionalismos históricos -de cuya radicalización ha sido responsable en no poca medida el régimen franquista- y su progresiva armonía y fecunda compatibilidad con los valores, sentimientos y propósitos comunes de toda la nación. Pura ingenuidad, dirán algunos; simple realismo, pensamos muchos.

Para ser fieles al reto de nuestro tiempo, es urgente romper las barreras de la desconfianza, sumar fuerzas en vez de restar. Sin abandonarse a estériles pesimismos, evitando las huidas hacia adelante de quienes, con notoria miopía y exceso de irresponsabilidad, demandan a la autonomía política más de lo que aquélla puede dar, y soslayando los frenazos y desviaciones que rompen el equilibrio y dan rigidez al sistema constitucional de distribución del poder político entre el Estado central y las comunidades autónomas. Acompasando, en suma, el ritmo del proceso de regionalización a las graves dificultades económicas y sociales con que hoy se enfrenta la sociedad española y a las propias exigencias técnicas que dicho proceso comporta, es preciso recomponer ante todo el clima de confianza que hizo posible el pacto constitucional y los pactos estatutarios.

No por ello se mitigarán las dificultades ni se evaporarán los problemas. Pero más asequible será la disponibilidad al compromiso y más hacedero el hallazgo de soluciones, si todas las fuerzas políticas democráticas aceptan sin reticencias ni reservas el desarrollo de todas las potencialidades que el modelo autonómico constitucional encierra, si se conviene, en suma: que el Estado es unitario y que no es discutible la superioridad de los intereses generales, cuya tutela corresponde ex Constitutione a los órganos centrales, lo que comporta un determinado nivel de centralización, aceptable y aceptado por todos, pero que al propio tiempo el Estado es plural y que tampoco es discutible el autogobierno -potencialmente diferenciado- de los intereses colectivos territoriales que la propia Constitución y los estatutos reconocen a las comunidades autónomas; que debe haber solidaridad, cooperación y apoyo recíproco entre todas las comunidades y el Estado central, pero no a expensas, en todo caso, de las legítimas peculiaridades y diferencias de cada nacionalidad o de cada región; que, ciertamente, la lealtad a la Constitución y al modelo de Estado autonómico debe inspirar y presidir todas las conductas y todas las acciones de los nuevos poderes territoriales, pero que igual lealtad es exigible a los poderes centrales del Estado, cuyas decisiones -legislativas, gubernativas y judiciales- no serían legítimas si se adoptaran, por decirlo con palabras del Tribunal Constitucional, "en daño del principio de autonomía, que es uno de los principios estructurales básicos de nuestra Constitución".

Jesús Leguina Villa es catedrático de Derecho Administrativo en la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Alcalá de Henares.

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