El compromiso escénico de Luca Ronconi
Su propio escenógrafó, Ezio Frigerio, comentaba: "En esta ópera de psicología indefinida hemos realizado una locura. O se comparte, o se critica". Y tal vez en ello esté la base del escándalo de este Ernani de la Scala.Porque cuando el espectador establece una comunicación íntima con la obra pretende, por lo general, referirse conscientemente a modelos anteriores. De ahí la dificultad de transmitir conceptos originales en el arte nuevo.
Y las referencias en la composición estético-visual del drama lírico, al menos en este mundo de la Scala, son evidentes: esos interiores difusos de Visconti; la complejidad grandiosa de Strehler; la filigrana infinitamente bella de Zeffireli.
Esos universos particularísimos de Chéreau o Ponelle... Aun para tantos, la relación es más sencilla.
Se trata, en este caso, de sentir en Ernani al personaje romántico que canta sus desventuras, cabellos al viento, en los riscos y cortadas de las montañas de Aragón. Y se encuentra precipicios, claro, pero en forma de plataformas rectangulares de acero inoxidable, tan asépticas, tan regulares, tan de cocina de hotel de cinco estrellas que con una sencilla operación de troquel podrían convertirse en excelentes fregaderos en que lavar, a no dudarlo, y mejor que con el cuerno y con la daga, el honor mancillado de los Silva.
Ronconi es maestro del símbolo, evocador de estructuras internas a través de la sugerencia de la palabra, que proyecta hacia el exterior, y que por un efecto multiplicador de micro y macroestructuras convierte en situaciones de profunda incógnita, tal vez irresolubles.
Tiene algo de provocación este ronconismo de los últimos años, se ha dicho: la reciente Traviata, de Bonn; Les troyens, de este año, o el Donnerstag au lichi, de 1981, ambas en la Scala; la Tetralogía, del Comunale de Florencia, Don Carlos, El trovador.
Pero Luca Ronconi camina con paso firme por la senda durísima del genio creador. Entre La sirvienta bretona o la Serie sobre el jazz, de Matisse, o entre Lage d'Airan o la Estatua de Balzac, de Rodin (tratada entonces de espantajo con cesta), media un espacio infinito.
Tal vez el mismo que separa aquella Carmen de Ronconi de 1970 de lo que su futuro nos depare.
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