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La Royal Academy de Londres exhibe pintura napolitana del siglo XVII, una muestra que debió organizar España

La Royal Academy of Arts de Londres, en la época dorada que atraviesa actualmente, gracias al acertado criterio de Norman Rosenthal, ha proporcionado al público de Londres la más hermosa sorpresa otoñal que se pudiera imaginar como preludio a la exposicion monográfica de Murillo que se inaugurará allí este mes de diciembre. Es la titulada Pintura en Nápoles (1606-1705). De Caravaggio a Giordano, una muestra, sin duda, excepcional, que no hay posibilidad alguna de poder traerla a España.

Y es que, desde un punto de vista de valoración histórica de nuestro arte, éste era uno de nuestros grandes temas, una de nuestras claves más preciosas. ¿Qué voy a decir si en un Londres, cuya sensibilidad está, por el contrario, en las antípodas del fervor napolitano, esta exhibición era la reina, compitiendo con la de Van Dyck o la de ese extraordinario paisajista inglés que fue Richard Wilson?No; personalmente, no me puedo conformar con que esta exposición no la vean aquí mis compatriotas. En primer lugar, porque se trata del arte del entonces virreinato de la Corona española, el Nápoles que acoge a Giusepe de Ribera, llamado el Spagnoleto, y le convierte en uno de sus principales pintores, pero también a ese excelente discípulo de Jacinto Jerónimo Espinosa llamado Giovanni Do, por citar sólo algunas de las relaciones artísticas más directas entre aquella bellísima ciudad meridional y nuestro país, que compraba casi siempre allí los cuadros de los grandes maestros italianos.

Pero hay todavía vínculos más estrechos y profundos, que llegan a configurar una afinidad cómplice en el modo parecido de ver y sentir el mundo, en la sensibilidad, en la piel, mucho más allá incluso de la trágica dialéctica histórica que se establece entre el dominador y el dominado. Allí vivieron y murieron nuestros Giusepe de Ribera y Giovanni Do, pero aquí vivió y triunfó Luca Giordano -del que, por cierto, se exhibe el llamado Homenaje a Velázquez, de la National Gallery-, y aquí, también en Alicante, concluyó su existencia ese excelente bodegonista que fue Giuseppe Recco, reclamados ambos por Carlos II.

Vínculos de consanguinidad

Hay, sin duda, tan manifiesta consanguinidad, que los tratadistas de antaño clasificaban juntas a las escuelas pictóricas española y napolitana. Por de pronto, la misma exaltada piedad contrarreformista de san.tos, mártires y alucinados, la misma proximidad entre el dolor y el placer, el mismo arrebato sensual, la misma desesperada entraña negra, el mismo sentido teatral de la providencia, la misma atmósfera tenebrista, el mismo ardiente calor de las gamas de sienas y naranjas, la misma crudeza expresiva en el verbo pictórico. Es como para no acabar nunca la retahíla.Pintura en Nápoles (1606-1705) es también una exposición excelentemente concebida. No era fácil hacerlo, porque aquel populoso puerto marítimo, cuyo número de habitantes antes de la gran peste de 1656 doblaba con mucho al de Roma, fue el punto de encuentro de artistas procedentes de los más diversos países y tendencias. No hay que olvidar, por ejemplo, que el arranque configurador de su estilo se debe a ese genial pintor lombardo que fue Caravaggio, el cual visitó por primera vez Nápoles el año 1606, como se recuerda en el enmarcamiento cronólogico de la presente exposición. Pero, además, allí se dieron cita españoles franceses, alemanes, flamencos, boloñeses, bergamascos, romanos, parmesanos, calabreses, genoveses y lombardos.

Mixtura de estilos

Esta riquisima mixtura de estilos y escuelas, cociéndose además en un siglo XVII ya avanzado cuando se avienen milagrosamente lo naturalista, lo clasicista y lo flamenco, abre por sí misma las más excitantes expectativas. Y el haberlas tenido en cuenta es lo que provoca esa emoción creciente del visitante en la exposición de la Royal Academy. De esta manera, ya al penetrar en la primera sala, uno se encuentra con algunas de las referencias esenciales: el Rubens de Banquete de Herodes, Guido Reni Domenichino, Vouet, Mico Spa daro, Didier Barra, Charles Mellin, etcétera.En la segunda, sin embargo, s está ya dentro de la tensión desencadenante, empezando por esa so berbia Magdalena, de Artemis Gentileschi, maravillosa mezcla de amarillo y verde, dramatismo existencial -optiman partem elegit- frente a la calavera y el espejo, en cuya esquina se refleja sólo el pendiente prendido en la delicada oreja de la santa, que vuelve el rostro decidido hacia el espectador. Junto a ella, y por la misma mano, la cruenta determinación de una Judith serena, que cercena, sin mirar, en medio de la sangre carmín que gotea por la inmaculada sábana. Ahí también el soberbio Autorretrato de la propia Artemisa pintando, cuyo traje, sobre un fondo rojizo, resplandece con el siena de la falda y esa prodigiosa mezcla veteada de la manga, a base de verdes, grises y malvas.

En realidad, a partir de entonces, cada cuadro es una historia. Nos con los primeros Caravaggio -el napolitano de La flagelación de Cristo-, los Massino Stanzione, A. Vaccaro, ese Giovanni Lanfranco, del Museo del Prado, de Los gladiadores romanos; el manierista Carlos Sellito, los paisajes gris ceniza de Mico Spadaro, Andrea di Lione, A. Falcone, Pacceco de Rosa; el Soldado muerto, ese anónimo napolitano que inspiró a Manet y que durante tanto tiempo se creyó de autor español, G. -B. Spinelli, pero, sobre todo, los Bernardo Cavallino, que llena una pequeña sala inolvidable.

Apoteosis de Ribera

En la amplia sala tercera mandan Caravaggio -Las siete obras de misericordia-, Battistello, Fracanzano, Stanzione -La Pietáy nuestro Ribera, con el Sueño de Jacob, del Museo del Prado; el Sileno borracho, y Apolo desollando a Marsias. Ribera también tiene su apoteosis en la sala cuarta. La Pietá, del Museo Cívico de Nápoles; la Cabeza de San Juan Bautista, la Santa María Egipciaca, el Sentido del gusto.En la quinta, los bodegonistas Recco, Luca Forte, Porpora, Ruoppolo, etcétera; en la sexta, Salvatore Rosa, Luca Giordano, Solimena y Monsú Desiderio; en la séptima, Matia Pretti. Una exposición, en fin, insuperable, quizá el mejor acicate para que algún día no lejano organicemos nosotros otra mejor. Está en juego nuestra identidad.

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