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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reagan, en Latinoamérica

LAS RELACIONES de Estados Unidos con América Latina son inequívocas desde que el gran país del Norte decidió, alentado por su propia independencia, que ningún país europeo debía poseer, dominar o intervenir en ningún país americano. Un tema interesante para filósofos y psicólogos de la historia: el antiimperialismo elevado al máximo puede llegar a convertirse en un imperialismo poderoso (un caso similar, aunque con anecdotario distinto, sería el de la Rusia soviética).Las formas de defender o de liberar a los países americanos han oscilado continuamente entre dos polos: el máximo, que podría representar Teodoro Roosevelt y su gran garrote ("speak softly and carry a big stick"), y el mínimo, que sería la Alianza para el Progreso de Kennedy. No puede decirse que ninguno de los extremos, ni su alternancia, sus matices intermedios y hasta su simultaneidad hayan conseguido sus propósitos. Las situaciones de dependencia han estado siempre contrapesadas por una subversión y un revolucionarismo permanentes, el fondo de las desigualdades profundas entre las clases sociales no se ha resuelto y las riquezas del subcontinente nunca han llegado a ser explotadas sólo para su beneficio.

El viaje que inició ayer el presidente Reagan por cuatro países latinos se produce en un momento en que la confusión es máxima. Reagan no vaciló en su campaña electoral y en sus primeros días de gobierno en exponer su pensamiento: centró su doctrina en la presencia de la Unión Soviética en América, por medio directo de Cuba y por la nutrición de los movimientos que consideraba subversivos; invirtió la tesis general de defensa de los derechos del hombre mediante la idea de que se estaban utilizando para debilitar a quienes reprimían esa intervención soviética y produjo una ayuda selectiva y ponderada que se daría a los países seguros y se retiraría a los revolucionarios. Las doctrinas se estrellan siempre con la realidad cuando no la tienen en cuenta. La realidad de América Latina es, como queda dicho, el despilfarro de sus riquezas por la existencia casi generalizada de una economía colonial, de mercados no dirigidos por ella y la enorme diferencia entre minorías riquísimas y masas miserables. En dos años que lleva Reagan en la Casa Blanca, la situación ha empeorado no sólo desde un punto de vista general -una pobreza mayor, una crisis más aguda-, sino desde el propio punto de vista de Washington: los países seguros se hunden, unas veces por su economía y otras por una situación guerrillera imparable; las dictaduras se destrozan por su propia inepcia, y los sistemas electorales, aun los falseados y mediatizados en grado máximo, muestran el desafecto colectivo a las formas duras de gobierno. Las subversiones, ande por donde ande la mano de Moscú y la de Cuba en su negocio propio, ya no están dirigidas por los partidos comunistas o por los extremismos, sino que las suelen formar frentes y coaliciones muy amplios, de base muy extensa. La situación moral es que en lugar de haberse aislado los focos revolucionarios, lo que se ha aislado son los regímenes dictatoriales y opresivos.

Los inconvenientes, deficiencias, limitaciones y suspicacias de¡ viaje de Reagan por Latinoamérica son tales que más le valdría no haberlo hecho. Se sabe que casi ha tardado dos años en planearse, desde el mismo momento en que Reagan llegó al poder; que la sustitución de Haig por Shultz en la Secretaría de Estado lo ha modificado, y que los mismos acontecimientos que se desarrollan en el subcontinente lo han llenado de conveniencias y de inconvenientes. Ya no son Argentina -donde la cuestión se ha envenenado más por el caso de las Malvinas- o Chile los países seguros a los que podría reforzar su visita; ni El Salvador, que nadie sabe cómo va a terminar. Hay unos intermedios, como Brasil y Colombia, donde las recientes elecciones indican un camino posible, pero moderado; pero está Honduras, y una conversación con el presidente de Guatemala, que son países de militares y que tienen algo que ver con el intento de aislar a Nicaragua. Y Costa Rica, que tiene tradición de democracia. Supresiones, selecciones y decisiones parecen más bien fruto del azar, de la coyuntura, que de una verdadera política latinoamericana coherente. El viaje parece obedecer más bien a una necesidad diplomática e histórica en que pueda encontrarse un presidente de Estados Unidos, que debe visitar Latinoamérica sea como sea, que a un verdadero programa. Cierto que hay comentarios diferentes, pero suelen ser contradictorios. Hay quien encuentra que el denominador común de la visita es el de mostrar un cierto apoyo a los países en vías de democratización, siempre que su democracia vaya por un camino de fuerza y de seguridad y no pierda nunca el control de la masa, y quien cree que el propósito esencial es el de continuar combatiendo la subversión, donde sea y por los principios que sea. Pero cualquiera de las dos finalidades, o las dos juntas -que no tienen tantas contradicciones entre sí-, no justifica por qué han sido excluidos unos países, elegidos otros. La única explicación es que Reagan viaja por los países posibles, y no por los peligrosos, y que el concepto latinoamericano queda notablemente reducido.

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