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Visita de Juan Pablo II a España

El viento y la lluvia deslucieron la jornada catalana del Papa

Rosa Montero

"Hombre, no", protesta una mujer de edad media: "Es que siempre me pasa lo mismo, ch, me pasó igual en Roma con Juan XXIII, ch, yo es que no vuelvo si una cosa de estas aunque traigan a un beato, eh, que llevo aquí horas; mojándome, porque yo he venido con el padre Angel y el coro de monjas, hemos coincidido en el metro... Para eso tanta invitación y tanta mandanga". Y más allá, un hombre, desolado, repite para sí: "Es que al pobre Papa le tienen bloqueado". El viento y la lluvia deslucieron y alteraron el programa del Papa en Cataluña. Los gestos de decepción fueron numerosos.

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El Papa está cansado, sí. Treinta y tantas homilías, decenas de viajes, infinidad de actos. Actos henchidos de un ritual repetitivo que contribuye a hacerlos más fatigosos. Las presentacicines de los obispos o cardenales con sus respectivos discursos, los homenajes de las autoridades locales, la entrega de regalos. Y luego, los vítores y cánticos alusivos, que cortan los actos, interrumpen las palabras papales y alargan indefinidamente la liturgia. Dicen que la euforia popular era tanta al principio de la gira, que Juan Pablo II llegó a preocuparse, teniendo que primar a la bulla por encima del fervor, que los actos se convirtieran en verbenas sin contenido religioso. Quizá por ello ahora sus intervenciones sean más serias. Se ciñe al texto sin permitirse las bromas que hacía antes. Y algunos ven también en esto una muestra de su cansancio.Y sin embargo, pese a ese agotamiento, el Papa se sigue escapando. De pronto se acerca al público, ante el pasmo de sus escoltas, unos señores perfectamente distinguibles, todos vestidos de traje azul y con sonotones. Coge a un niño en brazos, o recorre esa primera fila de enfermos y paralíticos que siempre colocan en sus actos. Posa la palma sobre sus cabezas, y detrás de él, un cardenal introduce entre las manos crispadas de los llorosos tullidos un estuchito de plástico con un llavero. Este Papa es inagotable.

Se sale de Zaragoza a las seis en punto de la mañana. Hora a todas luces insensata y, sin embargo, habitual en esta gira aniquiliante.

Es un día húmedo y sombrío. En el aeropuerto, un retraso de hora y media. Las condiciones climatológicas son pésimas, se teme no poder aterrizar en Monserrat, Al fin despegan los helicópteros. Los tres chinook y los pumas (uno de ellos transporta al Papa) marchan juntos, avanzando dificultosamente entre lluvias y neblinas. El macizo de Monserrat está absolutamente cubierto: Es imposible aterrizar y hay que seguir hacia Barcelona. Hace apenas un cuarto de hora que ha llegado el Papa, e inmediatamente salió por carretera hacia Monserrat. En su lucha contra los elementos, monseñor Tucci, organizador del viaje papal, ha decidido cortar el acto de Monserrat, saltándose la misa y reduciéndolo a la bendición y el angelus: En total, 15 o 20 minutos. El intentar alcanzar al Papa con autobuses parece un empeño inútil, de modo que los periodistas permanecen en la ciudad.

Llueve poco pero intermitentemente y el tiempo parece haber diluído el ambiente de fiesta. En el bello interior de la Sagrada Familia, a la intemperie, han montado un sitial techado en terciopelo. A ambos lados las autoridades civiles y eclesiásticas. En el embarrado patio, unos centenares de personas. La entrada es con invitación, y los asistentes, según explica uno de ellos, "somos personas que contribuimos regularmente con donativos a la junta de reconstrucción de la Sagrada Familia".

Precariamente amparado por un baldaquín instalado en la calle, Juan Pablo II lee su homilía: Está empapado. Desde dentro del templo, los invitados escuchan por los altavoces, esperando ansiosamente a que haga su entrada. Y sí, entra: Llega por una puerta lateral, envuelto en una nube de escoltas y sacerdotes, guarecido por dos paraguas blancos. Aparece por la derecha cruza la tribuna de tercipelos a toda velocidad, saluda un instante a las autoridades y desaparece como una exalación por la izquierda. Los vítores y aplausos que despertó su entrada se truncan en un "ahhhhh" decepcionado.

Después en Montjuïc, los asistentes le vitorearán como siempre. Hay bastantes menos de los esperados. Ha dejado de llover, pero la tarde es insegura. Las fuentes ponen un fondo acuoso a la tribuna papal, los coros Clavé se emplean a fondo, y los presentes interrumpen al Papa con aclamaciones. Ellos, como los invitados a la Sagrada Familia, no tienen en cuenta que Juan Pablo II arrastra un viaje agotador a las espaldas: Todos quieren obtener su propia y personal porción de Papa.

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