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Visita de Juan Pablo II a España

3.000 monjas de clausura celebran en el convento de la Encarnación su fiesta mayor en torno al Papa

Rosa Montero

La infalibilidad del Papa se demuestra en la afilada precisión horaria con que va cumpliendo su trepidante programa. A las ocho en punto de la mañana, en el jardín reseco y cuadrado del convento de la Encarnación de Avila, hay cerca de tres mil monjas de clausura, tocas blancas, tocas azules, mantos rojos o marrones. "Fíjese cómo le están poniendo la alfombra al pobre Papa", gime una monja, contemplando como el retal de moqueta anaranjada se llena de tierra ante el avanzar de Atila de la Prensa. Otra monja, con impulso irrefrenable, ordena el tráfico de periodistas de modo espontáneo: quizá sea una priora, acostumbrada a disciplinar los refectorios.

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Juntan las manos, palmotean, ríen mucho, enseñando destellantes dientes de oro. Muchas de ellas llevan toda su vida de clausura, algunas han pasado treinta años sin salir de su convento.-Vienen las prioras de las congregaciones, y luego algunas monjas más. De nosotras hemos venido dos. Fue la suerte, se metieron papeles que decían sí o no. Y salimos.

-¿Cómo se llama usted?

-Oh, no, yo soy la payasa de la Virgen, responde con disciplinado reflejo de modestia la monja que hablé antes.

-Carmen de Fátima, se llama Carmen de Fátima, añade gorjeante una monja vecina.

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Y todas se ríen con carcajadas cortas y agudas, como toses. Liberadas por un día de sus votos de silencio, el patio es una fiesta, un jolgorio: dan grititos, agitan pañuelos blancos, se remueven.

Chapas sobre los hábitos

Llevan toda la noche en el convento, de vigilia, ensayando las canciones que han de interpretar ante el Papa. Ahora, con el alba, están despiertas como ardillas. Sobre los hábitos llevan el moderno detalle de unas chapas, y en bandolera una bolsa de tela de añejo aspecto hippy que el episcopado les ha distribuido a todas:

-Mire, mire todo lo que tiene, nos lo han dado.

Un cromo en colores de la Santa y el Santo Padre sobreimpresos en el paisaje de Avila, la biografía de Santa Teresa, el libro de los cánticos que han ensayado todas.

Otean, se empinan, se empujan, la emoción pone rosetones en su palidez clausural. Algunas de ellas, decididamente cibernéticas, manejan con soltura instamatic o pequeñas grabadoras. Cantan sin poner su usual concentración en lo que hacen.

-¡Ya tocan las campanas!

Hay una oleada de vítores, se agitan manos y pañuelos hacia el sitial vacío. La inmensa mayoría no ve nada.

-¡Ahora, ahora!

Ahora no. Todavía no viene. Se arrían los pañuelos. Pero al instante los vuelven a levantar hacia un ruido de hélices. Ahora sí: por encima pasa el helicóptero blanco del Papa. Las monjas exclaman: ahhhhhh, y saludan a los cielos. Ya entran los obispos: al fondo de la masa de tocas, se ve una hilera de bonetes carmesí en movimiento. Una voz de hombre grita a través de un micrófono:

-¡Pañuelos!

Ante esta orden imperativa, todos los pañuelos se levantan de nuevo, agitados cándida y emocionadamente hacia el vacío. "¡Coros!", insiste la voz de mando, y las monjas vuelven a cantar, equivocando las palabras en su turbación. Entra, ya entra. Entró: un bonete de seda blanco en lontananza. Se sueltan los vivas y las 3.000 monjas todas a una, se lanzan sobre las sillas, en precario equilibrio. Alguna llora, pero casi todas se extasían viviendo sin duda la fiesta mayor de su existencia.

Juan Pablo II está sentado en su sillón de seda y oro, envuelto en deslumbrante púrpuras. A su lado está Tarancón. Y el arzobispo de Cracovia, y Glemp, el primado de Polonia. El Papa se levanta e inicia su discurso. Lee en un castellano perfecto. Sonríe de continuo, y de vez en cuando rompe su discurso para intercalar la broma propicia, subrayada por un índice advertidor, por un gesto bienhumorado. Está magníficamente divertido.

"No me deja el sol hacer fotos, no me deja el sol hacer fotos", masculla una hermana, cámara en ristre, pasando como una bala entre las sillas. Al fin, el Papa se atranca en una palabra, y dice ensimismamiento. Se detiene, se concentra, repite: ensimismamiento. Ahhhhhh, claman las ursulinas, las concepcionistas, las justinianas, las pasionistas, las adoradoras, las carmelitas. El Papa se sonríe y remacha de nuevo: ensimismamiento.

"Todavía queda una página"

"Hemos de concluir este encuentro", dice Juan Pablo II, y 3.000 gargantas gritan nooooooo. Enarca las cejas el Papa, que aparenta estarse divirtiendo mucho y añade: "Todavía queda una página". Ahhhhhh. Posee Juan Pablo II un magnetismo que electriza a sus audiencias, una listeza burbujeante y malandrina, dicho sea con todos los respetos. Es con su sonrisa de saber mucho con la que recorre los quinientos metros que separa la Encarnación de la esplanada al pie de la muralla donde es la misa concelebrada.

Muchedumbres, pancartas, gritos, banderas, pegatinas. Un niño descalabrado adorna la venda de su cráneo con chapas papales. Se respira un ambiente de verbena. Por los altavoces, y antes de que Juan Pablo II alcance la explanada, atronan las consignas: "Vamos a aclamarle todos según los gritos ensayados", ordena nuevamente una voz de hombre a los cientos de miles de personas. Los gritos ensayados son: "Tu eres Pedro" y "Todos tuyos". Un cuarto de la audiencia corea los gritos, otro cuarto se equivoca y dice todos juntos en vez de "todos tuyos", y el resto prefiere corear sus propios lemas como, por ejemplo, "Juan Pablo II te quiere todo el mundo",

Están los Reyes, Suárez, Calvo Sotelo, y en plan privado, Ruiz Mateos. Se ' celebra la misa, el Papa da la comunión a 113 fieles elegidos. Y después, desde aquí, hacia Alba de Tormes en un vuelo.

Dicen -que los de Alba están picados con los de Avila, porque consideraban que la clausura teresiana debía haberse celebrado aquí, en donde al fin y al cabo murió la Santa. Pero ese posible enfado no se nota: el pueblo, con sus 4.000 habitantes, vive con pasmo el milagro técnico de ver aterrizar los helicópteros. Vive la espectacular visita del Papa. Tras el acto masivo al aire libre, los cientos de miles de peregrinos se disuelven lentamente. Atrás quedan los lugareños del diminuto Alba, agitando las manos, saludando sin destino, hacia ese fragmento del horizonte por donde dicen que ha desaparecido el Papa.

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