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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La hispanidad del exilio

EL 12 de octubre ha tenido un titubeo de nombres en el calendario oficial: Raza, Hispanidad, Cooperación. Como los organismos encargados de una tarea que toda vía parece misteriosa a los trescientos millones de personas que podrían incluirse en ese algo que, de tanto definirse, está perdiendo su definición. Irónicamente, son los exilios los que más están contribuyendo a una compenetración. Lo demás son coronas de flores en monumentos de personajes -algunos dudosos-, recepciones con vino español, discursos de circunstancias; recubren, más que manifiestan, algo que late en varios puntos del mundo: no sólo en las enormes extensiones americanas, sino en las viejas huellas de Filipinas, en los sefarditas de Centroeuropa, el Levante, Israel y dondequiera que la diáspora les haya llevado, en Guinea, en zonas de Marruecos... Si el idioma es una patria, hay una patria común entre quienes tienen el español como lengua viva y en quienes lo cultivan todavía como una lengua muerta pero entrañable. La cultura de este extenso idioma supone una cierta comunidad en un concepto amplio del mundo, de nuestra estancia en él y de una especial relación con otras comunidades. No sólo en las virtudes, sino también en los vicios en los que todos reincidimos casi simultáneamente; y en algunas desgracias que nos son comunes.No tendría hoy razón de ser que España tratase de presentarse como soberbia cabeza de esa comunidad, tal como lo intentó en tiempos tan equivocados en todo, como cuando quiso erigir un gran canciller de la hispanidad para exportar una superioridad que nunca fue real más que a la fuerza, pero que ya entonces no tenía ni el menor significado. Pero otros países de cuya fuerza inicial nacieron comunidades parecidas han sabido retener esas raíces que hubieran podido disgregarse. Francia se inventó el vocablo de la francofonía, en alusión estrictamnente reservada al idioma, pero que en la práctica va infinitamente más allá y supone una cooperación muy real con países que hoy son entera y claramente independientes, que incluso mantuvieron guerras largas y sangrientas -como Argelia- o sacaron a la fuerza de una pre:sión incesante su independencia -como Marruecos-, con una actitud que hoy excluye parcialmente resquemor es y reservas, y supone una cooperación activa. El ejemplo de Marruecos es muy claro para esta ilustración: España favoreció la independencia de Marruecos cuando Francia la negaba, amparó en su breve e inhóspita zona los elementos nacionalistas, se negó a reconocer al sultán fantoche Muley Arafa y mantuvo la legitimidad de Sidi Mohammed; sostuvo esos puntos de vista en los grandes foros internacionales donde se la podía escuchar. Y, sin embargo, Francia ha desplazado ejjteramente a España de Marruecos. Tiene, probablemente, más que ofrecer en algunos terrenos. Pero lo que nosotros teníamos ni siquiera lo hemos ofrecido, y estamos dejando perder las personas y las culturas que se aproximaron a nosotiros.

Las culturas mundiales de lengua española viven por sí solas; apena

reciben algún aliento. Las grandes comunidades hispañohablantes de Estados Unidos producen por sí mismas su Prensa, su teatro, sus ediciones, sus centros de enseñanza; apenas les damos nada -algunos conferenciantes aburridos, algunas compañías de teatro que no se atreven siquiera a presentarse en España-, sino que parece que sólo a duras penas estamos dispuestos a recibir algo de ellas. Sólo muy recientemente hemos empezado a ser recipíendarios de una cultura humanístiea que procede de los países latinos de América: se ha creado esa corriente de una manera casi espontánea, o sólo favorecida por circunstancias especiales.Una de esas circunstancias favorables es la de los exilios: es infortunado y triste que hayan sido las inmensas comuffidades españolas exiliadas al final de la guerra civil y las que ahora nos vienen de numerosos países arrasados por tiranías las que mantengan viva una relación y produzcan una especie de melting pot que oficialmente no se ha sabido cultivar, y que en muchos casos se han encontrado resistencias graves (todavía los americanos en España están sometidos a un control que muchas veces es humillante y siempre inquietante, y todavía hay trabajadores intelectuales que tratan de rehuir el pago de la deuda que tenemos por quienes acogieron nuestro exilio). ¿Saben los españoles que a escritores e intelectuales de primerísima categoría que hoy habitan en nuestro país se les niega la residencia, se les dificulta -no ya se les ayuda- hasta en las cosas más nimias la permanencia entre nosotros?

Cualquier meditación que se pueda hacer en el 12 de octubre, se llame ya como se llame o se vaya a llamar en el futuro, tiene la satisfacción de esa corriente espontánea y natural que no cesa, y que incluso crece, y la cruz oficial de la moneda: la falta de una política que alcance a todos los que una vez fueron españoles o acogieron nuestro idioma y nuestra cultura, que están muchos veces dispuestos a devolvernos algo de lo que se llevaron y a recibir lo que todavía podemos dar. El Instituto de Cooperación Iberoamericano es una gran idea que no debe fenecer en el marasmo de la burocracia diplomática, y la cooperación misma -como concepto y a todos los niveles- necesita mayores atenciones presupuestarias y políticas de las que ha merecido. Si esta meditación en el día de hoy sirve para algo, bien venida sea la fiesta de la Hispanidad.

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