Educación y Ciencia
TRES HAN sido los ministros que se han sucedido en la cartera de Educación y Ciencia a lo largo de la última legislatura: José Miguel Otero Novas, en la actualidad frustrado candidato de la coalición presidida por Manuel Fraga; Juan Antonio Ortega Díaz Ambrona, a quien la ofensiva contra la LAU de su propio grupo parlamentario obligó a dimitir, y Federico Mayor Zaragoza, que prefirió seguir en el Gobierno antes que hacer honor a su compromiso de retirarse si dicha norma no era aprobada. Aunque en 1979 el Ministerio de Universidades quedó independizado del Ministerio de Educación y confiado a Luis González Seara, el reajuste llevado a cabo por Leopoldo Calvo Sotelo al ser designado presidente del Gobierno devolvió las aguas a sus cauces tradicionales y consagró la unidad del marco administrativo para todos los escalones de la educación y de la labor investigadora. Este macrodepartamento, que ha disminuido su participación en los Presupuestos Generales del Estado en los últimos años, ha suscitado polémicas más relacionadas con las presiones y ambiciones de grupos privados que con las cuestiones generales de interés público. De esta forma, la aprobación del Estatuto de Centros, derogado parcialmente por el Tribunal Constitucional, y el boicoteo a la ley de Autonomía Universitaria aparecen como símbolos de una política más preocupada por satisfacer demandas sectoriales que por afrontar los problemas globales de la educación en España.En la enseñanza general básica la controversia fundamental ha girado en torno a los porcentajes de las asignaciones presupuestarias aplicadas al sector privado, discusión que se prolonga en el debate sobre los procedimientos y requisitos idóneos para encauzar la ayuda pública a los centros privados y sobre el llamado ideario de los centros docentes. Las subvenciones al sector privado habían ido creciendo firmemente a lo largo de la última década: 1.300 millones en 1973, 14.000 millones en 1976, 26.000 en 1977, 33.000 en 1978 y 38.000 en 1979. En los últimos cuatro años ese ritmo se ha acelerado hasta el punto de que las ayudas han llegado, en 1982, a los 70.000 millones de pesetas. El ritmo de las inversiones en la enseñanza estatal, en cambio, ha quedado prácticamente estancado durante el mismo período.
Así pues, los sucesivos Gobiernos centristas no necesitaron de la ley de Centros Docentes -aprobada en 1980- ni de la ley de Financiación de la Enseñanza Obligatoria -pendiente de tramitación en las Cortes Generales- para alterar espectacularmente sus prioridades en el terreno de la educación en favor del sector privado. Sin embargo, el sector empresarial de la enseñanza privada no parece conformarse con esos espectaculares incrementos y, siguiendo la táctica de que la mejor defensa es un buen ataque, ha adoptado una línea de acoso constante a los Presupuestos Generales del Estado. La agresividad de esos grupos de presión resulta tanto más incomprensible cuanto que el Ministerio de Educación, con un presupuesto global que en 1982 apenas rebasé los 500.000 millones de pesetas, tiene que hacer frente a todos los niveles de enseñanza.
El lento crecimiento de los presupuestos educativos -sólo un 25% en pesetas corrientes desde 1979 a 1982- y la parte del león asignada en el reparto a la enseñanza privada pueden explicar parcialmente los escasos logros del departamento durante la legislatura en los demás campos de su actividad. Ni la generalización de la enseñanza preescolar ni la escolarización plena de los jóvenes entre los catorce y dieciséis años han sido alcanzadas. Las reivindicaciones insatisfechas del profesorado han suscitado huelgas y conflictos que han ido muchas veces -como las amenazas de retener las calificaciones escolares a final de curso- en perjuicio de los derechos administrativos del alumnado y han deteriorado la imagen de la enseñanza estatal.
Aunque las quejas sobre la eficiencia del sistema educativo encuentran poderosos argumentos en los porcentajes de fracaso escolar, los sistemas de formación y selección del profesorado de todos los niveles continúan al margen de cualquier reforma. Las tímidas modificaciones de la estructura y los contenidos de la enseñanza general básica se han realizado a espaldas del profesorado, mientras que la formación profesional sigue sumida en la mediocridad y la improvisación. La reforma de la enseñanza primaria, precipitadamente realizada a lo largo de los dos últimos años, pretendió hacerse sobre la base de un análisis de los fallos de la ley de Educación; sin embargo, una buena parte de las medidas correctoras que proponía la ley de 1970 nunca llegaron a ponerse en práctica.
La universidad española, por su parte, se encuentra en una situación de postración y atonía que afecta tanto al profesorado como a los alumnos. Las esperanzas despertadas por la ley de Autonomía Universitaria quedaron frustradas, tras un largo calvario que costó el ministerio a Luis González Seara y a Juan Antonio Ortega, por la rocambolesca historia del apuñalamiento del proyecto gubernamental por un grupo de parlamentarios centristas -en su mayoría situados ahora a los flancos de Alianza Popular- que. sirvieron de eficaz vehículo transmisor al corporativismo de los catedráticos y a los intereses de los centros de enseñanza superior eclesiásticos. La investigación científica, teóricamente adscrita a un departamento que incorpora la invocación a la ciencia en su denominación administrativa, sigue careciendo de la infraestructura material, de los estímulos personales y de la estructura organizativa propios de una sociedad industrial desarrollada.
Resulta difícil, ante este panorama, admitir que los problemas de la educación en España se circunscriban monotemáticamente a la parte del pastel presupuestario que debiera corresponder a los centros privados y a las universidades de la Iglesia en la distribución de unos recursos escasos. La polémica sobre la libertad de enseñanza ha sido sacada de quicio a lo largo de la última legislatura con el negativo resultado de que la defensa de unos intereses sectoriales en sí mismos respetables ha paralizado la acción pública en un área crucial para el futuro de nuestra colectividad. La aprobación del Estatuto de Centros y la derrota de la ley de Autonomía Universitaria sólo han servido para mostrar la miopía y el egoísmo corporativo de quienes piensan menos en la expansión y mejora de la educación española que en la manera de controlarla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- UCD
- Opinión
- MEC
- I Legislatura España
- Educación primaria
- Gobierno de España
- Educación secundaria
- Enseñanza general
- Calidad enseñanza
- Legislaturas políticas
- Ministerios
- Universidad
- Financiación
- Partidos políticos
- Centros educativos
- Educación superior
- Sistema educativo
- Gobierno
- Educación
- Administración Estado
- Legislación
- Justicia
- Administración pública
- España
- Política