Esta vez sí que voto
Unas elecciones parlamentarias, incluso con el aliciente de un cambio en el estrellato televisivo, son cosa de muy poca monta en Europa. Pero todavía no estamos en Europa. Aquí no es así. No nos engañemos; la verdad es que no estamos asistiendo a esa práctica habitual de holandeses, suizos y daneses, con la cual varían de tanto en tanto el color de ojos de sus representantes. Lo cierto es que en España las elecciones no son una práctica cívica normal. Se trata aún, lo queramos o no, de ver qué suerte corre el maletilla que se lanza al ruedo. Todos estamos entre excitados y temerosos ante lo que pueda pasar cuando un socialista le toque el peluquín a un funcionario del Ministerio de Obras Públicas, a un médico trabucaire, a un teniente wagneriano o a una santidad. Estamos como los ociosos en el café, mirando al novio cuya pareja ha sido insultada avanzar tembloroso hacia el ofensor (un mozo crudo, patilludo, y con dos guardas jurados a su lado), y algo decepcionados si luego no pasa nada.La imposibilidad de tomarse a risa este cambio de locutores estatales es perfectamente comprensible. Por primera vez en cuarenta y tantos años, están por llegar al poder unas personas que carecen de todo romanticismo. Son gentes que han visto el baile desde fuera, con las narices apoyadas en la ventana, cuando no estaban en el sótano soportando los guantazos de un mayordomo, por quererse colar. Algunos de ellos no han participado directamente en la lucha contra la dictadura, pero raros son los que se han beneficiado con una sopa o un pirulí ofrecidos por algún esbirro del general. Eso quiere decir que no son idealistas, fantásticos, vagorosos, de lucero y pestañita, como los gerentes de la dictadura, pues nunca han visto la parte angelical del poder. Desconocen los despachos suntuosos en los que suenan teléfonos pidiendo una presa para Martínez, una aduana para López, un aeropuerto para García. Nunca han desfilado con un obispo al lado, que es cosa de grandísimo lirismo. Ni les han rendido honores con trompetitas y gorrazos. No conocen el éxtasis de poder decir en tono peyorativo: "Usted se calla".
Ya decía un contertulio de Josep Plá, que lo malo de ser pobre es que hay que escuchar mucho. Hay que aguantar a mucho pelmazo cuando se pasa necesidad. Luego cae la monedita, o el bocadillo. Pero antes hay que resistir con resignación mucho: "Pues mire usted lo que le digo...", y mucho: "Me va a permitir que le de un consejo...", y mucho: "Pues yo soy una persona que...". Así están los socialistas. Han tenido que oír mucho, con mucha paciencia, pasando muchas necesidades. Pero cuando uno escucha a disgusto suele dedicar la atención a otras cosas. Se fija en lo mal hecho que llevael nudo de la corbata aquel imbécil, o en la cantidad de saliva que se le derrama por las comisuras. Una actitud tan distante, tan reflexiva, lleva indefectiblemente al escepticismo. No hay grandes tribunos para los encargados de la megafonía. ¡La cantidad de sandeces que habrán tenido que oír los socialistas durante estos años que han dedicado a demostrar que son humanos, que saben leer y escribir, que dan limosna a los niños pobres! Y ahora, por una graciosa metamorfosis, van a comenzar a hablar y a poder decir: "Usted se calla".
Evidentemente, unos hombres venidos de la necesidad y de la extrema fatiga auditiva llegan sin el menor resquicio para la poesía. Están triturados por el lirismo de sus antecesores. No se van a detener a besar ancianas o a estrechar manos de pescaderos, como el señor Fraga, abultado representante del romanticismo orgánico. No derramarán lágrimas de melancolía ante un mono de Gibraltar disecado. No se les hinchará el pecho de amor patrio cuando suene el tintineo de las medallas y el crujir de los cueros. A duras penas si, durante un tedéum repleto de obispos, incienso, relumbrar de joyas, suspirar de damas, toser de valetudinarios carcamales, podrán evitar la tentación de darle gusto a la calculadora, a escondidas, para ir bien preparados al Consejo de Ministros. En fin: se acabó el bel canto y comienza la era del recitativo secco.
Sin embargo, estos nuevos diestros, a pesar de su presumible metamorfosis, tienen que lidiar algo más que el coro femenino de Aída. Es verdad que desaparecerán del mapa los últimos románticos: ese duque que ya sólo aspira a ser bisagra, aquellos inefables ministros que uno siempre imaginaba vestidos de tunos, los ujieres ascendidos a subsecretarios en virtud de un rosario bien rezado..., en fin, toda la estirpe de poetas, acuarelistas, tañidores de gaita y bailarines de jota que componían la herencia de Franco. Pero las huestes idealistas seguirán intactas. La derecha en pleno, con sus empresarios de pistola al cinto, sus financieros sentados sobre trilita, sus asociaciones,de padres con bolsitas de cianuro en las encías, etcétera, van a formar el más admirable ejército que se haya visto desde la desaparición de la Guardia Blanca. Cruces, solios, carteras de pedidos, fajines, solares, bidones de petróleo, porras, condecoraciones..., en fin, el caótico decorado tras el que se parapetan los muertos vivientes.
No podrán con ellos. Pero del mismo modo que Androcles conquista al león curándole una pata, o la niña asténica se libra de Frankestein ofreciéndole una florecilla, la derecha, si quiere sobrevivir, no tendrá más remedio que emplear su último grito poético. Si el señor Ferrer Salat no, pone una rosa (¿o es un clavel?) a los pies de Frankestein, el final de la película será azaroso. Y es que el Estado es el Estado, lo ocupe quien lo ocupe. Se me dirá que el señor Ferrer Salat carece de blondas guedejas, y que difícilmente puede permitirse un trasplante. Excusas. Les recuerdo que el señor Carrillo, hombre mucho más próximo a la imagen del macho que acaricia en sue¡íos nuestra clase dirigente, tuvo las agallas de salir a la calle con peluca rubia. Y, si no me equivoco, delante de una comisaría. El poder bien vale un teñido.
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