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Tribuna
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El genio roto

La última vez que supe algo de Víctor García fue en París. Pregunté y me dijeron que estaba deshecho. Apenas le veían -sus amigos, sus colaboradores- y, cuando le encontraban, se les aparecía frecuentemente en un cierto estado de delirio. Y -me decían-aun dentro de ese delirio, de una permanente confusión, brotaban de él frases o ideas que consideraban geniales.Por entonces -hace dos temporadas- se representaba su versión de una antología calderoniana en el Palais Chaillot. Juan German, Schroeder había compuesto con fragmentos de autos sacramentales de Calderón un texto antológico; lo había traducido al francés una escritora que desborda la condición de hispanista: Florence Delay -autora, entre otras cosas, de un ciclo de obras de teatro sobre la leyenda del Santo Grial-. El Palais Chaillot es ahora un inmenso hoyo negro con un gran espacio central. Víctor García comenzaba su espectáculo con las mismas luces -mortecinas, frías- con que la sala había recibido a los espectadores -pocos, porque el espectáculo no había gustado y París estaba entonces hipnotizado por un Chejov de Peter Brook-; salían los actores desnudos y caminaban velozmente siguiendo las líneas del cuadrilátero, o sus imaginarias parelelas, musitando de una manera incomprensible los versos que había escogido cuidadosamente Schroeder, que había traducido con exquisitez y exactitud Florence Delay y que, en fin, había escrito, en otro tiempo y con otras pretensiones, Calderón de la Barca. Poco después aparecía en el espacio un bellísimo artilugio creado por Víctor García, un artilugio que con toda seguridad era la razón del espectáculo: una especie de largo gusano colorido y luminoso, cuyos anillos se separaban de uno en uno o en grupos para formar otras figuras, que desplegaban una especie de alas que determinaban la interpretación: se arriesgaban a caminar sobre estos soportes temblorosos los actores desnudos; o se guarecían en ellas; o las plegaban y desplegaban... No era muy difícil hacer entonces una metáfora de lo que me habían contado de Víctor García: un fragmento de brillantez genial entre la negrura, la oscuridad, la confusión...

Tampoco era muy difícil recordar, ante ese espectáculo -que me parece que es el último trabajo teatral de Víctor García-otro anterior: Divinas palabras, de Valle Inclán. El grandioso artilugio, entonces, formaba una especie de órgano de tubos por el cual trepaba ágilmente Nuria Espert, a veces desnuda, y su compañía. Las palabras -divinas palabras...- de Valle Inclán estaban definitivamente perdidas.

No era una consecuencia del espectáculo, sino una premisa, un punto de partida. En los programas de mano figuraba una sinopsis del argumento para que los espectadores intentaran seguirlo. Ya iba más allá de otro bello artilugio anterior que había deslumbrado: la lona móvil de Yerma, que elevaba o despeñaba a los actores (en ese tiempo, 1971, los desnudos sólo se hacían en el extranjero). Nuria lo paseó por el mundo, y fue probablemente la creación más universal de Victor García, después de haber montado en París y Londres obras de Genet y de Arrabal (aquí no interesó su Cementerio de automóviles, para el que se habían invertido millones en el teatro Barceló).

Víctor García ha sido un héroe roto en la batalla para conseguir que el teatro fuese otra cosa. Probablemente su error -desde una óptica de la que no me puedo, ni quiero, desprender- fue el de querer asociar grandes textos a grandes creaciones escénicas que sólo se conjuntaban en la teoría, pero que en la práctica sólo funcionaron al principio, cuando Víctor García estaba aún contenido y su propia personalidad era más coherente. Víctor García podría haber inventado maravillosos espectáculos con pre-textos, no con textos. El despegue de lo visual, que era, capaz de conseguir con un conocimiento que podía llevar técnicamente a la práctica de la narración escénica que trataba de reproducir con ello, tenía que producir inevitablemente una sensación de malestar y de incomodidad en el espectador. Como la misma disociación que imponía a los actores, convertidos por una parte en objetos escénicos, objetos móviles relacionados exclusivamenmte con el decorado, y por otra en intérpretes presuntos de un texto y de una narración.

No ha sido ni mucho menos inútil el paso de Víctor García por el mundo del teatro. Además de sus creaciones, ha abierto caminos y ha dejado que muchos aprendieran de él. Lo que el descubrió lo administran sus seguidores con más prudencia, con avancia, con medida y moderación. El fue generoso, como todos los genios: lo fue con su arte como con su vida, que se le ha roto -por eso- tan prematuramente. Una generosidad que le llevó más allá de lo posible. En sus discípulos, en sus imitadores, seguiremos viendo su genialidad.

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