Las soluciones de Spadolini
UNA VEZ más la clase política italiana ha demostrado su misteriosa capacidad para gobernar el país para irlo sacando adelante y con resultados no enteramente malos (si se consideran las posibilidades intrínsecas de la economía italiana dentro de una penuria global y de unos centros de decisión que desbordan las posibilidades de cada nación) gracias a la fuerza de las crisis más que por los breves períodos de poder constituido. Cuando hoy, o quizá mañana, Spadolini saque del simbólico sombrero de copa del presidente del Gobierno su nueva lista de ministros se verá que se parece como una gota de agua a otra a la anterior. Y, sin embargo, aparecerá como una gran novedad... En una comparación quizá trivial con España se vería cómo aquí se suele cambiar de ministros con el delicado equilibrio necesario para que todo siga igual, mientras que en Italia se conservan los mismos ministros -la misma coalición de partidos gobernantes, la misma dosificación, el mismo reparto de tendencias dentro de cada partido y, finalmente, hasta los mismos nombres- con el objeto de que todo sea distinto.Estos ministros de hoy o de mañana van a ser, a grosso modo, los mismos que dimitieron hace un mes como consecuencia de una votación adversa en la Cámara realizada por los mismos diputados que, cuando se presente ahora este Gobierno, van a votar, incluso con entusiasmo, a favor. Lo que sucede es que este mismo Spadolini y estos mismos ministros están ahora galvanizados, recauchutados, por la crisis de Gobierno; renovados por su decisión de no pasar por una disolución del Parlamento que no conviene a nadie. Convenía, en el momento de la crisis, al Partido Socialista, que por eso la provocó; pero ahora, impulsada por la crisis, la Democracia Cristiana ha robado su tema electoral a los socialistas (véase la entrevista de Juan Arias con D'Onofrio, personaje decisivo de la DC, en EL PAIS del domingo, donde explica cómo, en dos horas, la DC "quitó al Partido Socialista las armas de las elecciones"). Este robo es importante, y es decisivo para el país: consiste en la adopción de unos veinte puntos de reforma institucional y económica. Aparte de los ya clásicos acuerdos de medidas para contener la inflación, que pueden ir desde una difícil contención de los gastos públicos a unos acuerdos de patronos y asalariados, los temas de la reforma institucional pueden producir una nueva configuración de la institución general de la democracia en Italia, y eso sería importante.
Como se sabe, Italia vio el nacimiento de la República -después de la ficticia República fascista de Saló y del brevísimo tiempo en que Víctor Manuel intentó, sin exito, demostrar que el fascismo le era enteramente ajeno y más bien desagradable- al mismo tiempo que un amanecer europeo al sol naciente de Estados Unidos. Italia, como otras naciones europeas -por lo menos, Alemania y Francia- debía configurarse, por deseo del ocupante y vencedor, en tomo a una especie de centro capaz de irradiar una determinada fe -específicamente la católica- que impidiese el retorno del fascismo (cosa que parecía imposible por sí misma) y el triunfo del comunismo, lo cual parecía, en cambio, bastante probable: por una reacción contra el fascismo, porque el comunismo había llevado principalmente el peso de la resistencia, porque el reparto de la riqueza y de la pobreza era malo y requería una reforma revolucionaria, y porque de todo ello resultaba un número muy importante de electores comunistas. Para que esto no fuese posible se realizó una ley Electoral determinada, una legislación de partidos oportuna y un estatuto de las Cámaras y de sus relaciones con el Gobierno muy especial. Aun así, no se evitó que el Partido Comunista fuese el segundo del país. En cambio, se consiguió una escasísima representación auténtica de la opinión pública en los gobiernos. El efecto fue el mismo en Francia que en Alemania: la institucionalización de la crisis. En Francia, este galope se detuvo con la aparición del general De Gaulle en circunstancias excepcionales -la guerra de Argelia y la sublevación de un grupo de militares- y tuvo un resultado óptimo para el grupo conservador dirigente: la erradicación de toda izquierda hasta ahora mismo, hasta el año pasado. En Italia ha conducido a que haya habido 41 gobiernos en 37 años, es decir, un Gobierno cada diez meses y unos días. Y todos ellos dominados por la Democracia Cristiana, en muy diversas coaliciones, y siempre con la exclusión del Partido Comunista.
En estos 37 años ha pasado de todo. Por lo que se refiere a Italia, pero aplicable a otros países, ha sucedido que poco a poco se ha hecho incompatible una gobernación religiosa, y concretamente católica, con las modificaciones de la vida cotidiana. Es difícil que un partido que se llame Democracia Cristiana -y su reaparición, ahora, en un fragmentillo de la vida política española, es una prueba viciosa de nuestro anacronismo y de cómo ensayamos (o nos ensayan) fórmulas que perecen en otras partes- y dependa del Vaticano pueda dirigir enteramente un país. Entre otras cosas, porque el papado cambia velozmente, y no siempre en el mismo sentido que las sociedades. La Democracia Cristiana en Italia ha tenido que admitir, entre otras cosas, el divorcio, incluso fórmulas de aborto, la enseñanza laica y otras modificaciones de costumbres. Con el Partido Comunista en la eterna oposición -condenado a ella por dioses mayores y menores-, ha sucedido lo mismo o más. El comunismo se ha desmedulado en el mundo y el partido italiano corre detrás de fórmulas nuevas sin alcanzarlas nunca, y, en su interior, se divide y subdivide. Es un fenómeno que tampoco en España hace falta explicar demasiado, aunque la realidad es que en Italia aún sigue siendo el segundo del país.
Quiere decir esto que si todo el artilugio jurídico, administrativo, de aparato y de recubrimiento filosófico y doctrinal, se organizó como una referencia a esos dos puntos fijos, a esas dos inspiraciones dogmáticas contrapuestas, a ese sistema de buenos y malos de la posguerra, y los dogmas y la fijeza han perecido con el tiempo, con las costumbres y la dinámica de vida, toda la política italiana está falseada. Su inteligentísima y peculiar solución ha sido la de intentar gobernar con las crisis. No imitable, por supuesto: en otros países podría conducir al caos. Desde hace ya muchos años, los programas de gobierno se pactan, y cada uno tiene que ceder parte de lo suyo. El mismo Partido Comunista no ha tenido más remedio que llegar al subterfugio de la abstención para sacar adelante gobiemos y no perder demasiada imagen. En la realidad, la ha perdido como todos. Más o menos, todos los partidos italianos, desde hace muchos años, forman parte al mismo tiempo del Gobierno y de la oposición, como una maravillosa adaptación ecológica de la clase política a la evolución del clima del país. Esta última crisis es un ejemplo de ello: el Partido Socialista, que formaba parte del Gobierno, ayudó a derribarlo desde la oposición mediante el voto secreto de algunos de sus parlamentarios y la fuga a las playas de otros. Y lo recompone ahora haciéndole admitir parte de las premisas de la oposición y ayudándole a administrarla desde el Gobierno.
Los puntos de concordancia de reformas institucionales que van a ser la base del segundo Gobierno de Spadolini ¿tratan de arreglar lo que se estropeó hace 37 años? ¿Se va a adoptar una nueva ley Electoral que represente mejor la dosificación de la opinión pública? ¿Va a haber un nuevo reglamento de partidos, una reforma de la Presidencia de la República, del poder personal del presidente del Gobierno con respecto al de los ministros de las relaciones con el Gobierno? Todo parece indicar que va a ser una reforma parcial. Es decir, una reforma que facilite sobre todo la duración en el tiempo de los gobiernos y las coaliciones y les haga menos vulnerables a los juegos de los partidos y las luchas internas dentro de cada partido (facciones, grupos, familias). Puede ser positiva. Pero siempre a condición de que permita realmente que la opinión pública esté suficientemente representada y seguida.
Gobernar por crisis parece un astuto invento para situaciones excepcionales. Estos mismos veinte puntos que ha tenido que adoptar ahora la Democracia Cristiana estaban expuestos y latentes desde hacía mucho tiempo: sólo los ha admitido in extremis para salvarse de una disolución del Parlamento, y por la presión de la crisis. Es decir, con un retraso considerable para las necesidades del país.
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