Una multinacional de los derechos humanos
Amnistía Internacional es la última esperanza para los presos de conciencia, los torturados y los condenados a muerte de todo el mundo
Mely Gómez Murias se sienta ante la mesa ovalada y alisa el contenido de la carpeta, deslizando las manos por el montón de papeles como se supone que deben hacerlo las secretarias eficientes sobre la falda antes de comenzar el dictado. Pertenece desde hace cuatro años a la sección española de Amnistía Internacional (Al). Forma parte, en Madrid, junto a un funcionario divorciado, un estudiante anarcoide de Ciencias Políticas y Periodismo, un profesor de universidad, un ingeniero industrial y un abogado, del Grupo 11, que es uno de los más veteranosMely, soltera, católica practicante, simpatizante de lo que denomina izquierda moderada, tiene a su cargo la carpeta de uno de los presos que su grupo ha adoptado, Ivan Petrovich, un carpintero soviético, pastor de la Iglesia Evangélica Pentecostal. Petrovich cumple una condena de cinco años, acusado de pervertir a la juventud con actitudes proselitistas de signo religioso. Conoce bien las cárceles soviéticas. Es un refractario, un recalcitrante defensor de sus convicciones y del derecho a la libertad de conciencia.
El informe sobre el pastor soviético llegó a las manos del Grupo 11 desde el secretariado de AI, en Londres. Un departamento de sabuesos revuelve incansablemente fichas y documentos, investiga por los tribunales y las cárceles, sin límites ni fronteras. Selecciona cada caso con minuciosidad. Existen muy pocas condiciones para que un preso de conciencia pueda ser adoptado. El único motivo de exclusión consiste en haber practicado o defendido la práctica de la violencia. Los presos se distribuyen siempre por parejas. Uno del bloque occidental y otro del oriental. Uno de los países comunistas, otro de los capitalistas. Los grupos no pueden escoger ni manifestar preferencias sobre los casos de los que desean hacerse cargo. Se trata de garantías suplementarias para una intervención equilibrada e independiente.
Con el informe sobre la mesa, los miembros del Grupo 11 comienzan su actividad. Tienen distintas ideologías políticas, varia7 das posiciones sociales, diferentes grados de convicción religiosa o de escepticismo. "Lo que nos une", señalan, "es nuestra actitud positiva hacia la defensa de los derechos humanos". Comienzan a planear. visitas a la Embajada correspondiente para interesarse por el prisionero, cartas a las autoridades judiciales de la provincia o el distrito donde se le juzgó, misivas interrogantes al director de la prisión donde se encuentra, si es que se conoce, gestiones ante publicaciones religiosas para que se hagan eco de la campaña.
Se diría que padecen un acceso febril, que han sido asaltados por una manía extravagante que les conduce indefectiblemente ante los buzones. Envían cartas, pliegos de firmas a las autoridades, felicitaciones de Navidad al prisionero por centenares. Buscan diputados, dirigentes de sindicatos relacionados con la actividad profesional del adoptado, movilizan vecinos, compañeros de trabajo o de estudio, y les comunican su entusiasmo postal. "No es una actitud ingenua", aseguran. "Hemos comprobado que la maquinaria estatal recoge todo. Cada comunicación queda registrada. Aplicamos el principio de que la más poderosa garantía con que puede contar un preso de conciencia consiste en arrancarle del anonimato y darle publicidad. Las autoridades se sienten vigiladas". A miles de kilómetros, Ivan Petrovich recibe, si goza de la suerte de que se respete su correspondencia, cartas y postales interesándose por su estado, firmadas por gente que no conoce.
El preso más antiguo de Uruguay
Al otro lado del océano, en Uruguay, se encuentra José Félix Martínez Salgueiro, el preso político más antiguo del país. También ha sido adoptado por el Grupo 11. Fue arrestado el 16 de marzo de 1971, cuando era teniente primero del Ejército. Había revelado a medios políticos democráticos los planes de un grupo de oficiales para adueñarse del poder mediante un golpe de fuerza.
El caso de este joven oficial, que contaba veintinueve años cuando fue arrestado, resulta significativo de las dimensiones que puede alcanzar la represión política. Martínez Salgueiro fue acusado simultáneamente de espionaje y de compló contra la Constitución, él, que había detenido el movimiento golpista. Un tribunal militar le condenó a doce años de prisión. Apeló contra la sentencia, que fue, efectivamente, modificada. Quince años de cárcel.
Ahora consume la condena en una de las instituciones más esperpénticas del mundo, en el departamento de San José. Para empezar, se denomina Penal Libertad. Si no muere antes, o no se consigue arrancarle de la prisión, le esperan muchos sinsabores. Uruguay destaca en el continente sudamericano por el exquisito refinamiento de su sistema represivo. Los presos, como sucede en otros países vecinos, también pueden desaparecer. El régimen, previendo esta eventualidad, ha organizado una Oficina Central de Información sobre Personas, a cargo del coronel Carlos A. Maynard, que contesta puntualmente todos los requerimientos sobre presos e informa, de paso, de que el citado penal Libertad es un "centro carcelario que cuenta con un alto estándar comparativo a nivel mundial".
El oficial adoptado por el Grupo 11 ha tenido oportunidad de comprobarlo. Ha pasado más de tres años en celdas de castigo. Padece gastritis, úlcera de estómago y piorrea. Para derrumbar su distante dignidad, los carceleros le asignaron celda común con un desequilibrado mental, con la esperanza de que actuara el principio de los vasos comunicantes. La negativa de Martínez Salgueiro motivó la revisión de su caso y una nueva sentencia, más dura que las anteriores. Cuando finalice su condena no habrá terminado todo. Los prisioneros no pueden abandonar las cárceles hasta que abonen al Estado los gastos de manutención, vigilancia y asistencias varias que han ocasionado.
El Grupo 11 de Al tiene pendiente una entrevista con algún responsable de la Embajada de Uruguay en Madrid. Ha movilizado diputados de casi todo el espectro político parlamentario español en apoyo de Martínez Salgueiro. El 14 de abril, fecha de su cumpleaños, quinientas cartas y postales de felicitación llovieron sobre el penal Libertad. Un funcionario de la Embajada española trató de visitarle, sin éxito, para comprobar su situación. Martínez Salgueiro es nieto de gallegos. La presión de Al en este caso concreto, y en el del penal Libertad en general, parecen haber conseguido el cese de Britos Dolsey, responsable de la dirección de la tortura psicológica en la prisión y profesor de una facultad católica de Montevideo.
La eficacia del sistema de adopción de prisioneros de conciencia resulta difícil de comprender para quienes no pertenecen a Al. Pero incluso para los militantes que no han vivido en persona la cancelación de un caso -como la organización denomina discretamente la libertad o la muerte de algún adoptado- la tarea semanal de efectuar pequeñas o grandes presiones en silencio llega a hacerse cuesta arriba. "Yo quiero luchar desde Al contra la represión, contra la per secución brutal, contra las cosas obvias que hemos terminado por considerar simplemente habitua les", afirma Juan Manuel Velasco, economista y funcionario, socialista sin carné de partido. "Pero me doy cuenta dela dificultad. Experimento a veces a una sensación de impotencia, paralela a la impasibilidad aparente de las autoridades a las que nos dirigimos".
Trabajo modesto pero eficaz
Los demás miembros del Grupo 11, en cambio, han tenido oportunidad de vivir alguna cancelación. Desde que se constituyó, el grupo ha adoptado a tres prisioneros más. El sindicalista pakistaní Aizar Nazin sufrió constantes detenciones desde 1960. Liberado en marzo de 1980, cinco meses más tarde el grupo madrileño de Al tuvo conocimiento de que había pasado a la clandestinidad. Por si acaso, el informe quedó abierto. Peter Hertel, arquitecto de la República Democrática Alemana, fue condenado en mayo de 1979 a dieciocho meses de prisión por exhibir una pancarta pidiendo libertad y oponerse a la educación militar en las escuelas desde los catorce años. Fue expresamente excluido de una amnistía. Al término de ese plazo, logró abandonar el país. El médico uruguayo Atilio Batista, militante de un partido de izquierda, fue condenado en 1974 a trabajados forzados. Se le buscó acomodo en un vagón de ferrocarril. Las cárceles estaban repletas. En 1977 un tribunal militar decretó su libertad, que no fue aplicada. Batista abandonó su reclusión el 24 de diciembre de 1980, y escribió una carta al Grupo 11 de Al en la que rechazaba la ayuda económica que se le había ofrecido y decía, escuetamente: "Ustedes han cambiado mi vida".
Una frase como ésta proporciona moral para varios años, pero raramente se produce. La mayoría de los presos jamás se pone en contacto, con el grupo que les adoptó. "Es normal, y lo comprendemos", confiesa Silvia Escobar, presidenta de Al en España hasta hace unas semanas y verdadera alma del movimiento en nuestro país. "La mayoría no ha llegado a saber lo que hemos hecho por ellos, les han sido ocultadas nuestras comunicaciones. Nuestro trabajo es silencioso y nunca perdemos de vista que la contribución de Al es modesta. De ahí arranca su eficacia".
La sección española de Al no existiría, o no habría alcanzado su actual desarrollo, sin el entusiasmo de esta mujer frágil y de piel transparente, de 38 años. Traductora profesional, Silvia Escobar entró en contacto con la organización escribiendo a las señas que aparecían en un anuncio del Times londinense, cuando en España la propaganda azul la asimílaba con la internacional terrorista. Luego los tiempos, discurrieron por senderos menos difíciles. Movilizó a sus amigos libreros para introducir hojitas de propaganda entre las páginas de las novelas y los volúmenes de Historia. Muchos potenciales militantes tardaron meses en localizar la organización. El emplazamiento de las oficinas se mantenía casi en secreto, para evitar la repetición de los atentados con bombas, colocadas por quienes no habían perdonado a Al su implacable denuncia de las cárceles del general Franco.
Silvia Escobar abandonó la presidencia en junio, por imperativo de los estatutos. Amnistía Internacional pretende evitar la burocratización de los cargos, del mismo modo que preserva su independencia financiera. No admite fondos oficiales, y sólo un pequeño porcentaje de sus ingres os puede proceder de donaciones con recio, que desgravan impuestos. El resto del dinero procede de las cuotas (modestas), las pequeñas donaciones, los conciertos o exposiciones que algunos artistas ofrecen en su beneficio y la venta de publicaciones, especialmente el informe anual, que da cuenta de la situación de los derechos humanos en todos y cada uno de los países del mundo.
La sección española cuenta hoy con 2.000 socios. La cifra es aún reducida, si se compara con los 20.000 de la organización francesa. El nuevo presidente, Fernando Baz, abogado, se muestra, pese a todo, optimista. "El crecimiento potencial de Al en nuestro país es enorme. España incluyó nuestras tres reivindicaciones fundamentales, la abolición de la pena de muerte y de la tortura y la libertad de conciencia, en el texto constitucional, que fue aprobado por la mayoría. Ahora intentamos que aquellos votantes, más o menos conscientes, den un paso de identificación activa. En los últimos meses, el crecimiento de la sección española ha sido espectacular".
José María Badía, miembro del Grupo 11 como Fernando Baz, profesor de la Universidad Politécnica de Madrid, es el responsable de formación, un nuevo sector de actividad al que la sección española comienza a prestar gran importancia. "Lo que me fuerza a trabajar en Al es la convivencia y la tarea común junto a personas con las que discrepo en casi todo lo demás", confiesa. "Es una formidable escuela de tolerancia. Además, tratamos de contagiar esta experiencia fuera de nuestro círculo. Hemos comenzado a dar charlas en centros de enseñanza y hemos registrado una acogida fantástica. La educación en el respeto de los derechos humanos interesa de forma evidente".
Entretanto, Al continúa recibiendo de vez en cuando mensajes de esperanza, como el que dirigió al grupo holandés que le había adoptado Hubert Matos, comandante de la revolución cubana, encarcelado durante veinte años por Fidel Castro, que consideró una conspiración la simple dimisión de su cargo: "No le debo mi libertad a Amnistía Internacional. Cumplí íntegra mi condena. Pero le debo la vida".
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