De una pagina de 'The Observer' al premio Nobel
El 28 de mayo de 1961 los ociosos lectores británicos de la edición dominical de The Observer, enfundados en el batín de cuadros y las pantuflas, sufrieron, mientras sorbían lentamente el desayuno, una impresión desconcertante. Desde la página 21 del respetable diario les contemplaba el rostro malencarado por el sufrimiento de un hombre anónimo. Sus dedos se agarrotaban entre las cuadrículas aceradas de una barrera de alambre, no se sabía si para intentar abrir algún hueco o simplemente para ayudar a soportar todo el peso de la desdicha, amontonado sobre la encorvada espalda. No abrigaban aquellos ojos sombríos ni un ápice de esperanza.Flanqueando aquella ventana de papel por la que asomaba el desconocido, seis fatografías. Un cardenal, un arzobispo, un médico y poeta, un filósofo, un pastor protestante, un comunista. Un negro y cinco blancos. Debajo, un titular a cinco columnas: Los prisioneros olvidados. El autor, Peter Benenson, un abogado británico procedente de las más reputadas escuelas del país, católico converso, había escogido para presentar a sus lectores seis casos representativos, de significación opuesta. Desde cualquier perspectiva política, aquella mezcolanza podía resultar irritante, hasta promiscua.
Allí estaba el húngaro Mindszenty, fotografiado con el capelo cardenalicio. Desde que fuera liberado por la muchedumbre de la prisión de Felsoepeteny, en 1956, había permanecido refugiado en la embajada norteamericana de Budapest. Un tal Agostino Neto, era poeta y uno de los cinco médicos africanos de la colonia portugesa de Angola. Con el tiempo llegaría a presidir su país. El reverendo norteamericano Asliton Jones, un pastor protestante de 65 años, había dado con sus huesos tres veces en otras tantas prisiones por manifestarse favorable a la igualdad de derechos de los negros, pese a tener la suerte de haber nacido con la piel blanca.
En cuanto al arzobispo de Praga, Josef Beran, conoció en su propia carne los campos de concentración de Theresienstadt y Dachau. Los nazis no habían pasado por alto el caracter político de sus sermones. En 1949 fue detenido por las autoridades comunistas de Checoslovaquia. No les había gustado otra de sus homilías, demasiado política. Constantin, Noica era un filósofo rumano. Expulsado de la universidad donde profesaba, había sido sorprendido, oculto en su domicilio, charlando clandestinamente de filosofía con algunos cómplices, colegas y antiguos alumnos en su mayoría. El delito de Noica era no ser comunista en Rumanía. El del sindicalista Toni Ambatielos, en cambio, era exactamente lo contrario: ser comunista en Grecia. Por serio había ido a parar a la prisión.
A partir de estos y otros ejemplos, Benenson reflexionaba sobre las raíces de la intolerancia de los Estados y señalaba la falsedad de las acusaciones con que en la mayor parte de los casos se condenaba a los disidentes de cualquier color. Esta simulación permanente le sugería una idea. Los Estados, los Gobiernos que practican la represión, son débiles, frágiles ante la. opinión pública interior y la de más allá de sus fronteras.
Imparcialidad a toda costa
El abogado londinense proponía movilizar a aquella fuerza oculta, ante la que los carceleros de los cinco continentes se habían mostrado temerosos, incluso antes de que llegara a manifestarse consciente y organizadamente. Benenson quería ofrecer una esperanza a los presos. Para ello lanzaba un llamamiento en favor de la amnistía para 1961. "El modo más rápido de liberar a los prisioneros de conciencia es la publicidad", escribía. "El éxito dependerá de la forma en que se estructure la campaña: será preciso que abarque todas las situaciones, que su carácter internacional y su imparcialidad política sean incuestionables".
El llamamiento produjo un impacto espectacular. Aparecieron editoriales y artículos en algunos de los más prestigiosos diarios del mundo. Lo que había sido concebido como una campaña puntual sobre unos cuantos casos concretos se convirtió en una organización muy compleja, que se extendió por los cinco continentes, de la mano de Sean MacBride, su presidente.
MacBride aportaba su experiencia diplomática, su conocimiento de los entresijos de la maquinaria estatal y sus relaciones. Había sido un brillante ministro de Asuntos Exteriores de la República de Irlanda. Pero, sobre todo, Regaba con un inagotable activo para la nueva organización: sus convicciones, templadas en la lucha y la costumbre de la derrota. Las pupilas de aquel hombre, casi guardaban íntegra la memoria de los sufrimientos y las persecuciones de que habían sido víctimas sus compatriotas, enfrentados al colonialismo británico. Su madre, Maud Gonne, era una heroína mítica de la resistencia, la Juana de Arco de Irlanda Su padre murió, fusilado por los ingleses, en mayo de 1916, después de que una cañonera hubiera aplastado la rebelión de un puñado de patriotas, dejando amontonados miles de cadáveres bajo los escombros de Dublín.
MacBride, que llegó a presidir el estado mayor del Ejercito Republicano del Pueblo (IRA) había vivido ya lo suficiente en los primeros años sesenta para considerarse relativamente pacifista y profundamente preocupado por la situación de los derechos humanos.
Durante muchos años fue el corazón y los pulmones de Amnistía Internacional (AI). Cuando en 1966 surgieron discrepancias en el equipo dirigente y Benenson dimitió, el irlandés siguió al frente de la nave. Supo imprimirle su sentido, británico pese a todo, de la moderación y el equilibrio.
Cada cierto tiempo, AI recopilaba cuidadosamente todos los ataques de que era objeto y los editaba en un folleto. Las críticas opuestas se neutralizaban y definían, con mayor nitidez, el perfil independiente y objetivo de su trabajo. MacBride fue galardonado con el premio Nobel de la Paz en 1974. Amnistía Internacional lo recibió tres años después, en 1977. Muchos Gobiernos, denunciados en sus informes, encajaron el premio como una bofetada. No era más que la última prueba de que AI tenía razón.
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