Antisemitismo
NO SE puede escribir esta palabra, antisemitismo, sin sentir la náusea por los siglos de persecución a los judíos, que culminaron con el intento de solución final en la Alemania nazi, sin recordar los vagones que cruzaban la Europa en guerra hacia los campos de exterminio. Los atentados del lunes en París contra judíos por el mero hecho de serlo evocan inmediatamente todas estas imágenes, que van del pogrom a la cámara de gas, y las humillaciones, discriminaciones y persecuciones de toda clase a lo largo de los tiempos.El hecho está inmediatamente relacionado con la brutalidad del cerco a Beirut por los soldados de Israel: aparece como una venganza, y se trata de suponer que han sido terroristas palestinos quienes lo han perpetrado. No es algo tan sencillo. Toda Europa, incluyendo España, está cubierta de cruces gamadas y de leyendas antijudías, sobre todo en la proximidad de las sinagogas y de los comercios judíos. Está ocurriendo así desde mucho antes de la invasión de Líbano. Numerosos grupos neonazis o neofascistas incluyen en sus propagandas el viejo tema del odio al judío. Y estos grupos toman ahora como pretexto las matanzas de Beirut. Pero su odio viene de mucho antes -podría decirse que desde el fondo de los siglos- y de otras enfermedades mentales.
La confusión entre los dos temas, el del Estado de Israel como potencia, en este caso, agresora y el de las poblaciones judías, de Europa, no debía prosperar. Es cierto que el propio Israel, y sus partidos religiosos, y sus fanáticos racistas, han procurado ellos mismos esa confusión desde el principio de su asentamiento, para obtener ayuda de los complejos de culpabilidad europeos; y que el sionismo se basó en esas persecuciones para buscar la creación de un hogar nacional. No es menos cierto que muchos judíos del mundo ayudaron y ayudan a lo que para ellos supone la idea de terminar una diáspora crudelísima. Pero también es cierto que muchos ciudadanos del Estado de Israel y muchos judíos del mundo desaprueban abiertamente el sistema expansionista que Beguin está llevando más allá del límite de lo tolerable. Evidentemente, estamos todos ya en el derecho de desligar la imagen del pueblo judío como mártir y como creador de alguno de los grandes hitos del pensamiento occidental contemporáneo -y los nombres de Marx, Freud y Einstein como organizadores de ciencia y pensamiento, sean cuales sean, las revisiones que se hayan hecho y se puedan seguir haciendo de sus teorías, no son más que un débil muestrario- de la del Estado militar y cerrado que practica a su vez una forma de racismo, y, muy concretamente, del grupo de gobernantes que deciden hoy esta aventura colonial de Israel.
Los judíos de Europa han presentado frecuentemente comunidades cerradas, grupos de intereses distintos, distancias con las sociedades dominantes. No se debe albergar ninguna duda acerca de que este cerco no ha sido creado desde dentro más que como manera de defenderse. La muralla nunca es culpa del que se defiende, sino del que ataca. Se ha hecho mucho por la disminución de esas barreras en todo Occidente; se había hecho mucho en una Europa que no ha tenido inconveniente en entregar sus Gobiernos a judíos preclaros -desde Disraeli hasta Leon Blum y Mendes-France, hasta hoy mismo, en la Austria de Kreisky- para conseguir la asimilación. La bestialidad de Hitler y su terrible inferioridad pararon ese movimiento, que se reanudó, incluso con mayor fuerza, y en forma de reparación, cuando los nazis perdieron la guerra. No hay que permitir que regrese. Y se sabe bien, por la desgraciada experiencia que no regresa solo: el nazismo es un bloque mental mucho más amplio. Cuando un gentil ve arder una sinagoga, no sólo debe pensar en la solidaridad humana con los judíos atacados y asesinados, sino en que también él está en peligro.
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