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Tribuna
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Suárez y el centro

Cuando Adolfo Suárez se hizo cargo del Poder -julio de 1976- nadie sospechaba que su gestión política iba, por fin, a hacer posible la restauración democrática en España -sin rupturas dolorosas, sin retornos al enfrentamiento armado-: el lastre de nostalgias franquistas que atenazaba al presidente Arias Navarro había dado lugar, en los ocho primeros meses del reinado de don Juan Carlos, a una situación límite, mediante un tira y afloja cada vez más penoso, en el que estuvo a punto de naufragar el carro de la reforma política, reducida a cierta permisividad no oficializada, y sujeta a bruscos tropiezos de peligrosísimas consecuencias -la tragedia de Vitoria, los sucesos de Montejurra-. La designación del nuevo presidente causó estupor y desgarramiento de vestiduras: baste recordar aquel prietencioso dictamen de Ricardo de la Cierva -"error, inmenso error"- con que el ilustre biógrafo de Franco se acreditó para siempre como lince desvelador del futuro.Suárez se limitó a afrontar modesta, pero resueltamente, la expectación general, poniendo de inmediato manos a la obra. Su primer propósito -su primera oferta- se reducía a "elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal", afirmando que su Gobierno no representaba opciones de partido, "sino que se constituiría en gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos". Aun antes de que naciera oficialmente UCD, Suárez desplegó, con tenacidad y ponderación, compensadas con una audacia juvenil estimulada por el entusiasmo, un auténtico programa centrista. Su primer triunfo fue conseguir que las últimas Cortes franquistas respaldasen, según la legalidad aún vigente, la reforma que se proyectaba. El segundo fue obtener para esta empresa el respaldo de la inmensa mayoría del censo, en la memorable consulta de diciembre de 1976. Aquel respaldo popular deshizo las últimas reservas de los partidos situados extramuros del franquismo, y la definitiva apertura del cauce consensual preconizado por la Corona. Entre aquella masiva movilización del pueblo español en favor de la reforma sin ruptura y las elecciones a Cortes de junio de 1977, la aceleración del proceso que llevaría a la recuperación de una libertad plena registró todavía dos jalones decisivos: la apertura a las autonomías históricas -Cataluña y el País Vasco- y el reconocimiento -la legalización- del Partido Comunista. La primera avalaba el propósito de desplegar un nuevo esquema configurador del Estado, ateniéndose a realidades históricas tenazmente ignoradas por la tradición centralista de cuño decimonónico; el segundo era condición indispensable para poner fin, de hecho, a la guerra civil. Así fue posible la concurrencia de todos los partidos reales a las elecciones de 1977; y del acuerdo de todos surgió la elaboración consensuada de la Constitución de 1978.

En vísperas de las elecciones había tomado forma, a través de un nuevo partido -UCD- lo que era ya política viva en el programa y en la actuación de Adolfo Suárez. Ese programa y esa actuación habían tenido, por encima, y a través de sus realizaciones concretas, una doble virtud: aislar a la derecha pura -empeñada en mantener intangible el legado franquista, esto es, la vigencia del espíritu de guerra civil, la famosa dicotomía España y anti-España- y moderar a una izquierda que acabó por abandonar sus viejos revanchismos, latentes desde 1939, para aceptar la llamada a la reconciliación nacional que formuló desde el trono don Juan Carlos en_el primer día de su reinado.

El comienzo de las dificultades

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Paradójicamente, la culminación de un proceso que significaba el triunfo de sus propias tesis políticas coincidió con el comienzo de las dificultades y los desasistimientos en torno al presidente Suárez. La guerra que se le hizo desde los reductos de la derecha ultra empezó a hallar ecos en las filas del centrismo, porque muchos ucedistas que en principio creyeron ver, tras las afirmaciones de su jefe, una simple táctica para simular el cambio sin que nada sustancial se alterase empezaron a comprobar que el cambio iba de veras. No deja de ser curioso que las acusaciones de engaño o traición, tan a menudo lanzadas contra Suárez, hayan sido motivadas, en realidad, por la fidelidad efectiva del presidente a sus promesas electorales. Prometer la restauración democrática poniendo el veto al PCE hubiera sido una inconsecuencia y una ficción. Brindar como programa un repudio del centralismo a ultranza que encarnó el régimen franquista y no aceptar, sin reservas, el restablecimiento pleno de las autonomías suprimidas tajantemente por el franquismo, brindándolas como modelo a los otros pueblos de España, era una contradicción y una insinceridad. Hablar de justicia social y no dar paso a las imprescindibles reformas del régimen fiscal, que hizo efectivas Fernández Ordóñez, suponía no ya un engaño, sino una burla. Afirmar la pretensión de poner fin legal a la guerra civil sin proclamar una amnistía verdadera -no el tírnido remedo que perpetró Arias Navarro- y sin modificar sustancialmente los artículos del Código de Justicia Militar que seguían manteniendo la inicua calificación de rebeldes para aquellos que en julio de 1936 se negaron a rebelarse significaba un fraude monstruoso.

No fue, pues, Suárez, quien faltó a sus promesas engañando a los que creyeron en él: cumplió, por el contrario, lo prometido, yendo más allá, incluso, de lo que había hecho esperar. En cambio, se engañaron quienes pensaban en hacer del suarismo una ficción para que a través de ella perdurase la esencia del régimen, al que, en realidad, y pese a sus palabras, pertenecían visceralmente. Desde ese momento comenzaron en la familia ucedista las deserciones y las invectivas, y los contactos con aquellos que, desde la derecha irreductible, entendían que era "no gobernar" el despliegue de una tarea de gobierno tan ingente como la que se estaba realizando; los mismos que apuntaban como fallos o fracasos del presidente cuanto escapaba, obviamente, a las posibilidades de éste -reducir la crisis económica creando por arte de magia una isla de prosperidad española en medio de un mundo en crisis; acabar con un terrorismo que nació y creció a favor de la intransigencia franquista y que, pese a haber llevado a cabo sus máximas violencias durante la dictadura (el espantoso atentado contra Carrero ocurrió en 1973), ahora se quería presentar como surgido bajo el suarismo-. Si la moderación de Suárez tuvo, por una parte, la virtud de dejar ver, a plena luz, los rasgos reales de la derecha abrupta, enardecida contra él y, por otra, la de moderar a la izquierda constructiva, provocó también, inevitablemente, la clarificación del propio centrismo y la exasperación de la izquierda extrema, a la que estaba arrancando su razón de ser. De aquí que surgieran pronto las extrañas, pero explicables, convergencias entre los atentados terroristas y las nuevas apelaciones a una cruzada salvadora: convergencias contra la estabilidad del sistema de centro creado por Suárez y contra la democracia que aquél había hecho posible.

El año de la gran prueba

En realidad, las oposiciones al suarismo tomaron cuerpo amenazador después de las elecciones de 1979, y las agravó el deseo del PSOE de abrir camino a su propia opción de gobierno -dejando a un lado la línea consensual mantenida hasta entonces con UCD- y la inquietud, ya descubierta, de los propios ucedistas que nunca habían adoptado sinceramente esa misma línea en que se basaba la política de Suárez o que se consideraban llamados a administrar a su aire lo ya conseguido por el líder del centro. A favor de este cuadro (el asalto contra Suárez, emprendido descubiertamente por el socialismo y encubiertamente por un sector de la propia UCD) empezaron a actuar, desde la conspiración ultra los que, a su vez, no pretendían otra cosa que acabar con la democracia, y que conectaron fácilmente con los sectores del Ejército que no habían asumido nunca la realidad del cambio.

1980 fue el año de la gran prueba. La moción de censura patrocinada por el PSOE fracasó en abril; pero toda la etapa que siguió se tradujo en una búsqueda de contactos -a derecha e iz

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quierda- para lograr una ampliación de la ofensiva que había resultado insuficiente en las Cortes. La crisis del centrismo, a la que Suárez pretendió hacer frente con la remodelación de su Gobierno en septiembre, se hizo incontenible, y hubiera tenido su expresión efectiva de llegar a plantearse una segunda moción de censura. Ahora sabemos que fue esta la razón que aconsejó al presidente el abandono del Poder en enero de 1981: era preciso evitar la ruptura, la escisión del partido que él mismo había creado. Suárez ignoraba entonces que su salida del Gobierno iba a tener por consecuencia el desconcierto -la desarticulación- del otro frente alzado contra él: el de los conspiradores del Ejército y, concretamente, del gran inventor de la idea de reconducir el proceso democrático por vía anticonstitucional (el general Armada).

Fue así como el presidente dimitido prestó su mayor servicio a la democracia que él había restablecido, desvirtuando de hecho el golpe cuando ya no estaba en el Poder -o, precisamente, porque no estaba ya en el Poder-. Y en la famosa tarde del 23-F fue Suárez quien -en solitario, junto al general que mejor encarnaba la cara civilizada del Ejército, esto es, el reverso del sector golpista, Gutiérrez Mellado- salvó la dignidad de las Cortes humilladas por la fuerza bruta con su gallardía personal, sellando enérgicamente su vocación y su compromiso democrático.

Los señores muy importantes

Ha pasado un año y medio desde aquella fecha. El Gobierno Calvo Sotelo, tan abrigado por la clase política -la que está en el Poder y la que sigue en la oposición- como nunca lo estuvo Adolfo Suárez, ha desmentido con creces, en la práctica, su famosa credibilidad. Pese a los gestos teatrales de primera hora, resulta hoy innegable, para cuantos hemos seguido con preocupación e inquietud creciente la marcha de la política en -el país, que el presidente ha vivido y vive bajo la obsesión y la presión de los poderes fácticos. La reconversión autonómica -la famosa LOAPA- no ha sido precisamente un factor de estabilidad. La preparación, el desarrollo y el desenlace del famoso juicio (el juicio por antonomasia) sólo pueden entenderse como un estrepitoso fracaso de la táctica seguida por Calvo Sotelo (el tancredismo). Insisto: su supeditación a las presiones de los poderes fácticos agazapados tras el 23-F ha sido, en general, evidente. (Por supuesto, esa situación inclinada a la derecha provocaría una ruptura estrepitosa por el lado socialdemócrata del partido, sin lograr como contrapartida una reafirmación de la unidad en su seno: de pronto, la escapada hacia la gran derecha puso de manifiesto que, marcada una orientación, para muchos carecía de sentido no seguirla hasta sus últimas consecuencias). El fracaso de Calvo Sotelo en la dirección del partido obligaba a reconsiderar la anulación efectiva de Suárez en las claves de la gran formación centrista. Fue entonües cuando, al parecer, el presidente advirtió al ex presidente: "Adolfo: fuertes presiones de señores muy importantes se oponen a tu regreso a la presidencia dé UCD". Si faltaba una última evidencia de cuánto los famosos poderes fácticos representaban cerca de Leopoldo, ahí estaba, nítida. ¿Cómo extrañarse de que, después de eso, Suárez prefiriese abandonar UCD -la UCD que él fundara- para salvar al verdadero centro, un centro independiente y unido, polarizador de una corriente de opinión moderada viva aún en la sociedad española?

No hace mucho subrayaba yo, desde estas mismas columnas, la necesidad de que, durante el previsible turno socialista, se reconstruyera el centro -a través de UCD o al margen de UCID-. Pienso ahora que esa reconstrucción será más fácil con arreglo al criterio y la vocación del duque de Suárez que según el esfuerzo -innegable, pero me temo que baldío- de Landelino Lavilla. En su conferencia de Prensa, Suárez ha demostrado nuevamente talento, intuición, capacidad de reflejos y, sobre todo, una gran dosis de equilibrio y de humildad. Todavía hay muchos que, no hallando otras armas con que desprestigiarle, acuden al tópico de su falta de preparación -olvidando la realidad de una experiencia tan difícil de lograr como la que él ha acumulado sobre sí en plena juventud- y su escaso bagaje intelectual -aun siendo cosa tan evidente que nunca ha estado en relación directa el nivel de cultura científica con el acierto en política-. A estos demoledores habría que repetirles la frase con que certeramente replicó el propio Suárez a una interpelación en su conferencia de Prensa del Ritz: "Fraga acostumbra a decir que yo no tengo nada en la cabeza. Yo le respondo siempre lo mismo: que quizá tengo pocas casas, pero estoy firmemente convencido de ellas. Una de estas cosas es el deseo de aprender. Y que quizá él tiene tantas en la cabeza que no le queda sitio para el sentido común".

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