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¿Un 'oscar' para nuestra democracia?

Ciertamente no han faltado alabanzas sinceras y, a veces, intensas para nuestra democracia española a pesar de todos sus pesares. Pero todavía nadie había pensado en llegar a tanto Como concenderle un oscar.

Y lo digo desde mi condición de andaluz y desde mi afecto a un viejo amigo como es Oscar Alzaga. ¿Quién no añora aquellos años difíciles y al mismo tiempo bonitos de Cuadernos para el Diálogo?

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Pero la cosa es que precisamente ya entonces discutíamos profundamente la posibilidad, la probabilidad y la utilidad de un trasplante del modelo italiano llamado Democracia Cristiana a los viejos lares de la piel de toro. Yo siempre dije a mis amigos italianos que, desaparecida la dictadura, no se daría en España el "fenómeno democristiano", aunque fuera posible la existencia de un partitino que se adornara con ese nombre.

La historia me ha dado la razón: el "fenómeno democristiano" significa que un determinado partido (o movimiento) político se apoye en el prestigio que indudablemente tiene el cristianismo en un país para presentarse con su apellido como algo consustancíal a él.

También fue por aquellas calendas cuando publiqué un libro, traducido a seis idiomas, que se llamaba El cristianismo no es un humanismo. La autoridad eclesiástica no puso obstáculo, excepto cuando estaba por aparecer en Italia. El Santo Oficio (que se había cambiado el carné con el nombre de Congregación de la Doctrina de la Fe) quiso empapelar mi obra; pero graciai a la intervención enérgica de mi obispo de entonces, que se personó en Roma para defenderme totalmente, la cosa se llevó a término.

Afortunadamente, la jerarquía católica española, escaldada en el hervor del ya fenecido nacionalcatolicismo, mantuvo una prudente reserva y una loable distancia frente a las opciones políticas concretas de sus fieles, llegando incluso hasta hacer la vista gorda de ciertas militancias de clérigos a partidos abiertamente situados, a la izquierda. Pero ahora vemos que de pronto surge un partitino que, por supuesto, no se atreve a llamarse descaradamente democracia cristiana, sino que dice inspirarse en el "humanismo cristiano".

En primer lugar, yo sigo firme en mi tesis (que en general fue integrada en la constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II) de que el cristianismo es una fe -en todo caso, una religión-, pero de ninguna manera es una cultura. No debería haber "humanismo cristiano", sino "cristianismo humanista". O sea: el cristianismo nace como una fe que puede aculturarse a diversos espacios: culturales, éticos e incluso religiosos.

El primer intento de crear un "humanismo cristiano" lo hizo la derecha judaizante de la primitiva Iglesia: ellos eran unos nostálgicos del judaísmo y pensaban que la única manera de ser cristiano era la de pasar previamente por el judaísmo. Fue san Pablo el que se levantó contra este intento de monopolio, en cuyo fondo no había solamente un problema religioso, sino político y nacionalista: Jerusalén dejaría de ser la ciudad sagrada por excelencia.

Incluso dentro del cristianismo griego o pagano san Pablo vio bien que el caudal de la moral estoica fuera "tenido en cuenta" (Fil. 3, 8), ya que el cristianismo no implicabade suyo un determinado modelo de ética, aunque lógicamente las podría condicionar a todas.

Finalmente, fue un césar romano, Constantino, él que comprendió que barnizar su política con el adjetivo cristiano le traería muchas ventajas políticas.

Y así lo hizo. De allí nació lo que posteriormente hemos llamado cristiandad, o sea, la utilización del prestigio popular del cristianismo para imponer determinados modelos políticos, sociales y económicos.

El daño que lafe cristiana le ha hecho a la cristiandad lo hemos comprobado en nuestra propia historia, siendo la última etapa la que en expresión feliz y moderna hemos denominado "nacionalcatolicismo".

Tampoco dudo que alguna gente de iglesia se vea tentada de aplaudir e incluso animar algo que en un primer momento le puede deslumbrar y atraer. Algo de eso se ha urdido por los pasillos clericales.

Sin embargo, estoy seguro de que la robustez de la fe del pueblo cristiano (no de la clientela eclesiástica), la lucidez de nuestros teólogos y el sentido evangélico de buena parte de los pastores impedirán que esta vez la Iglesia vuelva a caer en la tentación satánica, vieja ya desde dos mil años (Mt. 4, 9-10).

Y así, quedando en pie la necesaria no injerencia de la Iglesia en asuntos técnicos de la política, puede darse la posibilidad de que desde los libros de teología, desde las pastorales de los obispos y desde los púlpitos la Iglesia se vea obligada a descalificar a grupos o movimientos políticos que pretenden atraer a las ovejas descarriadas con la ramita del mágico adjetivo cristiano.

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