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España y las Españas / 2

No sería equitativo acusar simplemente a nuestros gobernantes -o, en general, al estamento político- de incomprensión del problema capital de las Españas. Porque, a decir verdad, la mayoría de los españoles no rayamos en tal punto a mayor altura. En realidad, andamos por debajo.Y no puedo excluir, ¡ay!, a quienes por sensibilidad y oficio debieran estar en mejores condiciones para dejarse penetrar por esos hechos diferenciales, que son muy honda y esencialmente de índole cultural: me estoy refiriendo a los intelectuales. Por fuerza tiene que dejarle a uno, cuando menos, perplejo ver cómo ciertos escritores españoles provistos de una lengua, el castellano, sin graves problemas de integridad y con trescientos millones de hablantes se desentienden del arduo problema de la recuperación de una lengua hermana, el catalán -que, a veces, ni siquiera se toman el fácil trabajo de aprender-, y aún tildan a quienes pretenden tal recuperación de agresivos e imperialistas; para un escritor de raza, la lengua es la patria, y negarle su lengua a otro escritor es negarle su patria.

Dejemos ser a los catalanes, los vascos, a los gallegos o a los andaluces lo que son dentro del conjunto nacional español, lo que auténticamente son como naciones o comunidades diferenciadas, ayudémosles a serlo, y entonces exijámosles la debida solidaridad entre iguales. Y mientras no se haya restablecido esa igualdad, esa autenticidad del ser lo que se es, el idioma castellano (impuesto, a veces, autoritariarnente desde hace siglos) no podrá tachar de agresivo al hermano idioma catalán y a la cultura que en él se expresa. Y no se me olvidará nunca una curiosa frase leída hace ya años, creo recordar que en La Vanguardia, en que Julián Marías advertía a quienes defendían la recuperación del catalán como lengua nacional de Cataluña, que algún día se les habría de pedir cuentas por el menoscabo infligido a la ilustre lengua de Cervantes.

Reivindicación de la diferencia

El hecho es, volviendo al hilo de nuestro tema, que desde los últimos tiempos del franquismo, y en particular desde la instauración de la democracia, la diversidad nacional española aflora e irrumpe con un vigor, con una violencia eruptiva, demencial a veces (como en el caso vasco), que son corolario de una larga historia de represión y de silenciamientos brutalmente impuestos. Este fenómeno español coincide con todo un movimiento universal de los pueblos oprinúdos, de las minorías nacionales coartadas y de los grupos sociales menospreciados que reivindican, a veces con las armas en la mano, su identidad cultural, nacional o social frente a los poderes opresores del imperialismo del Oeste como del Este, a la tecnología ideologizada y uniformizadora, y a las culturas dominantes, esencialmente las occidentales.

Yo creo que esta reivindicación universal de la diferencia, del derecho a la diferencia, surge de la base misma de la sociedad superindustrial estatalizada o burocrática. Dicho muy sucintamente, me parece que el dilema central de nuestros días consiste en que la supervivencia misma de la humanidad exige la organización, un grado cada vez mayor de organización y, por tanto, de desarrollo estatal; pero, al mismo tiempo, esa organización creciente e invasora, sin la cual la humanidad va derecha a su hecatombe-suicidio-ejerce sobre el individuo, solo o en sus comunidades naturales, una presión cada vez más insoportable que amenaza con vaciarlo de libertad y de autenticidad, con reducirlo a instrumento robotizado de un designio impersonal y deshumanizante. Como reacción surgen los diversos movimientos contestatarios, las reivindicaciones contra culturales, el retorno de ciertos irracionalismos mágicos, místicos o religiosos, la resurrección de viejas culturas minoritarias o regionales arrinconadas desde hace siglos o de culturas tradicionales oprimidas por la cultura dominante interna o externa (piénsese en los negros norteamericanos, por ejemplo).

Por doquier, reivindicación de la diferencia, de la identidad, de la singularidad irreductible. Como se dice en un texto reciente de la Unesco: "La afirmación de la identidad cultural es la condición primordial para el advenimiento de un nuevo orden internacional basado en el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos y en el reconocimiento de la dignidad igual de todas las culturas. La aceptación de la diversidad cultural en el seno de una comunidad y la conciliación entre pluralismo cultural y unidad nacional constituyen algunos de los mayores desafíos que habrán de afrontar las políticas culturales en el porvenir".

Y añadiré aquí unas palabras tanto más significativas cuanto que provienen de un escritor miembro de una minoría nacional soviética, el kirguís Chuinguiz Aitmatov, ajuicio del cual está hoy en juego en todo el mundo "el destino de las culturas nacionales de los pueblos pequeños y, en primer lugar, el de sus idiomas, ya que sin una lengua propia es difícil concebir el desarrollo de una identidad nacional. El idioma es el componente esencial de la cultura nacional y el medio para su desarrollo. Todo idioma constituye un fenómeno único, resultado de la creación genial de un pueblo. Con la desaparición de un idioma se pierde algo valiosísimo". ¡En cuántos puntos son estas palabras de la Unesco y del kirguís Aitmatov perfectamente aplicables al presente y al futuro de nuestra situación política y cultural.

La lengua y la esperanza

He dicho que el movimiento de diversificación nacional intraespañola coincide con esta tendencia universal, ya arrolladora, a la afirmación de la identidad cultural. Pero creo también que el movimiento español es distinto. Por lo pronto, es mucho más antiguo, ya lo he señalado: procede de la fase inicial de creación de los pueblos ibéricos entre los siglos X y XIII. La realidad histórico-geográfica de nuestro país es plurinacional desde el principio: España comenzo siendo las Españas. Los primitivos reinos cristianos de la Península (León, Castilla, Navarra y Vasconia, la Federación catalanoaragonesa, Valencia ... ) convivieron durante siglos en plena independencia; pero la herencia romana, las tradiciones comunes, la comunidad de religión, los intereses materiales compartidos, las afinidades físicas... contribuyeron, según escribe el gran historiador catalán Pedro-Bosch Gimpera, "aformar la conciencia de que España constituía una entidad espiritual por encima de las independencias de los Estados y sin admitir hegemonías de unos sobre otros".

España, por entonces, no aparecía, a los ojos de sus habitantes, como "una entidad política uniformada", y menos aún como una nación, apunta Bosch Gimpera. ¿Habrá que recordar que, por ejemplo, Cervantes hablaba de "nación vizcaína" refiriéndose a la Vasconia o Euskadi actual? No podemos sino trazar aquí un sucinto esquema de la evolución posterior del conjunto plurinacional español. Recordemos, simplemente, que con los Austrias y su absolutismo centralista perdieron los pueblos españoles sus libertades nacionales, empezando, no se olvide, por Castilla, seguida por Aragón y Cataluña (con la funesta consecuencia de una larga guerra entre los Austrias y el Principado). Y téngase bien presente que, como dice el catalán Rovira y Virgili, "no fue Castilla la que oprimió a Cataluña, sino la Casa de Austria". Las últimas libertades nacionales de Cataluña, más las de Valencia y Mallorca, se perdieron en la guerra de Sucesión, con la iinplantación de una nueva dinastía extranjera, los Borbones, y el Decreto de Nueva Planta. En 1832 se abolían prácticamente los fueros de Vasconia.

El fenómeno español de asimilación centralista uniformizadora puede ser comparado al de otros países europeos, como Francia. Pero lo que es realmente peculiar de España es que la asimilación, que tan rotundo éxito tuvo en Francia, en España no supo acabar con los irreductibles rescoldos de unas nacionalidades suprimidas en el papel de la ley y reprimidas por la fuerza, pero siempre latentes en la vida privada y social de las gentes.

Ello explica el espléndido vigor de la Renaixença catalana a partir del segundo tercio del siglo XIX y el poderosd movimiento fuerista en Vasconia, nacido al socaire de las guerras carlistas, pero sin confundirse con ellas.

Unas naciones que parecían haber quedado reducidas a simples particularismos más o menos falklóricos, resurgían impulsadas por una conciencia nacional que, sin pretender romper -o al menos no siempre- los lazos seculares que las unían a los demás pueblos españoles, afirmaban enérgicamente una identidad cultural y política propia. Y es que, como dice Montesquieu, "mientras un pueblo vencido no ha perdido su lengua, puede conservar la esperanza".

Francisco Fernández-Santos es escritor.

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