Irlanda mágica
Las dos obras maestras de Joyce están escritas con un lenguaje de hermetismo mágico. Borges dijo de ellas que en uno solo de los días del hombre se hallan contenidos todos los días del tiempo. El soliloquio del Ulisses transcurre en una jornada del mes de junio de 1904. El casi indescifrable sueño críptico de Finnegan's Wake se desarrolla en una noche. Símbolos y números escoltan el interminable desfile onírico de héroes y dioses, reyes y aventureros, Tristanes e Isoldas de la historia, protagonizados por el entorno vulgar y sórdido de las gentes cotidianas en una inmensa comedia universal inspirada en la teoría cíclica del napolitano Vico.La magia es la transposición física de las acciones de cuerpos, simbólicamente conectados en el espacio, y la simultaneidad durable de cosas diversas en el tiempo. Es llamativa esa coincidencia sustancial de la obra de Joyce con la de Marcel Proust. Este último, como explorador del tiempo vivido -y perdido- y recuperado con la resurrección de la memoria. Y el genio irlandés, condensador supremo del tiempo vital en el soliloquio mastodóntico de una sola jornada. ¿Cuál será la cadencia misteriosa de nuestro planeta, en su giro por el espacio, que inclinó a dos maestros contemporáneos europeos de la literatura a perseguir obsesiva y paralelamente el flujo del tiempo? ¿Qué razones profundas inclinan al espíritu humano a buscar las mismas cosas simultáneamente? ¿Por qué Newton y Leibnitz descubrieron -en la polémica incidencia todavía no resuelta- cada uno por su lado, en Inglaterra y Alemania, el cálculo infinitesimal a fines del seiscientos?
La de Irlanda es una historia viva que se alimenta de ensueños. No hay quizá en Occidente un pueblo tan consciente de su diferenciada identidad. Cada irlandés es un mundo y Eire es el universo que los contiene. Lo que afirma la personalidad humana individual o colectiva es el desafío del adversario o las contrariedades del destino. Invasiones y guerras; ocupaciones militares y fanatismos; hambres colectivas y exilios; emigraciones masivas; tales fueron durante varios siglos los golpes de buril que fueron labrando la estatua de la actual República irlandesa "con su terrible belleza al nacer", como cantara el poeta.
La fe en la democracia liberal y parlamentaria se identificó con el nacionalismo activista desde el alzamiento de la Pascua de 1916. En la maravillosa biblioteca del Trinity College de Dublin -"el long room"-, al término de la severa sucesión de las estanterías labradas en maderas oscuras, escoltadas por los grandes ventanales, se halla enmarcado un. ejemplar del primer manifiesto rebelde del Gobierno provisional de Irlanda, cuyo papel amarillea al cabo de los años. En su texto se anunciaba una rigurosa fidelidad a la voluntad nacional expresada en elecciones libres capaces de elegir un parlamento soberano, en su día, después de conseguida la victoria del alzamiento. Un puñado de iluminados eran los que entonces lucharon desesperadamente, casi desarmados, contra el poderío militar británico. Fueron destruidos y ejecutados en su mayoría. Pero su compromiso nacional y político se hizo realidad unos años después, al llegarse a la independencia, no sin tremendos y sangrientos episodios intermedios. Hoy es Irlanda un pacífico ejemplo de vida cívica y de plenario ejercicio de una soberanía. Los grises y bellos edificios de la etapa británica han sido reconvertidos al uso público respetando su arquitectura y gran parte de su originario contenido mobiliario y pictórico. Las estatuas regias de Londres desaparecieron de las calles, salvo la del príncipe consorte Alberto, que pasó del centro del patio neoclásico de un palacio a una de las esquinas del parque. Todavía se alza -en cambio- el erecto obelisco en memoria de Wellington, que venía de antiguo linaje anglo-irlandés, en el inmenso parque de Phoenix, en el que se levanta la residencia del presidente de la República. Dicen que es tan sólido el basamento del obelisco que han fracasado cuantos intentos de hacerlo desaparecer han fraguado los hombres del IRA. Quizá sea por el recuerdo de los soldados irlandeses, qué fueron uno de los elementos decisivos de la victoria militar sobre Napoleón, por lo que la columna se conserva entera. En Waterloo y en nuestra guerra peninsular, cayeron miles de ellos mandados por Wellesley, después de luchar valerosamente contra las tropas de Bonaparte.
Irlanda, independiente, navega en el europeísmo con rumbo propio. Es a la vez activo miembro del Consejo de Europa y de la Comunidad y defensora a ultranza del neutralismo. No forma parte de la Alianza Atlántica, a pesar de su estrecha vinculación clon Estados Unidos, en cuya población actual existen casi cuarenta millones de ciudadanos de sangre irlandesa. Nueva York es, con Liverpool, una de las grandes ciudades irlandesas del mundo. El peso del factor irlandés en la política norteamericana ha ido aumentando desde la llegada de John Kennedy a la Presidencia, con todo lo que significó de aceptación del catolicismo de la costa este de Estados Unidos, en el turno normal del poder político.
Visité Dublín a finales del pasado junio para asistir a la minisesión europea del Consejo de Europa. Eran unos días típicos del verano irlandés, con resol tibio y una lluvia amable que se resistía gentilmente a mojar al transeúnte. El centenario de Joyce se había celebrado pocas semanas antes con afluencia masiva de celebridades, inauguración de un busto y homenajes públicos. Es sugestiva y sorprendente esta final reconciliación del gran poeta y profeta literario con la ciudad que lo ignoró en el desdén y lo persiguió con la censura contra su prosa desbotonada. Para muchos europeos y americanos de hoy Dublín es un ensueño de Joyce por la maestría con que supo hallar un temblor poético, en la mezquina vida de la pobreza circundante de la ciudad de su juventud, anclada en la amargura de su opresión y en el fanatismo de sus creencias intransigentes.
¿Hasta qué punto son las ciudades fruto de la visión literaria de los escritores? El Madrid de Galdós y de Baroja, el Oviedo de Clarín, el Bilbao de Unamuno y Zunzunegui, el París de Balzac y de Hugo, el Londres de Dickens, ¿corresponden estrictamente a una realidad vivida o nacieron en la imaginación creadora del novelista o del poeta? Joyce conformó la silueta del Dublín de su mocedad ante sus lectores de hoy. En las calles animadas o en las tabernas cerveceras de la capitál el visitante discurre ahora en búsqueda del mito literario que las describió.
La Irlanda campesina, verde y primitiva, surcada de ruinas monásticas y rastros prehistóricos, alberga las huellas célticas que definen a esa misteriosa cultura europea de los finisterres atlánticos que son Bretaña, Irlanda, Gales y Galicia. La costa oeste de Irlanda es uno de los parajes más bellos y bravíos de Europa, de esos que Flaubert decía que era capaz de apretarlos contra su corazón. El general De Gaulle visitó estos lugares pocos meses antes de su muerte como un altivo y gigantesco monarca depuesto. Dicen sus acompañantes que transitaba en silencio, a grandes zancadas, por el borde del acantilado irlandés. ¿Qué mirarían los celtas desde sus balcones de roca y pradera colgados sobre la mar? ¿Buscaban un mensaje en el sol del ocaso? Unamuno creía que contemplaban el mar con nostalgia porque en ellos quedaba la memoria subconsciente de la Atlántida hundida, que acaso fueron su civilización y su capital perdidas en el maremoto legendario.
Lo céltico representa en Irlanda un elemento básico para entender el sentir popular. Un escritor bretón francés, Xavier Grall, hablaba recientemente del común denominador de estas culturas: "Somos", decía, "los hijos de la noche, los que hablamos las más viejas lenguas de Europa, los que resistimos a los dioses de Roma con nuestra mitología naturalista, los que no hemos separado jamás la poesía de la política. Nos llaman románticos. Y es cierto. El romanticismo céltico vuelve: es aventurado, peregrino, viajero, religioso y algo místico". Palabras que podían en buena medida aplicarse al espíritu irlandés.
El aura que envuelve a estos hombres y mujeres del Eire tiene un signo inconfundible, caluroso y comunicable que los españoles perciben quizá mejor que nadie. Nuestras afinidades electivas resuenan como el tañido de un bordón interior común en la historia de ambos pueblos. Un senador irlandés me manifestó su sorpresa y satisfacción ante el minucioso y exacto conocimiento que el rey Juan Carlos tenía de la ubicación de los restos de los galcones de la Invencible, hundidos frente a las costas de Cork y del canal de San Jorge. El mito de los náufragos de la Armada y de su descendencia morena y numerosa aflora con frecuencia en el contacto popular. Otro parlamentano me relataba su visita al pueblo vallisoletano de Wamba, en búsqueda de las huellas de este personaje visigótico que encarna el mito del desapego al poder. Muchos colegas parlamentarios habían visitado el prodigio estético del colegio de los irlandeses de Salamanca y leído los nombres de los escolares de hace tres siglos, grabados a cuchillo en los bancos y mesas de las aulas. ¡Cuántos O'Neill, O'Donnell, O'Reilly, O'Lawlor, O'Farrill, O'Connor fueron evocados en las sobremesas de nuestra visita como protagonistas de las historias respectivas de nuestros dos pueblos!
La lengua gaélica es difícil para el profano, incluso en su pronunciación, que requiere hermenéuticas especiales. Pero es admirable el hecho sociológico y cultural de que hayan sido escritores de Irlanda quienes manejaron en los últimos siglos, soberanamente, la lengua inglesa, moldeándola en cauces de belleza y a veces de sorprendente modernidad. Swift, Burke, Sterne, Wilde, Shaw, Joyce son una impresionante serie que ilustra ese aserto. Para terminar en Yeats, el grave poeta de la Irlanda mágica. Fue él quien anunció, poco antes de morir, en 1939, que todavía en los tiempos venideros había que contar con la "indómita Irlandería".
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