El baile en Radiotelevisión Española
EL CESE de Robles Piquer como director general de Radiotelevisión Española, a los nueve meses aproximadamente de su nombramiento, repite, en cuanto a cómputo temporal, un período semejante al que cumplió al frente de ese organismo su antecesor, Fernando Castedo. No es raro, por ello, que se empiece a estimar este cargo, en virtud de su repetida duración nuevemesina, como puesto embarazoso. Por otra parte, los preludios de estas dos dimisiones han venido acompañados de oscilantes presiones, espasmos cíclicos y tortuosos movimientos internos entre maniobras y conveniencias oportunistas de los partidos. En suma, lo que está concebido estatutariamente con la naturaleza de ente público ha sido convertido, entre intrigas de partido y convulsiones endógenas, en una cuestión privada.A estas alturas, y cuando en un plazo inferior al año y medio se han sucedido tres directores al frente de esa dirección general, ¡lo es dado pensar que se esté actuando con la mínima coherencia ni con la competencia debidas respecto a la responsabilidad y contenido de ese cargo. La imagen que correspondería a una radiotelevisión constituida como ente estatal cae despedazada ante la evidencia de haber sido convertida en instrumento alternativo de UCD o AP, íntimamente sujeta a los tropiezos y veleidades del partido del Gobierno. Y es de este modo, contemplando lo que del estatuto radiotelevisivo ha hecho el particular proceder gubernamental, como se entiende el agitado baile de directores.
No se pone en cuestión aquí, por supuesto, la oportunidad del cese, la dimisión o lo que sea de Robles Piquer. Un largo catálogo de incompetencias en la programación y de parcialidades en el tratamiento informativo aconsejaban su relevo al frente de un organismo que sufragan todos los españoles y que ha de servir con el mayor grado de objetividad y pluralidad a los intereses y preocupaciones de los diferentes grupos que integran la sociedad española. Lo que se cuestiona aquí, en realidad, no es el cese, sino el nombramiento previo que ha hecho inevitable este último (¿quién puede sorprenderse, tras la trayectoria pasada de Robles Piquer, de la manera como ha llevado a cabo su gestión?). Leopoldo Calvo Sotelo no sólo vulneró moralmente el Estatuto de RTVE al forzar la dimisión de Castedo, sino que ahora está bastante claro que lo vulneró torpemente, designando para el cargo a quien no debía. Todo ello pone de relieve, además, la falta de consideración con que se tratan por parte de UCD los temas de la radio y la televisión públicas. Una lista de funcionarios adscritos a uno u otro líder político de cada momento decide, con las servidumbres de cada ocasión, el destino del mayor y más influyente medio de comunicación de masas en España. De cada relevo se tiene la expectativa no ya de una televisión y una radio mejores para la sociedad española, sino del mejor o peor servicio que el determinado sesgo del personaje designado pueda prestar a los intereses del Gobierno. Ni un solo profesional competente, con autoridad, prestigio o ideas que aportar al medio, llega siquiera a mencionarse entre la lista de candidatos que se barajan en la víspera para la ocupación del puesto. Bien es verdad que ni un solo profesional competente estaría dispuesto a pasar por las horcas caudinas y las sumisiones exigidas por el poder político, empeñado en hacer suya la televisión que todos pagamos. Acaso no haya existido nunca, pero no existe ya de una manera descarada, voluntad alguna de hacer una radiotelevisión para el servicio de todo el país, nutrida de calidad profesional y capaz de servir en sus programas, desde los recreativos hasta los informativos, con la dignidad y coherencia de un sistema democrático.
La designación de Eugenio Nasarre, hombre democristiano, más progresivo en su trayectoria política que su antecesor Robles Piquer, vinculado relativamente al periodismo, tanto por su título como por su experiencia en Cuadernos para el Diálogo, abre una benévola esperanza de mejora. Pero de nuevo su investidura se decide no en atención a sus competencias profesionales y ni siquiera a su independencia política. Su designación queda emparentada, una vez más, a una operación política de partido o facción de partido, sujeto a la mano que le nombra y naturalmente impulsado a no defraudar la confianza de su valedor.
Según el artículo cuarto del Estatuto de Radiotelevisión Española, la actividad de los medios de comunicación social del Estado se inspirarán en los principios, entre otros, de la objetividad, la veracidad e imparcialidad de las informaciones, el respeto al pluralismo político y el respeto a los valores de igualdad recogidos en el artículo 14 de la Constitución. A su vez, en el artículo 10 del mismo estatuto, el mandato del director general será de cuatro años. Una simple deducción de estos dos puntos hace presumir que la persona más idónea para el ejercicio de esa responsabilidad y con las garantías de cumplir el plazo previsto debería reclutarse en medios ajenos a la saturación de la militancia partidista, de la cual tarde o temprano -es decir, temprano- se derivan hipotecas y sesgos tan patentes como los que ha interpretado el recientemente cesado director general y de las que, sin mediar milagro, no ha de quedar exento el actual sustituto.
El servicio de Radiotelevisión a la sociedad española requiere terminar con este grotesco abuso de un ente público convertido ya en una vergonzante sucursal, con sus corrupciones incluidas, del grupo que eventualmente se encuentra al frente del Gobierno.
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