El nacionalismo y el nacionalhistoricismo
Si cotejamos los procesos estéticos del franquismo y del salazarismo, veremos que los intentos de elaboración teórica de un arte simultáneamente nacional y de régimen son mucho más abundantes del lado español. Está la intervención mayestática y académicamente breve de Eugenio d'Ors, la proclamación fascista de Ernesto Giménez Caballero en su Arte y Estado, la búsqueda erudita, convencida y totalizadora de Luis Moya Blanco, el esbozo de enunciación de una arquitectura falangista de Víctor d'Ors. Hay una elaboración contradictoria y, en muchos casos, redundante, pero que pretendió volver a fundar, en términos neoclásicos, un arte en el cual el Estado se viera reflejado con fastos imperiales,En Portugal, la Secretaría de Propaganda Nacional, dirigida por el periodista António Ferro, de tendencia al mismo tiempo mussoliniana y vanguardista, y la propia política de obras públicas, asumida por un ministro emprendedor, Duarte Pacheco, ligado a una arquitectura racionalista, se enfrentaron, con aparente éxito, a capas culturales tradicionalistas, relacionadas con el academismo y el naturalismo. Pero Ferro y Duarte Pacheco eran políticos de acción. Las ideas de Ferro, que se aprecian en su Política do Espírito, expuestas a veces con una táctica evasiva y conciliadora, respondían a las críticas de los sectores liga dos al academicismo. Duarte Pacheco teorizó poco o riada. El ensayismo estético profesional, por ideológicamente afín al régimen que fuera, hizo su historia del arte, su polémica sobre los pañuelos de Nuno Gonçalves (en los que alguien descubrió un retrato premonitorio de Salazar), y sus estudios sobre los primitivos portugueses y sobre el arte manuelino. El proceso estético del régimen salazarista acabó por ser la visualización del acontecer político de Salazar, hecha por él mismo. En España corrieron ríos de tinta antes de llegar a esa expresión profundamente reveladora de ciudad de Dios y de Estado, que es la Universidad Laboral de Gijón, y a ese rostro más obvio, más fácil, y más turístico, de la expresión plástica de un régimen que es el Valle de los Caídos, con la particularidad notoria de que el monumento a los caídos no sólo es revelador de esa expresión en general, sino también de lo que por tal entendía el propio protagonista del régimen.
En Portugal, una nota de la presidencia del Consejo de Ministros es el texto ordenador del rostro, al mismo tiempo más obvio y más profundo, así como más turístico, de lo que puede considerarse, aproximadamente, como estética del salazarismo. Ese rostro fue un gigantesco escenario de quita y pon, de escayola y cartón piedra, que en Lisboa conmemoró el doble centenario de la fundación de Portugal, en 1140, y de la restauración de la independencia frente al dominio español, en 1640.
El peso de la historia
En la estética de los dos regímenes, desde luego, estaba presente el peso de la historia, y más que de la historia, del historicismo. Pero se trataba de dos historicismos diferentes. El franquismo celebraba incesantemente su cruzada, mientras que el salazarismo evocaba la cruzada del siglo XV, la época de los descubrimientos y las conquistas. El historicismo franquista fue estructurador, reordenador, autoapologético. El historicismo salazarista fue una referencia literaria y erudita.
Así como en la estética de ambos regímenes hubo una propuesta de concepto imperial, el imperio fue, en el franquismo, una concepción moral y mítica, la asunción nacional del universalismo católico, mientras que en el salazarismo fue una realidad geográfica, económica y política que, desde luego, se mitificó, pero que hubo que reglamentar, administrar y poner en marcha. Si bien en la estética de los dos regímenes hubo una unión entre el fenómeno religioso y el artístico, el franquismo hizo de ello un solo cuerpo, un solo lenguaje y una sola arenga, mientras que el salazarismo los colocó uno al lado del otro, y sólo llegado el caso los mezcló política, administrativa y funcionalmente. Como el Estado franquista, el arte franquista fue confesional. Pero no fueron confesionales ni el Estado salazarista ni el arte que ese Estado promovió.
El franquismo comenzó por centrar el problema de su estética en la arquitectura, del mismo modo que el fascismo y el nacionalsocialismo. La arquitectura debía ser monumental y nacional. De ahí la búsqueda obsesiva, pero incierta y contradictoria, de un modelo ideal. Durante algún tiempo, ese modelo fue El Escorial, "motor inmóvil de España".
El salazarismo, escenografiado por Antonio Ferro y servido en Obras Públicas por Duarte Pacheco, que había estado próximo al racionalismo de los años veinte, también aquí dejó hacer. La arquitectura de la fase de fundación del Estado Novo portugués está abierta al modernismo, hasta la época moderadora, nacionalizadora y tipificante de los años cuarenta, labor del propio Salazar. La "primera generación" de arquitectos modernos portugueses cambió, como cambió el propio Duarte Pacheco. Surgió entonces el tradicionalismo, la inspiración en el siglo XVII, el aparato de los to rreones, de las arquerías, de la Praga do Areeiro de Lisboa, ordenadora de la ciudad salazarista.
Mientras que en la arquitectura del franquismo hay rasgos de la influencia fascista y algunas señales, algo disimuladas, de los modelos nacionalsocialistas, de lo que son ejemplo parte de la reconstrucción y desarrollo de la Ciudad Universitaria de Madrid y los proyectos del Ministerio del Aire, ese eco esm ás escaso en el salazarismo. El Estado Novo portugués también resistió a esa influencia en la actualización del siglo XVI, en el contraste entre su sensibilidad católica y las escenografías cesaristas paganizantes centroeuropeas. Algunos signos de la sugestión nacionalsocialista fueron, en Portugal, los proyectos de Cottinelli Telmo para la Ciudad Universitaria de Coimbra y el estadio nacional de Jacobetty Rosa, que se inauguró en el doble aniversario de 1940.
La marca religiosa
La estética del franquismo tuvo su síntesis en la Universidad Laboral de Gijón y en el Valle de los Caídos. La del salazarismo, desmontada la Exposición del Mundo Portugués fue, sobre todo, una estatuaria. Su creación más señalada, protegida y alentada es el zarquismo, corriente inaugurada por el monumento al descubridor Gonçalves Zarco, de un escultor cuyo nombre es una curiosa coincidencia: Francisco Franco. Mientras que la escultura franquista evoca incesantemente la victoria, los caídos, los símbolos del sacrificio, del ascetismo, del vuelo y del soldado-monje desconocido, la escultura salazarista se atuvo a hechos cuidadosamente situados en el tiempo y el espacio. Se erigieron estatuas a héroes claramente identificables: reyes, reinas, milagreras, descubridores y, naturalmente, al propio Salazar, a quien el mismo Francisco Franco esculpió como un grave catedrático para la Exposición Internacional de París, de 1937. Esa estatua luego se colocó en el patio central de la Secretaría Nacional de Información, sucesor, tras una operación de maquillaje político, de la Secretaría de Propaganda Nacional.
La diferencia esencial era que la producción de imágenes del franquismo estaba marcada por la retórica, el triunfalismo, el simbolismo, el patetismo y el monumentalismo, mientras que la producción estética del salazarismo refrenó el triunfalismo y contuvo la retórica para dar paso a la gravedad, la contención y la parca severidad. Pasados los años treinta y la oportunidad modernista de António Ferro, el régimen encontró su "justo equilibrio" estético: el arte proyectivo de Salazar. Ambos procesos estéticos, por tanto, estuvieron fuertemente marcados en sus fases centrales por el nacionalismo y el historicismo; en el caso franquista, por la confesionalidad del Estado, y, en el salazarista, por la tradición cristiana. Pero, en uno y otro caso, estos factores se dispusieron según distintas jerarquías y con cargas diferentes. Podríamos decir que, si bien el desarrollo estético del franquismo, aun siendo historicista, fue, sobre todo, nacionalcatólico, el del salazarismo, aunque católico fue, sobre todo, nacionalhistoricista. Finalmente, ambas estéticas fracasaron, como se vio de una forma clara ya a partir de los años cincuenta. Fracasaron en la creación de una arquitectura de Estado y hasta de un urbanismo de Estado. Fracasaron en la creación de una pintura y de una escultura del régimen. Y fracasaron, desde luego, por la apertura internacionalista, por el impacto del desarrollismo, por la ciudad de la gran burguesía financiera y de negocios, con una unión directa y creciente con el capital extranjero, lo que barrió la ciudad salazarista y la ciudad franquista. La creación de los mercados del arte moderno consagró la línea que une el modernismo a la producción estética de las fases finales de los dos regímenes. No había llegado a haber ruptura, ni siquiera en el caso franquista. No hubo ruptura ni alternativa real y consistente. Pese a toda la carga ideológica e institucional, pese al monumentalismo neoclásico, pese al escorialismo y al zarquismo, verdaderamente no llegó a haber ni una estética del franquismo ni una estética del salazarismo.
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