La psiquiatría eclesiástica
Sin entrar en el dato histórico o en su análisis, un rápido examen de la situación de la asistencia pública en 105 hospitales psiquiátricos del conjunto de las comunidades del Estado, nos confirma la presencia de una constante que, como lastre histórico e hipoteca de un pasado que fue mal mayor, se mantiene hasta hoy: que buena parte de las camas destinadas a dicha asistencia lo son en hospitales de la Iglesia. Que el lector recuerde simplemente los ya clásicos manicomios de Ciempozuelos, en Madrid; Sant Boi y Martorell, en Barcelona; sin olvidar los de Palencia, Pamplona, Zaragoza, Elizondo-Baztán, Santa Agueda-Mondragón y un largo etcétera.
Dos órdenes religiosas, los Hermanos de San Juan de Dios y las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón, se reparten, con la correspondiente separación de sexos, dicha asistencia. ¿Cuál ha sido el interés por el que estas dos órdenes religiosas se interesasen tan vivamente —y desde ya toda una tradición— por la asistencia, casi exclusiva, a dos minorías sociales concretas, la de los locos y la de los niños? Fácil la respuesta: el ideal de evangelización, redención y caridad puede cumplirse en ellos y a pesar de ellos. Pero, ¿qué con secuencias ese demostrado interés ha tenido y tiene sobre la asistencia que se presta? ¿Para qué sirve y, sobre todo, a quién sirve esa presencia de la Iglesia en el hospital? Tradicionalmente, y ya al margen de estas dos órdenes citadas, se sabe que esta presencia siempre ha sido históricamente justificada al considerar los hospitales como lugares privilegiados para la llamada práctica cristiana. Pero hay otro costal, y su harina. Si la asistencia es pública, léase gratuita, eso significa que es costeada por alguien. Es a partir de 1870 que el Gobierno central insta a las diputaciones provinciales a costear ellas dicha asistencia. Es en el transcurso de esos años que se va estructurando la situación actual. Se funda la orden de las Hermanas Hospitalarias, que van construyendo toda una red nacional de hospitales psiquiátricos, y las diputaciones les confían, previa contratación y financiación de los servicios prestados, la asistencia psiquiátrica a los llamados enfermos de beneficencia. Se posibilita así el cumplimiento de uno de los fines de esa orden, dando origen al tipo de práctica a la que aludo en el título.
Desde entonces, por las razones de unos que aludían a la sinrazón de otros, se fraguó toda una picaresca jugada a dúo entre las órdenes religiosas y los poderes locales, tramando así una buena parte de la red asistencial española. Excepción en algo son aquellas provincias, pocas, en las que las diputaciones decidieron por su cuenta construir sus correspondientes hospitales psiquiátricos. La pregunta que aparece entonces no es tanto la de ¿qué hace la Iglesia en el hospital?, pues desde esa Iglesia la respuesta es muy fácil de dar, sino ¿en razón de qué la Administración pacta, concierta y financia a las órdenes religiosas para que efectúen tal asistencia? Y formulo la pregunta en presente, pues referirla al pasado, al por qué se hizo así, me remite directamente a la situación, conocida, de nuestro pasado inmediato, en la que los valores ideológico-religiosos estaban ubicados en una situación de poder y en íntima connivencia con él. Pero, ¿y en el presente?
Transferencias espirituales
Cierto que el lastre histórico de esos años en cualquier esfera de lo social no podía suprimirse en un día, mes o año, ni aunque se opta se por una asistencia laica, les pareció oportuno no renovar los contratos de asistencia concertada cuando éstos llegasen a su término. Las reformas que en este terreno han emprendido desde entonces las diputaciones consisten, grosso modo, en crear, con sus ven tajas, déficit y defectos que convendrá otro día analizar, eslabones de una red externa de asistencia que evitase los internamientos, pero mantienen prácticamente intocable, salvo menudencias y requisitos tocantes a lo técnico- burocrático, el grueso de esos conciertos con los hospitales de la Iglesia. Hay que suponer que el mantenimiento de esa connivencia de lo administrativo con lo religioso se da más como consecuencia del mantenimiento de una situación heredada que no como algo buscado y querido desde el poder, pero, en suma, en lugar de ofrecer una alternativa a este tipo de hospitalización, la situación se mantiene. Se mantiene, en definitiva, que el llamado enfermo de beneficencia sigue internado en una institución en la que, aparte de que el equipo técnico persiga el fin supuestamente primero —la finalidad terapéutica—, hay una finalidad segunda, extraasistencial, ex traterapéutica, que no consta escrita (que yo sepa) en ningún concierto con ninguna diputación, que no está explícita en ningún lugar, pero que como constante se difunde y se ejerce.
Se sabe que la finalidad reeducadora-religioso-moral existe in dependientemente del equipo técnico y por supuesto escapa a su control.
Si así me expreso, no es tanto por un prurito ideológico de mi formación, sino como efecto de mi experiencia profesional de bastantes años en uno de esos centros. Se sabe que en toda institución un paciente no recibe sólo los efectos del grupo de técnicos que trabajamos allí, sino que, por el internamiento y lo cotidiano de la vida asilar-institucional, los más recónditos matices de todos los aspectos de la institución y de los que en ella estamos, se transmiten.
Si la enfermera qué le atiende las veinticuatro horas del día no es sólo un profesional técnico más, sino que, careciendo en ocasiones del título de ATS —o aun teniéndolo—, es además una monja que pertenece a la comunidad religiosa que fundó el hospital y lo habita, es propietaria del mismo y miembro de la gerencia y administración, y profesa, con todo su derecho, un determinado credo que le ordena, más allá de los principios técnicos, adoptar una determinada actitud existencial y asistencial, ¿quién dudará de que eso se transmite, se quiera o no, en el trato diario, impregna la institución y hace depender en suma la función asistencial de la función y actitud religiosa? No nos engañemos con lo que se dice —y se dice que no hay ingerencia/interferencia de la creencia religiosa sobre la asistencia— y fijémonos más en lo que realmente sucede. Quede bien claro que no me refiero a una supuesta mala fe o intención en malhacer lo cotidiano por parte del personal religioso, sino de un exceso, un sobrante en el caso de que se admita —y no creo que hoy pueda sostenerse lo contrario— que la asistencia debe solamente depender de criterios de tipo técnico, sin interferencias de ninguna índole ni pluses sobreañadidos con la mejor intención.
¿Las alternativas? Fáciles de decir. De su aplicabilidad la Administración nos tendrá que dar la medida. Admitiendo en la asistencia el predominio del criterio laico y técnico por encima de creencias y religiones, si no es posible, de inmediato o en breve plazo, que esos centros dejen de cumplir una función pública, financiada con el erario público, y queden sólo como centros a los cuales acuden aquellos —los hay y los seguirá habiendo— que prefieran recibir una psiquiatría eclesiástica, mientras que otros ciudadanos puedan ver así respetado su derecho a prescindir de esa interferencia, al menos, si eso no se puede conseguir de inmediato, que las diputaciones exijan, como condición para renovar los conciertos y hasta que no haya una alternativa más definitoria, que el personal religioso quede relegado de la asistencia y no mantenga ningún trato con los pacientes.
Solución ciertamente provisional y de compromiso, pues los hospitales seguirán siendo propiedad de la Iglesia, pero tal vez, hasta que la totalidad de la asistencia no corresponda al poder civil (INSALUD, centros alternativos creados por las diputaciones, etcétera) con control público y sea gestionado por éste, sin que la religión intervenga más que para aquellos que así lo solicitan, se conseguirá, al menos y entre tanto, que la interferencia de lo extraasistencial sea cualitativa y cuantitativamente menor. Algo habremos avanzado a la espera de una solución más definitiva, que esperemos llegue pronto.
Joan Salinas Rosés es psicoanalista. Psicólogo en el Centro Neuropsiquiátrico Sagrado Corazón de Martorell (Barcelona).
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