Muertes en Carabanchel
LA MUERTE violenta de seis reclusos -unos asesinados y otros presuntos suicidas- en lo que va de año en la prisión de Carabanchel no puede ser ya relegada, como una noticia más de sucesos, a las páginas secundarias de los periódicos. Estos hechos sangrientos obligan a una seria reflexión sobre las normas procesales que regulan la libertad provisional, las razones de la interminable demora de los procesos judiciales, el funcionamiento de la administración penitenciaria y la necesidad de dotar de verdadera seguridad, tanto interior, como exterior, a las cárceles españolas. Hace no mucho tiempo que el propio director del centro de prisión preventiva de la capital daba la alerta pública sobre la aglomeración excesiva de internados en el mismo y acerca de los peligros que semejante hacinamiento podía provocar. Apenas unas horas más tarde se producía un espectacular intento de fuga, con toma de rehenes, como si la realidad viniera a corroborar con creces las premoniciones del director. Por lo demás, las informaciones de Prensa sobre escapatorias frustradas, descubrimiento de túneles en avanzada fase de construcción y motines en la prisión de Carabanchel no constituyen ya novedad alguna. Recordemos que la cárcel madrileña es un centro para presos preventivos que aguardan la fecha de celebración de juicio. La impresionante lentitud de los procedimientos judiciales, los criterios restrictivos para la concesión de libertades provisionales y los traslados de presos acusados de actividades terroristas han hecho que se superen todos los récords de ocupación de Carabanchel. Al mismo tiempo, la escasa plantilla del cuerpo de funcionarios de prisiones hace prácticamente ingobernable el recinto, cuyo interior queda bajo el control en ocasiones de redes mafiosas de internados que dictan sus brutales leyes y ejecutan con armas blancas sus sentencias. No pretendemos exonerar al director de Carabanchel de las eventuales responsabilidades administrativas y políticas que pudieran corresponderle por esos hechos sangrientos, pero sí señalar que la causa mediata de esa institucionalización del horror es una insuficiente dotación presupuestaria y un negligente abandono por el Gobierno de sus tareas.
Los sucesivos Gobiernos de UCD han sido incapaces de sentar las mínimas bases para enfrentarse con los graves problemas de la administración de la justicia y el régimen penitenciario. Tal vez la razón de la torpeza casi ontológica de los centristas para acometer seriamente cualquier tarea relacionada con la reforma de la Administración pública sea esa extraña hibridación, procedente del pasado pero fortalecida con la democracia, que convierte a la clase política gobernante en una reduplicación inútil de los cuerpos de funcionarios públicos. En nuestra actual situación, la distinción entre un político y un funcionario no se refiere a dos profesiones diferentes, sino a dos papeles que desempeñan, en ocasiones simultáneamente, las mismas personas. Sucede así que la reforma de la Administración suele ser encomendada, paradójicamente, a los mismos que deberían ser reformados, como ocurrió con el ministerio creado específicamente para esa tarea y que desapareció un día por el escotillón sin que nadie lo echara nunca en falta. No puede extrañar, en consecuencia, que todos los proyectos legislativos o gubernamentales que llevan implícita la modificación del statu quo de los funcionarios de alto rango terminen siempre en aguas de borrajas, bien se trate de la ley de Autonomía Universitaria, de la ley de Incompatibilidades o de la reforma de la Seguridad Social.
Barones ucedistas de la más variadas especie han ocupado la cartera de Justicia sin avanzar en este terreno más que unos pocos metros. La ley de Prisiones elaborada por Carlos García Valdés, a cuyo amparo se iniciaron algunas reformas pero también se perpetraron verdaderas ofensas al simple entendimiento -como la cárcel de Herrera de la Mancha-, no ha logrado dar solución a los problemas planteados. Probablemente porque la ley es buena, pero mala su aplicación. La falta de preparación de un sector del cuerpo de prisiones para realizar su labor en un sistema democrático, la escasez de funcionarios, la insuficiencia de las prisiones, el hacinamiento de los internados y el deplorable estado de sus instalaciones, carentes de los servicios mínimos para los objetivos rehabilitadores señalados por mandato constitucional, explican parcialmente que nuestras prisiones se hayan convertido en auténticos infiernos donde peligra la vida de quienes se resisten al despótico dominio ejercido por minorías mafiosas de internados, auténticas dueñas de las cárceles ante la pasividad o la connivencia de las autoridades. Sin embargo, los problemas de los centros de reclusión nacen mas allá de sus muros, según hemos dicho. La lentitud de los procedimientos judiciales, las normas restrictivas para el otorgamiento de las libertades provisionales, la escasez de medios materiales y de personal auxiliar en los juzgados, y las reducidas plantillas de la carrera judicial y de la carrera fiscal corren con las responsabilidades de un disparato sistema que atesta las prisiones con procesados que aguardan, durante años, la celebración de su juicio.
La reforma de la justicia es una aspiración largamente soñada por los españoles, que contemplan con justificada aprensión cómo se deteriora día a día el funcionamiento de uno de los poderes básicos de un régimen democrático. La sociedad no debería ser insensible ante el hecho de que prácticamente cada mes una persona -desprovista provisionalmente de la libertad de movimientos pero titular del resto de sus derechos ciudadanos y de todos los derechos humanos- pierda la vida de forma violenta en un recinto de seguridad como es una cárcel. Una investigación en regla, con carácter público, y no un vulgar expediente administrativo, es lo que están precisando los sucesos de Carabanchel. A menos, claro está, que sucumbamos a la resignación fatigada o a la malevolencia cínica de aceptar que el derecho a la vida reconocido por la Constitución es una simple formulación retórica, o que el artículo 25 de nuestra norma fundamental, según el cual las penas privativas de libertad "están orientadas hacia la reeducación y reinserción social" y los condenados gozan de los derechos fundamentales constitucionales salvo limitación expresa detallada en la sentencia, sea también simple decoración.
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