La refundación del centro
Una de las alternativas posibles del actual centro político español puede ejemplificarse en un no tan remoto pasado español, en el caso de una formación política que era también de centro. Se trataba de un partido que había sido el gran triunfador de las últimas elecciones, convertido en la esperanza de intereses variados pero no divergentes. Cuando hubo una amenaza contra el orden constitucional pudo afirmar, con veracidad, que él era la representación paradigmática del régimen. Nada hacía pensar que súbitamente pudiera tener un grave tropiezo en una más o menos cercana consulta electoral. Pero el partido radical de Alejandro Lerroux -ese es nuestro punto de referencia- acabó por convertirse en objeto de universal rechifla en un plazo muy corto de tiempo y ha quedado en los manuales de historia como un modelo de lo que no ha de ser un partido político en un país en circunstancias difíciles. Su pasado era heroico, pero en los difíciles años treinta no supo aprovecharlo. Su ideario, que era el de la moderación, se convirtió en una muy poco convincente repetición de tópicos tan vagos como carentes de enjundia. No bastaba ya, como hacía Alejandro Lerroux, con decir no querer camisas azules ni rojas, "sino la blanca bien planchada". Muchos de sus dirigentes eran profesionales respetables, pero uno de sus ex ministros, Diego Jalón, escribió luego en sus memorias hasta qué punto la picaresea y la tontería desempeñaban también un papel importante en su dirección o entre sus representantes más destacados.Y sobre todo, el Partido Radical padeció el mal de la fragmentación y el sectarismo: de 1933 a 1936 toda su historia se resume en un continuo goteo de diputados que se van; cuando son muchos a la vez, cada salida se presenta como una clarificación, pero la repetición del fenómeno descubre que no hay tal. En realidad lo que verdaderamente sucede es que el liderazgo falla estrepitosamente: "Las manos expertas, pero temblorosas" de Lerroux -nos dice el historiador- eran ya insuficientes para mantener unido lo que había podido estarlo. El resultado no se hizo esperar: a las elecciones de 1936 los radicales de otro tiempo se presentaron en coaliciones diferentes, y a muchos de ellos ni siquiera les solicitó nadie o quedaron reducidos a candidaturas testimoniales con unos pocos millares de votos. El partido-esperanza de otros tiempos había pasado de un centenar a sólo cinco diputados. De parecer grotesco había pasado a ni siquiera ser tenido en consideración. Y, sin embargo, podía haber evitado lo que luego vino.
La segunda alternativa es más cercana en el tiempo y alejada en el espacio. A finales de 1977, en Francia la situación del Gobierno desde un punto de vista electoral era francamente mala. En las inmediatas elecciones legislativas daba la sensación de que, de seguro, la victoria correspondería a una coalición de izquierdas que, a pesar de tener en su programa un sinnúmero de incongruencias, sin embargo, tenía tras de sí una indudable voluntad de cambio del electorado. El partido gubernamental (los republicanos independientes) parecía no valer nada porque daba toda la sensación de ser incapaz de organizarse como tal. A su derecha, un neogaullismo popular, con pretensión de conseguir el apoyo de todas las clases sociales y con agresividad dialéctica, se las prometía muy felices.
En política, nada está escrito
Sin embargo, fue posible una reacción que nadie esperaba y que además llevó a un triunfo en las urnas. En enero de 1978, Giscard pronunciaba su famoso discurso de Blois, enunciador de un programa de perfeccionamiento de las libertades, de progreso económico al servicio del empleo y de solidaridad en beneficio de la justicia social. Después, sólo después, fue preciso crear una nueva organización política: los minúsculos partidos existentes (independientes, radicales, centristas de procedencia democristiana ... ) no sólo no eran nada, sino que se restaban entre sí. La apertura hacia sectores más amplios de la sociedad francesa y el englobamiento de todos ellos bajo una divisa común (Unión para la Democracia Francesa), que ni siquiera recordaba a ninguno de los partidos preexistentes, hicieron lo que parecía un milagro. Los políticos, por una vez, pensaron en los electores, y aunque, como es lógico, fundada en febrero para unas elecciones celebradas en marzo de 1978 la UDF no pudo ganar, consiguió casi uno de cada cuatro votos expresados. Ya en el Parlamento lograría todavía más: no sólo alejar del poder a la más importante opción adversaria, sino también una clara situación de hegemonía sobre la derecha populista y conservadora. Es esto lo que ha permitido el gobierno de Francia por una derecha progresista y reformadora en los últimos años.
En las manos de los dirigentes centristas está su destino: o tan irrisorio como el de los radicales o como el de la UDF francesa. En política nada está escrito, y así como nada hacía necesario el espectáculo vergonzoso de las paranoicas luchas personalistas, la selección sistemática a la inversa y el comportamiento errático nada hace imposible para España la solución UDF.
Se trata ni más ni menos que de refundar la UCD, como muchos otros partidos políticos democráticos han hecho en el pasado. La necesidad de que así se haga deriva de la propia incertidumbre de una parte del electorado español que al mismo tiempo repugna de votar a la derecha conservadora y tampoco es socialista.
Las condiciones de esta refundación se basan en la unidad, una amplia renovación con incorporación de quienes no han militado en política activa o pertenecen a generaciones más jóvenes, el establecimiento de colaboraciones congruentes y, en fin, la promesa al elector de una estabilidad y claridad gubernamental en caso de triunfo o de oposición. El ejemplo francés demuestra que refundar un centro político no sólo es necesario, sino también posible en corto espacio de tiempo. Tanto que si quienes deben no lo hacen, otros habrán de cumplir esta misión más pronto o más tarde.
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