Sueño y vigilia en armas
Esta noche me veía yo en Rusia apeándome de un tren antiguo de vagones de madera la mitad de largos que los de hoy. La parada no era en una estación, lino en un bosque de coníferas, creo que más bien abetos. Había por allí en el andén, que no era más que una franja de tierra entre las vías y la línea de los árboles, soldados alemanes; otros pocos se apeaban de mi mismo tren. Y he aquí que yo también, no sé por qué, era soldado alemán y vestía el uniforme de la Wehrmacht (tenía yo veinte años, como en una gran parte de mis sueños; en otros tengo catorce, rara vez otra edad). Mientras los otros recién llegados se detenían en el andén, saludando a algunos de los que allí estaban y poniéndose a charlar, yo me metía por un camino de tierra que iba por el bosque; entre los árboles, aquí y allá, había más soldados, solos o en grupo, en distintas actitudes y en ocio todos ellos; las pocas conversaciones se veían pero no se oían. El frente debía de estar o muy lejos o en calma, pues tampoco sonaba ni un remoto disparo de cañón. Aun siendo aquello ciertamente Rusia (las determinaciones de Morfeo son por definición, y, en consecuencia, siempre inapelables), no había nieve ni hacía ningún frío y el cielo estaba limpio.Al cabo de unos trescientos pasos de camino, levemente ascendente, desembocaba yo en un claro de bosque aproximadamente circular y con un diámetro como de treinta metros. En el lado izquierdo, de espaldas a los árboles, había una casa de dos pisos completamente sencilla, pero toda chapada de tiras de madera horizontalmente dispuestas y que iban solapándose, de arriba a abajo, una sobre otra.
Entonces, yo me llegaba hasta la puerta de la casa, que estaba de par en par, y a un soldado rubio, grande y grueso, de guardia en la jamba izquierda, le preguntaba: "¿Kapitán?" (al parecer, venía yo, pues, a presentarme, por alguna razón, al capitán). Aunque, en verdad, esta palabra se usa tan sólo en la Marina, el muchacho me entendía y me señalaba hacia el piso superior. Las escaleras arrancaban del propio zaguán y yo subía y encontraba arriba un cuarto con la puerta abierta y me asomaba y junto a una ventana había tres oficiales sentados a una mesa, el capitán en medio y dos tenientes, uno a cada lado. Yo entonces, me acercaba y el capitán me decía, señalando a una cuarta silla enfrente de él: "Tome asiento, por favor".
Era de esa clase de alemanes morenos a los que hasta perfectamente rasurados los puntos de la barba les azulean la cara más de lo común y que suelen ser muy guapos. Los tres eran muy correctos, pero no con la rigidez con que los pinta el cine, en que cada movimiento está como descompuesto en varios tiempos, como si los hubiesen rodado a cuatro fotografías por segundo; salvo que el teniente de mi izquierda, único rubio de los tres, se apalancaba de cuando en cuando con ambas manos en el borde de la mesa e inclinaba la silla para atrás, dejándola sobre las dos patas traseras, cosa que siempre me molesta mucho. El asunto era éste: se me hacía la proposición de que escribiese en algún periódico español (pues yo, aunque soldado en la Wehrínacht, seguía, al parecer, siendo español) un artículo sobre aquella campaña, como testigo de vista y hasta participante: "...cualquier asunto libremente elegido por usted, cualquier aspecto particular o general de nuestra lucha, o, en fin, qué impresión tiene usted de todo esto, qué le parece nuestra obra aquí". Entonces yo me volvía a mirar por la ventana, como a buscar desesperadamente algún asunto descriptivo, no valorativo, a que agarrarme. Al otro extremo del rodal del claro no veía más que una cocina de campaña casi expuesta a dar de arder, en una súbita ráfaga de viento, a los abetos próximos y de ahí a todo el bosque; sobre una gran parrilla de hierro, con cuatro patas para hacer por debajo sitio al fuego, había una inmensa olla cilíndrica que por las comisuras de la tapadera dejaba escapar velos de vapor. En derredor de ella se movían tres o cuatro soldados cocineros, con las ropas de servicio grasientas y tiznadas; a derecha e izquierda se alzaban cúbicas pilas de leña de palos cilíndricos, muy bien dispuestos en estratos alternativamente entrecruzados. Y aparte de esto, nada más que aquella taiga -si es que en verdad lo era-, aquel vulgarísimo abetal, como el que se puede ver en cualquier parte, salvo que ilimitado como un mar.
Entonces, el teniente de mi derecha -no el que jugaba con la silla-, percibiendo, sin duda, mi embarazo y mirándome a mí, pero volviendo de vez en vez la vista al capitán, como para escrutar en su rostro la aprobación o, al menos, tolerancia, o como consultando "¿Digo bien?" o, en fin, tratando acaso de incluirlo en la responsabilidad de su osada intervención, lentamente, como si examinase una a una las palabras antes de proferirlas, me decía: "La cuestión..., claro, la cuestión es... (y aquí hacía una pausa especialmente larga) el precio. Saber si nuestra... idea... si nuestra idea merece tanta...", y dejaba ahí la frase interminada, como desfallecida, como exhausta; pero quedaban, sin lugar a dudas, en el aire, gravitantes, las palabras omitidas: "tanta muerte, tanto padecimiento, tanta destrucción". Se notaba también que un cierto tacto persuasivo le había hecho elegir idea, mejor que lucha, como la había llamado el capitán. Se me había hecho una concesión: se había admitido la posibilidad de que aquello -su idea, su lucha- pudiera ser, en algún grado, materia opinable, ya que no para ellos, para mí. Pero yo, que ni en sueños, por lo visto, podía oír sin ponerme enfermo la palabra precio -ni las de costo o tributo- aplicada a las empresas históricas, al progreso o a la civilización, lejos de agradecer la concesión, me atrevía, por coraje o por venganza, bajando la vista al suelo y sin alzar la voz, a declarar: "A mí, sinceramente, esto no me gusta". Y a esto el teniente me respondía tan sólo con un movimiento de cabeza como el de asentir, pero más corto y lento, y que significaba algo así como enterado, entendido o ya comprendo, ese asentir que en el lenguaje, carente de gestos, de las comunicaciones radiofónicas tendría que traducirse por mensaje recibido; un asentir, en fin, siempre algo amenazador, por cuanto, no respondiendo ni aprobando, se reserva la opción de actuar en consecuencia. Sobrevenía entonces un segundo silencio muchísimo más embarazoso que el primero, y entonces yo, tratando de contrapesar mi atrevimiento, y puesto que no se me pedía más que un elogio, cualquier elogio por falaz que fuera (la fuerza y el poder son las únicas cosas que padecen, a imagen y semejanza de Yavé, de Alá y de otros dioses semejantes, una sed inextinguible de aprobación y de alabanza), me disparaba, no sé por qué, con la imaginación hacia los hechos de Bismarck, repasándolos en mi mente a toda velocidad y hasta, por un instante, casi me disponía a esbozar la frase: "Por ejemplo, Sadowa..."; pero no, Sadowa no me servía, Sedán no me servía, el Schleswig-Holstein no me servía, no hallaba nada en Bismarck que elogiar, como no fuese lo que no había hecho o más bien no había permitido hacer. Y entonces, como el alma concede al sueño, en el último extremo del apuro, la solución definitiva -mucho mejor que un Deus ex machina- de accionar la palanca del despertar, me desperté.
Sonriendo, me dije: "¡Pero, qué ibas a hacer, insensato! ¡Pues buena la habrías hecho con la ocurrencia de mentar a Bismarck! Habría sido palmario que te escudabas en Bismarck sólo para escurrirte de tener que elogiar a Hitler y su empresa. Aparte de que habría sido de todo punto inoportuno lo que te disponías a elogiar respecto de Sadowa: cómo Bismarck supo, con éxito -con aquella endiablada fuerza de carácter que tenía-, enfrentarse al Kronprinz, a Von Moltke y a todo el Ejército alemán para que renunciasen a cualquier compensación territorial sobre Austria, como la que ellos, según su idea del derecho de guerra, se obstinaban en tomarse".
Luego me puse a pensar en por qué, frente a Hitler, Bismarck no nos parece, al menos hoy, hombre vulgar. También después de Sedán, aunque estuvo conforme con la anexión de Alsacia -de origen mayoritariamente alemán-, se opuso, si bien esta vez sin éxito, a la de Lorena. Y, sin embargo, tanto esto como lo de Austria no respondía sino a la circunspección y la prudencia propias de lo que él fue el primero en denominar y en aplicar como Realpolitik. ¿Cuál es el mérito de la Realpolitik sobre el militarismo desatado, sobre la pura soberbia de la fuerza, sino aquel punto de sagacidad y de autocontención que no conduce, al fin, más que a una eficacia de poder más duradera? Si tanto nos interesa y hasta -lo confesaré- nos apasiona la historia de los llamados creadores del Estado, es por el puro placer que produce, en todo hijo de la cultura occidental, el espectáculo de la eficacia en sí monda y lironda. Se trata, pues, del placer funcional que puede producirnos la ingeniosa disposición y la certera actuación de cualquier máquina -un arma, por ejemplo- perfectamente idónea y eficaz para su fin, con entera independencia de la naturaleza de éste.
Echan ahora en ciertos cines un anuncio en el que, mientras se proyecta una preciosa foto de un halcón, se dice en off: "La naturaleza es funcional". La estética funcional, la estética de la eficacia, dominante en Occidente desde antiguo, ha hecho que los animales de mayor prestigio, incluso estético, sean los de garra y los de zarpa, rapaces y felinos; es una estética predatoria que no remite, al fin, sino a la admiración y al culto de la fuerza y el poder. Aguilas y leones son, con mucho, los animales que más frecuentemente se han encaramado a los blasones de la más antigua y más moderna heráldica, emblemas de la fuerza y de su orgullo, hasta llegar -por lo que hace a las águilas- a abrazarlos y sujetarlos por entero. La tan ponderada belleza estratégica del ataque alemán a Francia en mayo de 1940 quedaba resaltada ya en el nombre que, a causa de su figura, le pusieron sus autores: Sichelschnitt, o sea golpe de hoz, y he aquí que la hoz es también, a semejanza de la garra y de la zarpa, curva y cortante.
De un excelente artículo de Cándido que tengo recortado, "La perduta gente" (Abc, 3 de junio de 1982), entresaco estas frases: "En todo el mundo, en España también, hay un renacimiento de la admiración hacia las armas, son el becerro de oro de este tiempo. Los expertos las describen con delectación, los niños sueñan con ellas, en las tertulias se rinde culto al Exocet, al
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Seacat, al Seadart, al Seawolf, rastreadores seguros y mortales de la vida y el calor. (...) La glorificación del misil es un hecho por esa causa que he dicho y además porque el misil nace de la razón científica, que es, sin duda, una especie de razón, pero que ha puesto en crisis el concepto de razón". La admiración o devoción -ya también, a su vez, afortunadamente en crisis- hacia esa razón científica de que habla Cándido ha venido a encontrarse y a fundirse con el culto de la fuerza y la estética de la eficacia. Pocos espectáculos habrá hoy, en efecto, de tanta belleza funcional como la mortífera actuación de un misil rastreador. El militarismo es un fenómeno esencialmente estético; cualesquiera otras con causas, la congénita paranoia del poder, el furor del beneficio o la pura soberbia de la fuerza, actuarían con bastante más dificultad sin el factor de la sugestión estética.
La sugestión que puedan producirnos los llamados grandes estadistas es exactamente de esta misma índole; vemos en ellos una suerte de perfecta adecuación instrumental para sus fines. Al menos por lo que el filtro del tiempo nos ha dejado llegar de él (pues el previo conocimiento del éxito final actúa retrospectivamente sobre el espectador de hoy y le hace atribuir a la intención inicial del sujeto seguramente más de lo que realmente contenía), fue Richelieu, sin duda alguna, la máquina de Estado absolutamente perfecta, un instrumento único en la historia para la producción intensiva de poder. Nadie como él -como ave rapaz que descarna y desmedula una osamenta hasta sacarle las más recónditas partículas de tuétano y el último y mínimo filamento de carne- logró separar la idea de Francia de cuanto el nombre Francia connotaba de concreto y de mortal, hasta hacer de tal nombre la abstracción pura y absoluta que la creación del Estado requería. Richelieu nos suscita la misma admiración que el instrumento funcionalmente perfecto, infaliblemente eficaz, al margen de sus fines, así se trate de una máquina de meter hombres por la tolva y sacarlos hechos morcilla por el otro extremo. ¿Seguirá el Occidente empecinado en el idílico engaño de hermanar la belleza, la verdad y la virtud, o sea, la estética, la razón y la moral? La vetusta ilusión hace ya tiempo que parece que no marcha.
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