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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Política de empleo y flexibilidad de plantillas / y 2

La ley de Contrato de Trabajo de 1944 seguía, en relación con la duración de los contratos de trabajo, el criterio tradicional de matriz civilista de abandonar a la voluntad de los contratantes la posibilidad de optar por la fijación previa de un término final o por el carácter indefinido del contrato. El frecuente y documentado abuso de los contratos temporales fue contenido por los tribunales de trabajo mediante una doble vía: elaborando el llamado principio objetivo, a cuyo tenor las necesidades permanentes habían de ser cubiertas mediante contratos de tiempo indefinido, permitiéndose el recurso a la contratación temporal para atender necesidades ocasionales, y aplicando la teoría del abuso del derecho a las formas más insidiosas de contratación temporal, señaladamente a la denominada contratación en cadena.Despido

La ley de Relaciones Laborales, de abril de 1976, introdujo, hay que decirlo, un giro espectacular en la materia, situándose decididamente en la perspectiva de preferencia por los contratos de duración indefinida y consiguiente excepcionalidad y admisión restrictiva de los contra los temporales. Expresión clamorosa del más puro populismo legislativo (anótese con cuidado la fecha de promulgación, abril de 1976, esto es, un período de crisis política, pero también de crisis económica aún no percibida, u ocultada, por el Gobierno de la época), esa ley nació, como se ha dicho con enorme grafismo, "con un ataúd bajo el brazo" (Ojeda). Apenas transcurridos seis meses, el decreto-ley de 8 de octubre autorizaba la contratación temporal de personas en situación de desempleo o que accedieran al primer empleo, "cualquiera que fuera la naturaleza del trabajo a que hubieran de adscribirse". Primera de una larga serie de disposiciones que se han ido sucediendo desde entonces, la citada norma señaló lo que ha sido calificado como el final de un principio: el de estabilidad en el empleo. Por lo demás, la tan conocida ley del Estatuto de los Trabajadores, de marzo de 1980, no hará sino levantar acta del estado de cosas anterior, abriendo el camino a una temporalidad en el empleo casi masiva.

En cuanto a la segunda de las instituciones presuntamente culpables de causar rigideces en la gestión de la mano de obra -la regulación del despido-, el criterio legislativo dominante hasta 1976 fue el de la estabilidad obligatoria, criterio este que no pasaba de ser una hipótesis del libre receso por el empresario del contrato de trabajo. El poder del empresario de despedir quedaba asegurado técnicamente con el llamado incidente de no readmisión, de manera que, en la práctica, el régimen español era de despido libre, previo pago, eso sí, de una indemnización por el ejercicio abusivo del derecho al despido.

La ley de abril de 1976 introdujo el criterio de la estabilidad real, estableciendo la readmisión efectiva en el puesto de trabajo de los trabajadores arbitrariamente despedidos. Pero este criterio tuvo una corta vida, pues el tan denostado artículo 35 de aquella ley fue suspendido provisionalmente seis meses después, para ser definitivamente derogado por un real decreto-ley de marzo de 1977 que, al tiempo de reintroducir el principio de la nula estabilidad, maniobró en dos frente: adicionó al catálogo de causas de extinción del contrato de trabajo una nueva por causas objetivas y flexibilizó la tramitación de los expedientes de regulación de empleo. La ley del Estatuto abaratará aún más las indemnizaciones por despido improcedente, figura esta a la que los empresarios recurrirán masivamente a lo largo de los años siguientes.

Conclusiones

Los desarrollos anteriores autorizan a extraer las dos siguientes y firmes conclusiones:

a) Desde finales de 1976 hasta nuestros días, el marco legislativo español ha experimentado profundas mutaciones en punto a la movilidad de salida de los trabajadores. El principio de estabilidad en el empleo, entendido como defensa de un puesto de trabajo estable, ha sido paulatinamente reemplazado por una orientación legislativa que potencia la movilidad a base de fomentar la contratación temporal, o al menos facilitarla, aligerar la tramitación de los expedientes de regulación de empleo y abaratar al máximo los costes de los despidos improcedentes. La legislación española, con ello, ofrece al empresario profesional un arsenal de instrumentos para flexibilizar al máximo el uso, gestión y administración de la mano de obra, flexibilización esta que queda teñida con dos notas particulares que no concurren en otros sistemas de relaciones industriales o, al menos, no con la intensidad y vigor que entre nosotros tienen.

La primera nota es que el desarme del principio de estabilidad en el empleo ha tenido para las organizaciones sindicales una contraprestación de suma cero, es decir, no ha habido hasta el presente una política contratada de la ocupación que permitiera a los sindicatos, como ocurre en otros países, controlar el mercado de trabajo desde el lado de la formación de la demanda, participando en la elaboración de los programas empresariales de inversión. Las continuas quejas de nuestras organizaciones sindicales -que han demostrado un sentido de responsabilidad y solidaridad acorde con el tiempo histórico- en orden al incumplimiento del Acuerdo Nacional de Empleo enseñan hasta qué punto la pérdida de la estabilidad en el empleo no ha ido acompañada de lo único que la puede justificar: la creación de nuevos puestos de trabajo. La segunda nota que caracteriza nuestro actual sistema de relaciones laborales consiste en que la inestabilidad en el empleo se ha puesto en práctica sin una cobertura amplia del desempleo. Queden ahí como muestra el millón largo de parados que carecen de subsidios económicos por desempleo.

b) La segunda conclusión que cabe extraer de las consideraciones anteriormente desarrolladas es la de que los mecanismos legales de que dispone el empresariado para actuar sobre su personal son más que suficientes para conseguir el objetivo de ajustar la mano de obra al ritmo de producción y demanda. Las dificultades que puedan encontrar las empresas en el área de personal no son -y la afirmación puede defenderse con el máximo de objetividad- imputables a las rigideces del sisterna normativo. Además de los mecanismos legales ya expuestos, y que permiten un mejor ajuste de la mano de obra empleada, no puede pasarse por alto la existencia de otros dispositivos que vienen siendo activamente utilizados para la consecución de este objetivo.

A la vista de todo este arsenal, resulta forzoso concluir que las persistentes demandas de las organizaciones patronales de flexibilizar aún más las plantillas no obedecen a una generalizada necesidad de ajustar la mano de obra empleada al ritmo de producción, pues, conforme se ha intentado demostrar, existen suficientes dispositivos para la consecución de este objetivo, y los indicadores estadísticos autorizan a pensar que los mismos han sido utilizados con la intensidad precisada. Por este lado, crece la sospecha de que bajo las peticiones empresariales se oculta la pretensión de implantar un sistema de relaciones laborales dura y limpiamente neoliberal, un régimen, en suma, en el que el despido injusto, además de libre, sea gratuito.

Más empleos precarios

Reflexionando de nuevo sobre el sentido de las modificaciones habidas en el cuadro legislativo español, hay que decir que las mismas tienen, probablemente, una significación racionalizadora desde una perspectiva de progreso técnico, siendo acordes con la situación de crisis económica. En cambio, lo que es más discutible es su efecto neto en la creación de empleos. El tema tiene enorme interés en la medida en que, como se ha dicho, el argumento alegado desde círculos empresariales y gubernamentales para justificar la flexibilidad en el empleo es, precisamente, su capacidad de generar puestos de trabajo mediante la posibilidad de adaptar las necesidades productivas de la empresa a la demanda. En este sentido, estudios solventes han puesto de relieve que la política de movilidad actúa como multiplicador del empleo en un contexto de expansión y ante un ágil y fluido marco de negociación entre las partes sociales. En caso contrario, la movilidad, desde luego, gratifica doblemente a los empresarios, al permitirles una mejor selección de los efectivos y al aumentar la productividad, pero deteríora el nivel de empleo.

En este contexto, afirmado por las duras réplicas de los hechos, la intención del Gobierno de elirninar los últimos y débiles controles a la más amplia utilización de contratos temporales podrá presentarse como una más de las medidas para activar el empleo o, lo que es igual, para reducir el desempleo. Nada hace esperar, sin embargo, que ello vaya a ser así. Se conseguirá, desde luego, la masificación de empleos precarios, la rotación de los puestos de trabajo y el rejuvenecimiento de las plantillas. No se conseguirán, sin embargo, los efectos siempre proclamados y nunca materializados, de contener el desempleo.

Fernando Valdés Dal-Re es catedrático de Derecho del Trabajo en la Universidad de Valladolid.

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