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La carga de los exámenes

Una enfermedad crónica se abate sobre la mayoría de los jóvenes españoles. Esta enfermedad, diagnosticada pocas veces y nunca remediada, ha esterilizado la capacidad creadora y el desarrollo intelectual, y, por supuesto, humano, de nuestro pueblo. A pesar de su gravedad, en los momentos en que hemos estado en vías de superar esta dolencia, nuestros políticos, consciente o inconscientemente, no han reparado en ella, ocupados con otros juegos. Y así hemos llegado a pensar que nuestra lejanía de Europa, la historia marginal y dramática de nuestros últimos siglos se debía fundamentalmente a errores políticos y a penuria económica. Es posible que el mal cultivo, más que la pobreza, de nuestro suelo y la sucesión de violencias que la mezquindad, la ignorancia y el fanatismo han impuesto a la vida española hayan contribuido al indudable retraso que llevamos frente a otros países europeos. Sin embargo, es en la educación, en los sistemas de enseñanza, en las instituciones docentes donde se hace patente con más claridad nuestro atraso y, si me lo permiten, nuestra barbarie.Cualquiera que haya conocido realmente sistemas y organizaciones pedagógicas de nuestros vecinos europeos tendrá que reconocer el ínfimo nivel de nuestra enseñanza. Resultado de ello es que el maravilloso y expectante territorio de la mente humana, trabajada y sembrada tal como se hace en nuestro país, acaba convirtiéndose en un yermo en el que sólo y excepcionalmente se produce algún fruto. Por supuesto que no quiero entrar en la estéril polémica de la ciencia española, o de esos patriotismos grotescos que centran en dos o tres palabras sonoras y vacías las razones de su grotesco orgullo. Mi intención es más concreta y trivial. Se trata de mostrar no los planes ideales, los grandes remedios para empezar a liberarnos de esa enfermedad mortal que nos aqueja, sino señalar directamente algunas de las causas más próximas que provocan este funesto malestar. Voy a aludir a ellas en el marco de la universidad, aunque son idénticos los planteamientos en la llamada enseñanza media.

El estudiante que llega a la universidad se enfrenta con una organización docente sustentada en dos puntos fundamentales: la asignatura y el examen.

La asignatura responde a una distribución de la materia docente encadenada a un detallado programa, que muchos profesores se sienten obligados a dar completo y, por consiguiente, a ofrecer así una exposición superficial e inconsistente. Pero, al mismo tiempo, el concepto de asignatura, muchas veces en contradicción con una organización moderna e interdisciplinaria de los conocimientos, ha convertido a la universidad en un conglomerado de conocimientos estancos e inútiles, donde una serie de profesores asignaturescos cumplen la misión de explicar lo inexplicable, de impartir muchas veces vulgaridades anquilosadas que para colmo van a exigir en el chantaje ritual del examen.

Una universidad que responda a las exigencias de un saber adecuado a nuestro tiempo no puede, en ningún momento, presentar la frontera de ebullición, de creatividad, de verdadera información que caracteriza a la actividad científica bajo ese esterilizador disfraz. La universidad no es una suma de planes de estudio anquilosados, sino un equipo de profesores que organizan la transmisión de los conocimientos, que los presentan a través de su propia y personal experiencia, que estimulan, señalan caminos, evitan desvíos y provocan continuamente el trabajo personal, la iniciativa intelectual, la pasión por el conocimiento. Pero para ello hay que haber alcanzado una cierta madurez, una peculiar riqueza. Uno de los más torpes planteamientos que se han hecho con los jóvenes universitarios, en la época en que comenzó la llamada masificación de la universidad, ha sido el ponerlos a impartir asignaturas. Efectivamente, entendida la universidad como una sucesión de cursos asignaturescos, lo importante es que las asignaturas se dieran. Repetir las vulgaridades que se exigen en el examen, y que sistematizan esos programas agobiantes, puede hacerlo cualquiera; bastaba reproducir con más o menos destreza las páginas de un manual o esa colección de estupideces que se fabrican, se negocian, se venden y que se suelen llamar apuntes. Consecuencia de ello ha sido una crítica injusta a la lección magistral, crítica que durante años ha sido una bandera demagógicamente ondeada. Mal podríamos rechazar en nuestro país lecciones magistrales cuando en la historia reciente de nuestra universidad no hemos podido tener maestros, porque si había alguno pronto desaparecía devorado por esa rueda rechinante de nuestra organización universitaria.

En lugar de ofrecérseles la posibilidad de conocer universidades extranjeras, nuevos sistemas de enseñanza, nuevos saberes a través de becas, intercambios, etcétera, nuestros jóvenes universitarios se han visto obligados a convertirse en profesores, a tener que sacar de su aún exigua formación aquello que no podían: experiencia intelectual, madurez.

No importa, que algunos, excepcionalmente, hayan podido escaparse al amenazador adocenamiento; la mayoría de ellos, impulsados por la grotesca máquina de asignaturas, apuntes, manuales y exámenes, han sido aplastados por ese horizonte de trivialidad.

Sorprende por ello que, al mismo tiempo, esa organización formal y totalmente arcaica sea tan rigurosa en la administración de su vaciedad. Así, un estudiante que pide traslado de una universidad a otra puede encontrar serias dificultades porque los planes de estudio no coinciden o porque le falte por aprobar alguna asignatura inexistente o que está colocada en otro curso distinto. Y lo que es más absurdo todavía, en una época en la que se ha inventado un ideológico y capcioso anuncio publicitario de la libertad de los padres para escoger el centro donde estudien sus hijos, nadie plantea el tema fundamental de la libertad de los hijos para escoger no sólo la universidad, sino las materias y, por supuesto, los profesores. Ningún estudiante puede poner en práctica su particular rechazo a tantas asignaturas absurdas y obligatorias y escoger si puede lo que verdaderamente le interese. Ni siquiera le es permitido ir a escuchar a aquellos profesores, si los hay, que le abran perspectivas nuevas, que verdaderamente le enseñen, sino que ha de padecer inexorablemente a esos otros, sin vocación y sin talento, que, por razones diversas, también nutren nuestra universidad. No hay más que hacer una elemental encuesta a nuestros universitarios para conocer hasta qué punto llega, por esos motivos, su decepción e incluso su desesperación.

No cabe que, desde un paternalismo injustificado, se pretenda explicar la necesidad de esta organización universitaria basándose en lo utópico que resulta, en nuestras circunstancias concretas y con nuestro pobre sistema de enseñanza media, pensar en otra forma de universidad. Este argumento, además de ser falaz, colabora a seguir sosteniendo nuestra miseria intelectual.

Otro de los grandes escollos de la vida universitaria y de todo nuestro sistema educativo es el examen. Por supuesto que si al acabar los estudios ha de darse un título profesional es evidente que el Estado tenga que controlar el nivel de sus aspirantes. Pero ello no quiere decir que, como ocurre frecuentemente, los universitarios preparen exámenes. Los exámenes no se preparan. Lo que se prepara o se debiera preparar es el conocimiento de una materia, de un saber, de un territorio de conocimientos. El examen es, pues, un paso subsidiario, marginal, en el que sin prisas, sin formalismos, sin la obligación de memorizar datos insustanciales el universitario pudiese, como pasa en la mayoría de las universidades extranjeras, poner a prueba su madurez. Proyectados hacia esos períodos febriles que, en junio o septiembre, angustian a nuestros estudiantes, nada más inútil que ese saber memorístico, manualesco, convertido en fórmulas que sólo sirven para pasar la disparatada liturgia examinadora. Una juventud filtrada a lo largo de los cinco cursos de universidad y de los diez o doce de enseñanza primaria y media acaba maltratando su mente, sus ilusiones y pensando que el apasionante mundo del saber y de la ciencia es ese horroroso organismo de mediocridad, falso pragmatismo e ignorancia que, como es manifiesto, ha frustrado durante siglos nuestras mejores posibilidades intelectuales.

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