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Literatura y vaciedad

En más de una ocasión lo he dicho, y no me cansaré de repetirlo: en el proceso de creciente sustantivación y autonomía de las actividades artísticas a cuya última etapa hemos llegado, mientras que aquellas artes que trabajan con materiales neutros pueden alcanzar la pureza en obras desprovistas de cualquier otro sentido que no sea el de la realización -lograda o frustrada- del valor estético, el arte literario, la poesía, es en cambio incapaz, por su índole intrínseca, de pureza semejante. Sus edificios están construidos con palabras, y las palabras, el lenguaje, a diferencia de los colores o de los sonidos, forman un sistema de signos, referidos como tales a objetos externos, lo cual excluye la pretendida inmanencia del producto artístico. Por mucho que se haga para desalojar de las palabras su significado, disimulándolo y ocultándolo, nunca se conseguirá su completa eliminación, no se conseguirá jamás que el discurso opere directamente sobre los sentidos, como las composiciones de color o de sonido en pintura o música, sino que tendrá que operar siempre a través de las referencias semánticas, es decir, mediante un recurso intelectual. Un escrito que, tras muy alambicados esfuerzos, haya llegado a hacerse ininteligible, difícil será que cause otro efecto que el de aburrir a quien se obstine en leerlo. (Aun la recitación por voz agradable y entonada de un texto cualquiera apenas pasará de valer como una pobre melodía para quien no entienda el idioma en que está escrito, o bien el artificioso galimatías de sus palabras y frases, si lo está en idioma conocido.) Esto es lo que quise expresar cuando, a propósito de literatura, he aludido alguna vez a la estética del tedio.Frente a un cuadro o frente a una pieza musical despojados de cualquier referencia ajena al valor artístico, puede que sea improcedente la pregunta acerca de lo que significa, de lo que quiere decir, pues acaso no quiere decir nada ni tiene un significado que no sea el implícito: significa lo que es, lo que se está viendo u oyendo, y ninguna otra cosa, de modo que el intento de explicarlo resultaría absurdo y vano. El percibirlo o no depende tan sólo de la sensibilidad educada del espectador u oyente. Pero una obra de arte literaria, un poema, se propone realizar el valor estético mediante el lenguaje, mediante palabras, esto es, mediante un sistema de signos, y si a los signos se les priva de significado se producirá un efecto de cortacircuito que, impidiendo la comunicación, cancela el propósito de la obra y hace fútil el empeño creador.

Tal viene ocurriendo hoy día con muchos de los libros que se escriben y publican, sin que registrar el hecho implique reproche ni tacha para sus autores, pues ocure como resultado inevitable de aquel proceso -al comienzo aludido- que en la historia de nuestra cultura ha conducido hacia una cada vez mayor autonomía de las actividades artísticas, y no por inepcia de quienes en nuestro tiempo cultivan las letras. Al contrario, es probable que haya en éstos un refinamiento, una sensibilidad y una destreza técnica superiores a los de épocas previas. Pero ¿es que podrían ejercitar sus facultades en manera análoga a la de ellos? No tendría sentido hacerlo, como para un pintor o un músico no lo tendría el repetir a los maestros precedentes. En todo caso, conviene que tomemos clara conciencia de la situación para no extraviarnos por sendas de quimera.

Ahora bien, una vez reconocido el hecho de que la creación artística en general ha asumido una posición autónoma, justificada en sí misma por virtud del valor estético que la inspira, y desarrolla dentro de sus propios términos, convendrá plantearse el problema -que no por circunstancial es nimio- de su inserción social; o dicho de otro modo, el problema de la aplicación y uso práctico Pasa a la página 12 Viene de la página 11 del objeto de puro arte así producido. En cuanto se refiere a la pintura, por ejemplo, cabe observar un sesgo bastante inesperado que a través de la abstracción la reconduciría hacia finalidades decorativas. Pero ¿y la literatura? Respecto de ella no habré de ser yo -poco dado que soy a profetizar- quien aventure un pronóstico sobre su inmediata suerte. Por un lado -por el lado de la literatura genuina, aquélla que aspira a valer como poesía-, la encontramos metida en el callejón sin salida de escritos, muy notables a veces, que, complacidos en sí mismos y absortos en la contemplación de su ombligo verbal, se cierran a toda comunicación y sólo invitan a quienes gusten de perderse en tan pequeño y vacuo laberinto, mientras que vemos proliferar, por otra parte, los escritos narrativos de ínfima calidad, despreoctipados de cuanto tenga alguna relación con el arte: literario, como no sea para suministrar barato alfiriento a la imaginación vulgar mediante una repetición, aguada y mecánica de los recursos tradicionales. Nadie pensará que la diversión de la mente ha de estar ligada a este tipo de floja literatura, y el tedio, a la literatura de muchos quilates: para una mente medianamente educada ocurre a la inversa. Pero esta mente tampoco puede satisfacerse de inocentes logomaquias que conducen la literatura, siguiendo dirección opuesta, a análoga condición: a la condición de entretenimiento trivial, por el estilo del que los crucigramas brindan en la página recreativa de los periódicos al ocioso que desee matar su tiempo en descifrarlos.

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