Las consecuencias del monetarismo en el Reino Unido y Estados Unidos / 1
En 1976, con ocasión del discurso presidencial ante la American Economic Association, el prestigioso economista Franco Modigliani no vacilaba al afirmar que "ahora todos somos monetaristas, si por monetarismo se entiende el asignar a la cantidad de dinero y a sus variaciones un papel decisivo en la determinación de los precios". Tras los primeros desarrollos monetaristas de Friedman en los años cincuenta y sesenta, la nouvelle vague monetarista de los Lucas, Sargent y Wallace ha ido ganando una aceptación creciente, sobre todo en los círculos académicos anglosajones, durante la década de los setenta, y en los dos o tres últimos años las teorías monetaristas de la inflación y sus defensores han conquistado el gobierno y la gestión económica de importantes países industrializados como el Reino Unido y Estados Unidos.Los resultados de la experiencia británica
A punto de vencer los tres primeros años del Gobierno conservador de Margaret Thatcher ya es posible trazar un balance de la política económica seguida analizando los datos estadísticos publicados por el Banco de Inglaterra. En el periodo de gobierno transcurrido, el Producto Nacional Bruto ha descendido el 3% en términos reales, la producción manufacturera se ha reducido en más del 19%, y el número de parados ha pasado de 1.300.000, en 1979, a 3.100.000 en la actualidad. Tampoco han tenido éxito los planes de reducción de impuestos a las familias y a las pequeñas y medianas empresas -ya anunciados por el canciller del Exchequer en junio de 1979 y objeto de tantas discusiones posteriores-, pues, de hecho, la presión fiscal ha aumentado y los impuestos que en 1979 absorbían el 39% de todos los bienes y servicios del país, en 1981 detraen el 45% de los mismos sin que el incremento de la presión fiscal se haya compensado con el descenso del endeudamiento del sector público.
Naturalmente, tampoco se ha registrado ninguna reducción en la magnitud del gasto público corriente globalmente considerado, a pesar de los fuertes recortes que han afectado a casi todos los sectores de la Administración pública británica sembrando el descontento en casi todos los estamentos sociales.
Por otra parte, no deja de llamar poderosamente la atención el hecho paradójico de que el enorme coste en términos de recesión y paro de la política monetarista aplicada ni siquiera ha permitido contener el aumento de la oferta monetaria. Además, el tipo de interés preferente también ha subido en este período desde el 12% al 17%, mientras que, en recompensa y para evitar la completa destrucción del aparato productivo británico, el tipo de descuento -que se había elevado hasta el 17% en el primer semestre de 1980- ha sido recientemente reconducido al nivel del 12% en contra de los criterios más tradicionales que hasta el momento había inspirado la política monetaria del Gobierno; signo evidente de que la dama de hierro ha tenido que ceder frente a las contradicciones más evidentes de su política económica.
El examen de las cifras anteriores debería estimular las reflexiones y desarrollos teóricos y empíricos de quienes se obstinan en ver en las políticas monetaria y crediticia generalizadas de coste restrictivo el mejor remedio contra los males de las modernas democracias industriales; tanto más cuanto ni siquiera en el frente de la lucha contra la inflación, el Gobienro británico ha conseguido los resultados esperados en vista de que tampoco ha sido capaz de contener el déficit presupuestario; una de las causas primarias de la inflación desde la óptica monetarista. Lo cierto es que del 10% en los tiempos del Gobierno laborista, durante el período 1978-1979, en la actualidad la inflación se sitúa en el 9% después de alcanzar máximos de casi el 20% en el bienio 1979-1980.
En definitiva, los resultados de la experiencia monetarista británica sirven para constatar la realidad incontrovertible de que los parcos éxitos en la lucha contra la inflación se han pagado con un importantísimo aumento del desempleo y con la destrucción de una parte sustancial de la base industrial del país, y de poco sirven las réplicas de los monetaristas a estas críticas aduciendo que los puestos de trabajo y las empresas que sobrevivan a la cura serán más productivos y que los efectos del monetarismo tienen que ser valorados a largo plazo porque -como en otro contexto afirmaba Keynes- a largo plazo todos estaremos muertos..., o en paro, que es otra forma de morir en vida.
La engañosa experiencia norteamericana
Los datos estadísticos que nos llegan del otro lado del Atlántico, tras un año y medio de Administración Reagan, también arrojan no pocas dudas sobre la credibilidad de la estrategia económica predicada por el presidente norteamericano durante su campaña electoral. El espectacular aumento del paro, que ya alcanza a más del 9% de la población activa estadounidense, ha multiplicado las voces del disenso, y los indicadores de popularidad del presidente acusan el impacto que sobre la sociedad americana ha provocado la evolución de dicha variable, pues, al contrario que la señora Thatcher, Ronald Reagan prometió que conseguiría un crecimiento no inflacionista sin aumentar el desempleo.
Es indudable que en la lucha contra la inflación, la estrategia económica de Reagan está dando buenos resultados, y a juzgar por los últimos datos disponibles -los precios de consumo en el mes de marzo han disminuido un 0,3% respecto al mes anterior, lo que viene a significar un 3,5% de inflación anual si se mantuviese la tendencia del primer trimestre de este año- y por las declaraciones de las autoridades económicas, se espera que el proceso se consolide de modo que la tasa de inflación se sitúe a niveles alemanes o japoneses, y así pueda cumplirse uno de los objetivos básicos de la Administración Reagan, a saber: extirpar las expectativas inflacionistas del tejido mismo de la economía americana, condición imprescindible para asentar una recuperación sana y duradera de las economías occidentales.
No obstante, si consideramos más en profundidad otros parámetros que definen el estado actual de la economía americana puede comprobarse que durante el período ya transcurrido de la denominada reaganomics se ha registrado un rápido crecimiento del déficit presupuestario que, según las últimas estimaciones, superará los 60.000 millones de dólares de 1981 para alcanzar la cifra récord de 110.000 millones en 1982. Es decir, que en un solo ejercicio presupuestario prácticamente el déficit público se habrá duplicado.
Este hecho es de la máxima trascendencia, pues, no en vano, la consolidación de los avances en la lucha contra la inflación y, en último término, la credibilidad a medio plazo de la estrategia económica americana depende de la coherencia y firmeza que se sepa imprimir a la política presupuestaria.
Hasta el momento, la denominada política de oferta de la Administración Reagan no ha dado la impresión de haber encontrado la solución a la contradicción fundamental entre una firme política de control de los agregados monetarios -con sus inevitables secuelas de elevados tipos de interés y caída en el nivel de actividad económica- y una ambigua y poco convincente política presupuestaria expansiva.
Por un lado, la política de impuestos es confusa, ya que aunque el próximo mes de julio debe aplicarse la segunda fase del plan Kemp-Roth de reducciones de impuestos directos, al mismo tiempo se manifiestan fuertes presiones para aumentar los impuestos indirectos que permitan reducir el enorme déficit federal.
Hasta ahora, la primera fase del plan de reducciones impositivas sólo ha tenido el visible efecto de disminuir los ingresos federales sin estimular los esperados aumentos de la inversión que propugnaban los teóricos de la política de oferta.
Por otro lado, la política de recortes selectivos del gasto público federal ha sacrificado gran parte de la inversión pública y de los programas de gastos de asistencia social, primando el dinamismo de determinados gastos federales y, sobre todo, de los gastos militares, que -como es notorio- albergan un gran potencial inflacionista.
Como puede comprenderse fácilmente, si no se controla la política presupuestaria en su doble vertiente impositiva y de gasto público, el neoliberalismo norteamericano corre el riesgo de continuar la escalada de los déficit públicos.
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