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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Rey y el Premio Carlomagno

EL REY recibió ayer, en la ciudad de Aquisgrán, el Premio Carlomagno por su labor en favor del restablecimiento de las libertades democráticas en España y su contribución a la unidad europea. El valor simbólico de esta distinción, creada en 1949, se halla acreditado tanto por la lista de personalidades que la han recibido a lo largo de más de treinta años como por los merecimientos que justifican su otorgamiento. Los españoles saben, por propia experiencia, que el compromiso de don Juan Carlos con la democracia representativa tiene el valor añadido, que redunda en su veracidad y sinceridad, del carácter voluntario, meditado y libre de los actos con los que lo asumió. En noviembre de 1975, el Rey pudo elegir entre muchos y muy distintos caminos de futuro, desde la conservación de las estructuras de la democracia orgánica hasta la modernización política del sistema para equipararlo con los regímenes europeos de vieja raíz parlamentaria. Su decisión de ser el motor del cambio fue tomada en condiciones de completa libertad, ya que el Rey tuvo a su disposición la posibilidad de promover otras fórmulas reformadoras y a medio camino entre la autocracia y el sistema democrático, que hubieran sido aceptadas por sectores muy influyentes de nuestro país y de las naciones occidentales, pero que hubieran hecho imposible la reconciliación entre todos los españoles. El cese-dimisión de Carlos Arias en junio de 1976, el rechazo de la oferta de democracia administrada desde arriba propuesta por Manuel Fraga, el. nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, el aval dado a la fase de la transición que culminó en las elecciones generales de 1977 y la aceptación de una Constitución que limitaba los amplísimos poderes legados al Rey por Franco y confiaba a la Corona funciones históricas de arbitraje, moderación y representación nacional por encima de la política a corto plazo, mostraron sobradamente la profundidad y solidez de las convicciones democráticas, de don Juan Carlos. La larga noche del 23 de febrero de 1981 sirvió para que los desconfiados y reticentes, tanto en España como en Europa, comprobaran cómo el compromiso del Rey con el sistema constitucional permanecía firme y entero en una situación límite. Porque en aquellas horas de terrible oscuridad, don Juan Carlos tuvo de nuevo en sus manos la posibilidad de elegir, libremente, entre los muchos caminos que la intentona de los sediciosos de hecho abría y resolvió, con riesgo para su persona y para la Corona, ratificar su lealtad al sistema constitucional y encabezar la defensa de las libertades de todos los españoles.

En su discurso de Aquisgrán, don Juan Carlos, que se ha presentado a sí mismo como "el primer servidor" de su país, ha explicado que era su "obligación como Rey de España" contribuir al pleno restablecimiento de la unidad, la libertad y la, concordia de todos los españoles, y que la única vía posible en el siglo XX para conseguir ese objetivo era la democracia. También ha subrayado que ese nuevo sistema político "de libertad, convivencia y diálogo, de autoridad legítima y de afirmación del pluralismo" se ha logrado en muy poco tiempo y "sin rupturas ni discordias, sin exclusiones ni venganzas". Aunque una apreciación dominada por los análisis de coyuntura y por los temores a la doble amenaza del golpismo y del terrorismo se sorprenda de esa visión confiada del futuro, lo cierto es que, desde una perspectiva histórica y a largo plazo, las palabras del Rey están cargadas de razón. Don Juan Carlos ha recordado que la estima de España por la paz tiene profundas raíces emocionales en las luchas fratricidas que la llevaron a "experimentar, en su carne el dolor de la discordia y de la guerra". Las grandes empresas de nuestro tiempo no son sangrientas cruzadas o aventuras bélicas expansionistas, sino, como ha señalado el Rey, el desarrollo de la personalidad histórica de nuestro pueblo, la conservación de sus fecundas diferencias, el incremento de la libertad "para los hombres, los grupos sociales y las comunidades autónomas", la consecución de una mayor justicia y el florecimiento de una cultura que ha contribuido decisivamente a la formación de Europa y de todo Occidente.

Cuando la lógica irracional del nacionalismo, la inmolación de los seres humanos a los símbolos y a la retórica, el renacimiento de los instintos tribales, la utilización de los conflictos externos como adormidera sangrienta de los problemas internos y la estrategia planetaria de las superpo tencias amenazan con desencadenar una hecatombe de consecuencias incalculables en el Atlántico sur, el llamamiento del Rey de España para el mantenimiento de la paz y la convivencia en el mundo entero es mucho más que la expresión cortés de un buen deseo. Don Juan Carlos, de añadidura, ha señalado, tal vez con el pensamiento puesto en las Malvinas, que España, a la vez europea y transeuropea, se halla proyectada desde ,su nacimiento mas allá del Viejo Continente y es una "nación hispánica", miembro de la comunidad de naciones hispánicas independientes. La voluntad española de integración en una Europa unida y libre, proyecto que sufre ahora una formidable crisis en sus estructuras económicas y comerciales, como señalarían el canciller Schmidt y Leo Tindemans en sus discursos previos, no puede anular ni disminuir su irrenunciable pertenencia a esa "comunidad de pueblos hispánicos que perdura mas allá de los vínculos políticos como unidad de lengua, de cultura, de tradiciones y costumbres". Es de esperar que el Gobierno, cuyo presidente acompañó al Rey en su viaje, gesto no fácil de entender en términos políticos y protocolarios, sepa extraer las pertinentes conclusiones políticas, encaminadas a situarnos en el conflicto de las Malvinas con claridad y con coherencia, de esas premisas históricas expuestas por don Juan Carlos.

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