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Drama y autor

Cuando muere alguien relevante, el tópico de las redacciones suele decir que "deja un vacío difícil de llenar". Acierta siempre. Cada persona es irremplazable, irrepetible y, pese a lo que otro tópico altivo y desdeñoso asegura, es indispensable. Cuando se aplica, como en estos días, a la muerte de Peter Weiss, la proclamación del vacío es aún más lúgubre. No deja herederos. No quisiera caer en las iras de Angel García Pintado, que hace anos días, preludiando su inminente estreno en un teatro nacional, aseguraba que decir que no nay autores es una canallada. Lengluaje vivo, nervioso, propio de quien vive una situación opresiva (es autor, y al mismo tiempo no puede serlo: es autor porque escribe y se le reconoce; no lo es porque se le han ido negando, hasta hoy, las ocasiones de comprobarlo con an estreno), pero injusto.No es una canallada decir que río hay autores: es una constatación de un fenómeno universal. Es, probablemente, una canallada el hecho en sí; el de que unos mecanismos teatrales hayan funcionado de manera que no haya autores, que no estrenen autores, y que se les vaya suplantando. Hay una re

[ación, por lo menos cronológica, y sin duda de causa a efecto, entre el hecho de la expulsión de los autores -su disminución, su limitación, la reducción de su peso en el teatro- y la decadencia misma del teatro. El intento de sustitución del autor ha fracasado. Hay ahora, en el mundo, una cierta reparación de este error, una nueva valoración del texto, un nuevo interés por la narración escénica -sea cual sea el estilo al que se acuda para hacerla: con la condición de que esté bien hecha- que, si sigue adelante, puede dar resultados.

El mecanismo se conoce y se ha expuesto aquí mismo más de una vez. En un momento dado, que corresponde a circunstancias políticas y sociales y que coincide con los sistemas que emplean los nuevos medios de difusión del mensaje dramático, el teatro comienza a practicar una división del trabajo y un reparto de sus poderes. Coincide con unas aspiraciones sociales que niegan la autocracia, el despotismo, el poder de una sola persona. El autor comienza a perder autoridad -y no es casual que las dos palabras tengan la misma raíz-

Autoridad sobre el personaje

El sábado pasado, Miguel Defibes, recordando a Castellet, comentaba en Abc algunos problemas de la novela con estas palabras: "El novelista comienza a perder autoridad sobre sus personajes, al tiempo que se debilita la del padre sobre los hijos, la del profesor sobre los discípulos o la del alcalde sobre sus ciudadanos". En el teatro este efecto es doble. Por una parte, es interno, propio de esta forma de literatura que es la dramática: Pirandello advierte y acepta la rebelión de los personajes cuando ya viene sucediendo desde hace tiempo. Esa remisión de la autoría- autoridad va progresando después rápidamente: se llega al concepto de obra abierta, en la que el autor debe incluso no ejercer ninguna autoridad sobre el espectador: que sea él quien realice la narración con los elementos que se le dan, quien infiera o conjeture los resultados, las consecuencias, las tesis; que aproveche lo que a él le convenga. Pero, por otra parte, esta nueva condición gaseosa del autor, que quiere convertirse en una especie de médium inconsciente, se plantea de una manera externa, práctica, diaria: va desapareciendo su importancia en el hecho teatral. Se le dobla de un director.

Aparece muchas veces un dramaturgo, con un sentido distinto al que tenía la palabra (dramaturgo era antes del autor), que dará su propia teatralidad a, la obra. Surge, con la técnica, un enjambre de personas en las que se divide y subdivide el trabajo: figurinistas, escenógrafos (confiados, a su vez, en realizadores de trajes y decorados), luminotécnicos, foniatras, coreógrafos, músicos, sonidistas, montadores musicales. Y maestros de esgrima, y profesores que explican la época. Este útil y hacendoso enjambre cae principalmente sobre los actores, pero se manifiesta, de una manera decisiva, en la obra. Oficios útiles y necesarios. Puede decirse que existían antes, pero que estaban asumidos únicamente por el autor. Basta leer cualquier obra de teatro de hace unos años muy pocos para ver sus acotaciones: el autor describía minuciosamente el decorado, señalaba las entradas y salidas de los personajes y por dónde debían hacerlas; las inflexiones de voz para cada frase, los gestos de los actores, los cambios de luces; hasta la manera en que debía bajar el telón. Los actores realizaban la obra: su talento -o la falta de él- eran propios. Podía en más de una ocasión, con su conocimiento y con su práctica, indicar al autor correcciones posibles: formas de diálogo o situaciones concretas que, aun pareciendo bien en la escritura, no eran posibles o verosímiles en el escenario. El autor asistía a los ensayos y dirigía la obra con el primer actor o con el director de escena cuando lo hubo de una manera independiente. En estos momentos, a los autores se les suele vedar el acceso a los ensayos y, si se les permite, se les ruega que no comenten demasiado lo que ven, a no ser en sentido favorable.

Lo que se ha puesto en marcha es un mecanismo de suplantación. Los que eran colaboradores del autor han ido, poco a poco, suplantándole. Han terminado por considerarle un intruso, una persona molesta y desplazada. En todo esto hay un engaño que los creadores de espectáculos apenas perciben: cuando, buscan autores muertos o extranjeros es solamente para suprimir la molestia del autor vivo, para poder modelar su obra a su gusto; pero en realidad siguen proclamarido su necesidad de texto. Unicamente sucede que, al final, se creen ellos mismos los autores de un Calderón o de un Chéjov. La importancia práctica de esta cuestión es ostensible: los que se consideran creadores de espectáculos, productores y directores, con su enjambre correspondiente, vedan el acceso de autores nuevos. o simplemente de autores vivos. Cuando los aceptan, tratan de someterles y ininimizarles. Ha habido ya, y aún debe haber, autores colaboracionistas, capaces de escribir una obra sólo para que los demás la urdan y la trabajen (lo que se llaman propuestas escénicas). O simplerriente resignados que saben que su única oportunidad de estrenar es someterse a todo. Otros simplemente desertan: buscan otras ramas de la literatura en que puedan expresar mejor su condición o su vocación de autores-escritores.

Por un proceso similar los actores buscan también otras salidas y van, poco a poco, abandonando el teatro, o practicándolo sólo de cuando en cuando para dar fe de su vida y de la permanencia de su talento. En el cine, en la televisión o en la radio Pueden estar mucho más sometidos; pero estos medios no son el teatro, por cuya función y por cuya finalidad tienen aún un respeto profundo.

Algunas de estas son las razones por las cuales no hay autores y por las que, poco a poco, no va habiendo teatro. Resumidas, se podría decir que el teatro está dejando de ser un género literario para convertirse en un espectáculo, y sólo en un espectáculo. Está claro que, a la hora de elegir espectáculos, el teatro no tiene posibilidades de concurrencia con otros medios.

El prestigio

Por eso es difícil de llenar el vacío -volvamos al tópico- que deja Peter Weiss. Era un autor que todavía se izaba sobre un enorme prestigio, y por una valentía considerable al abordar a veces temas directos de su tiempo, de nuestro tiempo, aun sabiéndolos erimeros. Había comenzado en una época y en un lugar donde el teatro era aún una parte de la literatura; vivió el tránsito, pero ya tenía prestigio suficiente para dominarlo (aunque todavía pequeños directores le conviertan en caricatura de sí mismo). Hay algunos motivos, algunos datos para suponer que vamos hacia lo que se llamaría -y no sería exacto- un regreso: una vuelta al teatro de texto y al teatro de auitor; es decir, al teatro de literatura dramática, y, por tanto, de reflejo social y de calidad cultural. En este supuesto regreso no se van a dejar atrás los descubrimientos de esta era.

Toda revolución, aunque fracase, deja unas huellas indelebles, marca los límites entre lo que fue y lo que será. Si la corriente fuese favorable, el teatro no perdería el enjambre laborioso que ha ido acumulando, la técnica que ha incorporado y que le ha servido, pero la dejaría en el servicio directo a la obra y no a su anulación o su suplantación. Esto terminará de suceder, quizá, cuando el dinero que anima al teatro y la necesidad de espectadores haga caer algunas vendas delante de algunos ojos.

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