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Los liberales

Don Luis Horno se presentó en el hotel Alfonso I con todos mis libros bajo el brazo. Me había dicho: "Me reconocerá usted porque tengo poco pelo y algo disperso, y ando un poco encorvado de espaldas". Sacó un montón de fichas de su bolsillo y me advirtió: "Antes quiero que sepa quién soy yo". Don Luis Horno me había invitado -patrocinado por la Caja de Ahorros la Inmaculada, de Zaragoza- para que encabezara una serie de entrevistas que él iba a hacer en público a seis escritoras catalanas. Mientras aragoneses y catalanes se disputan las aguas del Ebro, Horno había pensado en algo tan poco rentable hoy día como entrevistar a seis mujeres, que escriben y además son catalanas.Don Luis Horno, pues, me contó quién era él. Para que la cosa quedara clara, supongo. Empezó una especie de entrevistas pero al revés. Me dijo que su padre había sido el presidente de Renovación Española en Aragón. Me contó que a los veintidós años se llevó a Roma el manto de la Virgen del Pilar en una caja de cartón, pues su rey, el rey Alfonso XIII, se estaba muriendo y quería que le cubrieran con el manto. Los de Renovación Española, dispersos y traicionados después de la guerra civil, no tenían a nadie con pasaporte, así que le escogieron a él, que era joven, arrebatado, monárquico y, sobre todo, tenía pasaporte.

Pasó todas las insalvables aduanas franquistas de lo que era entonces el aeródromo de Zaragoza con su manto bajo el brazo y, cuando llegó a Roma, tuvo que pedir dinero prestado, pues no tenía ni para un taxi. "Dos gentiles hombres", como dice él, le recibieron en el Grand Hotel y luego le invitaron a cenar. Más tarde, la reina Victoria, que estaba muy triste, pero no tan vieja como cuando se murió, recibió al joven fogoso y le hizo un discurso muy soberano. En el entierro del rey, don Luis Horno, que estaba también muy triste, se divirtió mucho, pues oyó una voz detrás que decía: "A este cabrón me lo cargo yo cuando vuelva a España". Se dio la vuelta y se topó de narices con el general Queipo de Llano, el cual, no sólo no se cargó a nadie al regresar a España, sino que recibió de buen grado una hermosa hacienda en Andalucía que el cabrón en cuestión le regaló.

Don Luis Horno, luego de dejar el manto encima del rey que agonizaba, dijo que tenía que irse a Bolonia y, llevado por su arrebatada pasión monárquica, dijo a los gentiles hombres que se quedaran con el manto de la Virgen si esto hacía feliz a la reina Victoria, pues ya era demasiada desgracia tener que ver cómo el rey se le moría en soledad. "Aunque a mí me metan en la cárcel al regresar a España". Sin embargo, los caballeros le respondieron que muchas gracias, pero que sólo lo necesitaban para unos días, ya que la presencia del manto consolaba a la reina de la ausencia irremediable de su augusto esposo. En Bolonia, Horno escribió una tesis doctoral sobre los sindicatos verticales que nunca publicó, ya que don Juan frunció el entrecejo soberano cuando se enteró. Don Luis Horno ha sido catedrático de Derecho Canónico y tiene un montón de hijos repartidos en dos tandas. Ahora vive de organizar el papeleo del canal de Fernando el Católico, que es algo así como el canal de Isabel II en Madrid. Es, además, crítico literario, por lo cual cobra muchísimo menos que los periodistas jóvenes de la Prensa amarilla, de esos que se interesan por las defecaciones de los famosos a larga distancia. Cuando el rey Juan Carlos fue a Zaragoza, don Luis Horno se esrondió con su hija menor tras una columna de la Basílica y aguantó allí dos horas sólo por ver de cerca al que fue nieto de aquel rey que quiso morir bajo el manto de la Virgen del Pilar. Cuestión de fidelidades.

Supongo que Horno necesitó relatarme todo esto con el fin de que yo le entendiera a él, de que supiera que era un señor muy católico, muy monárquico, muy padre y algo conservador. Y allí estábamos los dos en el vestíbulo del Alfonso I. Yo no sabía su historia, ni tampoco que en Zaragoza gente más radical, más joven y mucho menos monárquica y conservadora se había preguntado: "¿Pero cómo va a entrevistar un señor como ese a una señora como ésta?". Ante un público disparatado y multiforme, de señores leales a lo que don Luis Horno nunca ha dejado de creer, y de una gama creciente de herejes y heterodoxos, don Luis me hizo una entrevista ejemplar: quiero decir que ni una sola vez me miró de reojo ni estuvo a punto de lanzarme ningún dardo moral contra alguien que piensa que el matrimonio es, las más de las veces, un pacto canibalístico a dos, o que cree en la necesidad del aborto para poder elegir la maternidad. Aguantó con distraída y clásica serenidad algunas risitas del público y en ningún momento se puso a llorar o a proferir anatemas.

Y es que don Luis Horno es un liberal que cree en el libre fluir de las ideas, no un liberal económico, que cree en el fluir del dinero, ni político, que cree en el fluir del poder. Un liberal a secas, algo anacrónico un ser humano que, por desgracia, está en decadencia y se encuentra en casi todos los partidos y en las mejores y peores familias. Me dejó hablar y luego habló él, y ambos coincidimos que los grandes libros son aquellos que uno se lleva a todas partes, incluido cuando se va al retrete.

Don Luis Horno, que fue presidente del Ateneo durante años oscuros y acaso repetibles, que luchó para que no fuera vetado ni Tierno Galván, que tuvo un hermano alcalde y que le gustan las natillas con locura, coincidió conmigo en que no hay desastre peor para un país que una guerra civil, pues estas guerras no se acaban en mucho tiempo, y que los conspiradores son mucho más listos que los que intentan llevar a cabo un juego limpio.

Algún día quizá don Luis Horno y yo nos encontremos ante el mismo paredón. Y después de confesarse, me temo que uno de los últimos, liberales me va a hacer un guiño de complicidad.

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