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Tribuna:América Latina y la democracia / 4
Tribuna
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Imperio e ideología

Desde mediados del siglo pasado, la hegemonía norteamericana sobre el continente fue continua e indiscutible. Aunque denunciada una y otra vez por los latinoamericanos, la doctrina Monroe fue la expresión de esa realidad. También en esta esfera la revolución cubana se presenta como una ruptura radical. Nueva intervención de la Némesis: la politica desdeñosa y hostil de Washington arrojó a Castro en brazos de Rusia. Como un don caído del cielo de la historia -adonde no reina la dialéctica, sino la casualidad-, los rusos recibieron algo que Napoleón III, la reina Victoria y el Kaiser siempre ambicionaron y nunca obtuvieron: una base política y militar en Amé rica. Desde el punto de vista de la historia, el fin de la doctrina Monroe significa una vuelta al principio: como en el siglo XVI, nuestro continente está abierto a la expansión de las potencias extracontinentales. De ahí que el fin de la presencia norteamericana en Cuba no haya sido una victoria del antiimperialismo. El ocaso (relativo) de la supremacía de Estados Unidos significa, inequívoca y primordialmente, que la expansión imperial rusa ha llegado a América Latina. Nos hemos convertido en otro campo de batalla de las grandes potencias. Más exactamente: nos han convertido. No han sido nuestros pasos, sino los accidentes de la historia los que nos han llevado a esta situación. ¿Qué podemos hacer? Poco o mucho, lo primero es tratar de pensar con lucidez e independencia; en seguida, y, sobre todo, no resignarse a la pasividad del objeto.Cuba y la URSS

Más afortunados que Napoleón III en su aventura mexicana, los rusos no han tenido necesidad de enviar tropas a Cuba ni de combatir. Es una situación diametralmente opuesta a la de Afganistán. El Gobierno de Castro ha liquidado a la oposición, compuesta en su mayoría por antiguos partidarios suyos, y ha dominado y acallado con dureza a los descontentos. La Unión Soviética cuenta en Cuba con aliados seguros, unidos a ella por los lazos del interés, la ideología y la complicidad. La coalición ruso-cubana es diplomática, económica, militar y política.

La diplomacia cubana sostiene en todas las cancillerías y en los foros internacionales puntos de vista idénticos a los de la Unión Soviética; además sirve y defiende, con diligencia y habilidad, a los intereses rusos entre los países no alineados. Rusia y los países del Este europeo subvencionan a la desfalleciente economía cubana, aunque, por lo visto, no lo suficiente. En cambio, su ayuda militar es cuantiosa y sin proporción con las necesidades de la isla. En realidad, las tropas cubanas son una avanzada militar de los soviéticos y han participado en operaciones guerreras en Africa y en otras partes. No es realista -es lo menos que se puede decir- cerrar los ojos, como lo han hecho algunos Gobiernos" entre ellos el mexicano, ante el carácter acentuadamente militar de la alianza ruso-cubana.

La importancia de Cuba como base política es mayor todavía, si a estas alturas es lícito distinguir entre lo militar y lo político. La Habana ha sido y es un centro de agitación, propaganda, coordinación y entrenamiento de los movimientos revolucionarios de América Latina. Sin embargo, las revueltas y agitaciones que sacuden a nuestro continente, especialmente en la América Central, no son el resultado de una conspiración ruso-cubana ni de las maquinaciones del comunismo internacional, como se empeñan en repetir los voceros del Gobierno norteamericano. Es tos movimientos, todos lo sabemos, son la consecuencia de las in justicias sociales, la pobreza y la ausencia de libertades públicas que prevalecen en mucho s países latinoamericanos. Los soviéticos no han inventado el descontento: lo utilizan y tratan de confiscarlo para sus fines. Hay que confesar que casi siempre lo consiguen. No ha sido ajena a este resultado la errante política de Estados Unidos.

Aprendices de revolucionarios

Dicho todo esto, me pregunto: ¿por qué muchos movimientos revolucionarios, en su origen generosas respuestas a condiciones sociales injustas, y aun intolerables, se convierten en instrumentos soviéticos? ¿Por qué, al triunfar, reproducen en sus países el modelo totalitario de dominación burocrática?

La organización y la disciplina de los partidos comunistas impresionan casi siempre al aprendiz revolucionario; son cuerpos que combinan dos formas de asociación de probada cohesión interna y capacidad proselitista y combativa: el ejército y la orden religiosa. En uno y otra, la ideología une a las voluntades y justifica la división del trabajo y las estrictas jerarquías. Ambos son escuelas de acción y de obediencia. El partido, además, es la personificación colectiva de la ideología. La primacía de lo político sobre lo económico es uno de los rasgos que distinguen al imperialismo ruso de los imperialismos capitalistas de Occidente. Pero lo político, no como una estrategia y una táctica únicamente, sino como una dimensión de la ideología. Alain Beganson llama ideocracia a la Unión Soviética, y la denominación es justa: en ese país la ideología desempeña una función semejante, aunque en un nivel intelectual- mucho más bajo, a la de la teología en la corte de Felipe II Es una de las características premodernas del Estado ruso y que corroboran su naturaleza híbrida, mixtura sorprendente de arcaísmo y modernidad. Al mismo tiempo, la preeminencia de la ideología explica la seducción que todavía ejerce el sistema comunista en mentes simples y entre intelectuales oriundos de países donde las ideas liberales y democráticas han penetrado tarde y mal. Las clases populares de América Latina, campesinos y obreros tradicional y persistentemente católicos, han sido insensibles a la fascinación del nuevo absolutismo totalitario; en cambio, los intelectuales y la pequeña y alta burguesía, al perder la antigua fe, abrazan este sucedáneo ideológico, consagrado por la ciencia. La gran mayoría de los dirigentes revolucionarios de América Latina pertenecen a la clase media y alta, es decir a los grupos sociales donde prolifera la ideología.

La política ideológica no está reñida con el realismo. La historia de los fanatismos es rica en jefes sagaces y, valerosos, diestros estrategas y hábiles diplomáticos. Stalin fue un monstruo, no un iluso. Al contrario, la ideología nos aligera de escrúpulos, pues introduce en las relaciones políticas, por naturaleza relativas, un absoluto en cuyo nombre todo o casi todo está permitido. En el caso de la ideología comunista, el absoluto tiene un nombre: las leyes del desarrollo histórico. La traducción de esas leyes a términos políticos y morales es "la liberación de la humanidad", una tarea confiada por esas mismas leyes, en esta época, al proletariado industrial.

Fin moral

Todo lo que sirva a este fin, incluso los crímenes, es moral. ¿Quién define al fin y a los medios? ¿El proletariado mismo? No: su vanguardia, el partido y sus jefes. Hace ya más de cuarenta años, en su respuesta a León Trotski, el filósofo John Dewey demostró la falacia de este razonamiento. En primer término, es más que dudosa la existencia de esas leyes del desarrollo histórico y más dudoso aún que sean los jefes comunistas los más idóneos para interpretarlas y ejecutarlas. En segundo lugar, incluso si esas leyes tuviesen la vigencia rigurosa de una ley física, ¿cómo deducir de ellas una moral? La ley de la gravitación no es ni buena ni mala. Ningún teorema prohíbe matar o decreta la caridad. Un critico añade: si Marx hubiese descubierto que las leyes del desarrollo histórico tienden no a liberar a los hombres, sino a esclavizarlos, ¿sería moral luchar por la esclavitud universal de la humanidad?*. El cientismo es la máscara del nuevo absolutismo.

Trotski no contestó a Dewey, pero después de su muerte no ha disminuido, sino aumentado, el número de los creyentes en esas leyes que otorgan la absolución moral a aquellos que obran en su nombre. No es dificil advertir los orígenes de esta moral: es una versión laica de la guerra santa. El nuevo absoluto logra conquistar la adhesión de muchas conciencias porque satisface la antigua y perpetua sed de totalidad que padecemos todos los hombres. Absoluto y totalidad son las dos caras de la misma realidad psíquica. Buscamos la totalidad porque es la reconciliación de nuestro ser aislado, huérfano y errante, con el todo, el fin del exilio que comienza al nacer. Esta es una de las raíces de la religión y del amor; también del sueño de fraternidad e igualdad. Necesitamos a un absoluto porque sólo él puede darnos la certidumbre de la verdad y la bondad de la totalidad que hemos abrazado. Al comienzo, los revolucionarios están unidos por una fraternidad en la que todavía la búsqueda del poder y la lucha de los intereses y las personas son indistinguibles de la pasión justiciera. Es una fraternidad regida por un absoluto, pero que necesita además, para realizarse como totalidad, afirmarse frente al exterior. Así nace el otro, que no es simplemente el adversario politico que profesa opiniones distintas a las nuestras: el otro es el enemigo de lo absoluto, el enemigo absoluto. Hay que exterminarlo. Sueño heroico, terrible... y despertar horrible: el otro es nuestro doble.

*Baruch Knei-Paz: The Social and Political Thought of Leon Trotski. Oxford University Press (1978).

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