Fuenteovejuna en un pueblo cántabro
Los vecinos de Reocín están dispuestos a vender sus casas para que una empresa minera explote el subsuelo a cielo abierto
Hasta no hace mucho, Reocín (río de zinc) era un pueblo feliz y unido. El zinc ha sido desde siempre su medio de vida y gracias a él este pueblo cántabro ha conocido tiempos de esplendor, no muy lejanos, cuando aquí había un cine, dos restaurantes y hasta dos peluquerías de señoras. Cuando empezaron a venir mal dadas se estrecharon los lazos entre los vecinos y se registraron muestras de solidaridad impresionantes. Como cuando saltó el dique de aguas residuales en el 65 y el agua se llevó diecisiete vidas. O como cuando, dos años más tarde, unas excavaciones mal calculadas produjeron el hundimiento de una zona del pueblo, que tuvo que ser reconstruída. O como cuando en noviembre del 76 los mineros se encerraron por la discusión del convenio y el entonces gobernador civil de la provincia quiso combatirles con desmesurada dureza, y prohibió que se les pasara agua y comida, o que recibieran la visita del médico. Todos estos trances estimularon la solidaridad entre los vecinos.Sin embargo, lo que hoy se encuentra en Reocín no es un pueblo boyante, sino en retirada. No es una gente solidaria, sino un sálvese quien pueda. La desgracia del pueblo la ha traído la mina, como antes trajo la prosperidad. Ya hace tiempo que la Real Compañía Asturiana empezó a tener dificultades, hasta el punto que hoy está en trámite de fusión con otra nueva, la Asturiana de Zinc. Ya hace tiempo que la mina no ofrece puestos de trabajo para los jóvenes, y hay entre los 650 habitantes que quedan en Reocín no menos de cuarenta buenos mozos, con la mili terminada, sin otra ocupación que jugar al futbolín en el bar del pueblo.
Lo que hasta no hace mucho era una explotación interior, que respetaba en gran medida el entorno, ha dado a paso a la explotación a cielo abierto. Hoy se puede ver junto al pueblo un enorme cráter que ha devorando ya bastantes de las casas que, desperdigadas por un monte próximo a Torrelavega, componen el pueblo. Sus antiguos habitantes viven ahora en Torelavega o en Puente San Miguel, y el cráter sigue avanzando. Reocín ya ha perdido una tercera parte de su población y su muerte se adivina próxima.
Miguel de Remón, director técnico del yacimiento, explica: "La explotación interior ya no supone más que el 35 % del total. El resto es lo que obtenemos a cielo abierto y no hay más remedio que seguir avanzando. El yacimiento pasa por debajo del pueblo. En el interior apenas queda mineral en condiciones explotables. Piense que ya estamos tan abajo que bombeamos un metro cúbico de agua por segundo, y eso nos cuesta trescientos millones al año. Hay que seguir con el cielo abierto o marcharse."
¿Cuánto vale un pueblo?
Los más contrarios a la empresa la acusan de haber utilizado una política de hechos consumados, de haber tirado adelante con los barrenos hasta amenazar la seguridad de los vecinos, para forzarles a marcharse. Cuentan de piedras de hasta veinticinco kilos que han caído sobre casas, de grietas, de desperfectos, de un acoso brutal para convencer a los más reacios para que se marchen.Y la verdad es que no hay nadie que no esté dispuesto a marcharse. Las diferencias las marcan las peticiones que unos y otros hacen. Quienes trabajan en la mina son acusados por los que no lo hacen de conformarse con demasiado poco ( millón y medio por la casa) por miedo a las represalias. Les echan en cara la pérdida de aquel espíritu que provocó el glorioso encierro del 76, que todos recuerdan con orgullo. Por su parte, ellos son acusados de plantear exigencias desorbitadas, que pueden obligar a parar el yacimiento y a matar de hambre al pueblo.
En medio de todos está el alcalde, Vicente Sáiz, socialista. No vive en Reocín, porque en realidad este pueblo no es más que una pedanía, dependiente de Puente San Miguel, cabeza de municipio. Este conflicto le ha convertido en un hombre sumamente cauteloso, que incluso solicita ver las acreditaciones de los redactores de EL PAIS antes de entrar en el tema, por temor a que lo que tiene ante sí no sean periodistas, sino enviados de una u otra parte para pillarle en algún renuncio: "De momento hemos conseguido una pequeña tregua. La empresa ha restringido mucho los tiros y se ha abierto un plazo para que los vecinos entre guen sus peticiones y la empresa las estudie." El propio alcalde, escogido por empresa y vecinos como árbitro, tramita las peticiones. No quiere hacer referencia a casos concretos, pero calcula que la suma total de las peticiones rebasa los quinientos millones.
Halcones y palomas
Eugenio Díaz, alcalde pedáneo de Reocín, centrista, con trabajo como mecánico en la mina y nacido en casa de la empresa, es uno de los "palomas". Está dispuesto a irse, habla prudentemente del problema y destaca el riesgo que se ponen las exigencias desmesuradas: "Me dan vivienda por vivienda y yo me marcho, Claro que me gustaría seguir en el pueblo, pero no hay remedio, porque hay que levantarlo entero. Lo que no podemos hacer es vivir del aire y dejar que la mina cierre. Y conste que, contra lo que le hayan dicho otros, yo, no estoy vendido a la empresa. Yo he luchado para que pararan los tiros y me he enfrentado a ellos. Pero sé que sin mina no hay pueblo."Tampoco Cayo García, propietario del único restaurante que queda en el pueblo, quiere poner pegas: "Yo, con que me den un piso donde sea, un bajo para montar un negocio y que me compensen por dejar éste, me marcho. Y creo qué la empresa va a cumplir, porque siempre lo ha hecho. Cuando el hundimiento, se vino esto abajo. Me tuvieron un año viviendo fuera y lo reconstruyeron después. Y siempre que las explosiones provocan algún desperfecto vienen y lo pagan."
El extremo opuesto es Román Alvaro, de 43 años, uno de los "halcones". Se defiende de las acusaciones de los "palomas": "Yo no trabajo en la mina, sino en la Firestone, pero no quiero que se hunda, por tengo en ella tres hermanos y una hermana. Quiero sólo que me den lo mío. Una casa como la que tengo y un terreno de doscientos carros (el carro equivale a 179 metros cuadrados), o que me den un precio justo por ello." Ha valorado su tierra en 125.000 pesetas el carro. Un portavoz de la empresa estima este precio poco razonable, que eso es lo que cuestan los terrenos edificables en las afueras de Torrelavega, que en zonas como Reocín se está pagando el carro a 40.000 pesetas.
Román Alvaro y otro grupo de vecinos que desconfía del alcalde pedáneo y de la junta vecinal se han constituido para presionar a la empresa en busca de altas indemnizaciones. Pedro Fernández, El Senador, es otro de los miembros de la comisión. Asegura que están dispuestos a ceder: "No pueden forzar a quien no quiera a irse a vivir a una ciudad, porque la gente de aquí es de campo y gusta del aire, de la tranquilidad de una casa unifamiliar. Estaríamos dispuestos a ceder algo, si acaso, a cambio de garantías para que la juventud del pueblo entrase a trabajar a cambio de nuestro sacrificio en la mina." Este método ya fue utilizado por Lorenzo Salam para conseguir que el mayor de sus hijos entrara en la mina. Es el único joven del pueblo que ha entrado en la mina en los últimos diez años: "Necesitaban instalar un tendido eléctrico a través de una finca mía y me pidieron precio. Yo les dije que me colocaran al chico. Se resistieron, me ofrecieron mucho dinero, pero ¿qué otra cosa me iba a interesar a mí más que el porvenir de mi hijo? Ahora tiene que ser lo mismo. Mi mujer llora todas las noches, y me dice que si la meto en un piso la mato, pero si nos dan trabajo para los otros cuatro chicos...".
Las desuniones han acabado hace tiempo con la posibilidad de que el pueblo fuera reconstruído en algún lugar próximo. Los que aceptaron en seguida piso en Puente San Miguel o Torrelavega primero, y los que rechazaron el lugar propuesto por la empresa después, han agotado esa posibilidad. El cementerio es ya lo único que todos quieren rescatar, el único testimonio que puede quedar de la existencia de este pueblo cuando, en un plazo de dos años, su demolición esté consumada.
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