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Reportaje:Estampas de una década

Nudo de feministas

Manuel Vicent

La libertad había llegado a este país, y la chica estaba muy buena, pero no sabía nada, ni siquiera que un buen culo femenino, aun dentro de la democracia, es una fuente de energía o de promoción social. Se había formado en la escuela del ganchillo, con punto bobo o de arroz, un bodoque combinado con el bachillerato en el colegio de monjas, que desde niña le introdujo la convicción, aceptada con gusto, de tener que fregar los platos, hacer la cama y lavar la muda del príncipe azul. Probablemente su amor hubiera desembocado en el pecho varonil de un oficinista con dos trienios. Ese era su destino natural. Un elegante vendedor de grandes almacenes con un pasador de corbata del Real Madrid, un agente de seguros que te habla de tu muerte con sonrisa de conejo y lleva un maletín de iberpiel lleno de siniestros, un representante de papelería y objetos de escritorio, incluso un abogado especialista en echar colchones de viuda a la calle en pisos que amenazan ruina. Si no hubiera encontrado a aquel fotógrafo tan progresista, ahora la chica sería una dulce esposa que va a la peluquería los viernes, remedia las pasiones del marido los sábados después del bingo sin hacer ruido para que no se despierten los niños, se come una tortilla de patatas, tamaño familiar los domingos en Serranillos Playa y guarda los supositorios contra el catarro en la nevera, pagada a plazos.Casarse de blanco Se llamaba Genoveva. Al terminar el COU entró de secretaria en una empresa de construcción, y aunque en aquel despacho un ejecutivo de chaqueta con botonadura de ancla intentó echarle algún viaje a los ijares, la chica no se dejó. Aunque así fue ascendida en su carrera y pasó a enseñar el piso piloto en un bloque de viviendas de Getafe. Era una de esas señoritas, vestida de azafata con gorrito de yoquei, que te recibe sobre la moqueta acrílica entre andamios y te muestra el baño alicatado hasta el techo, la grifería coronada de leones rampantes y escudos ducales, los armarios empotrados, la cocina con muebles For Lady. Genoveva ponía su instinto al servicio de la empresa, y cuando entraba en el dormitorio principal, con olor a yeso húmedo, susurraba una voz íntima para explicar cómo se encendían los apliques color de rosa que iluminaban un desnudo de esmalte. Ella misma tentaba con el trasero la resistencia de la cama, y entonces los clientes tragaban saliva. Después sacaba a la pareja de novios o al matrimonio de inmigrados a la terraza con vistas al yermo infinito, lleno de ovejas merinas que pacían entre grúas y hormigoneras, y señalaba un basurero cercano donde iría la piscina olímpica y el campo de tenis. Todo venía explicado en el folleto satinado.

Siempre había algún cliente preocupado por la solidez de las cosas que daba puñetazos en los tabiques. Entonces ella advertía un poco seca, con cierta ironía:

-No dé muy fuerte, que es provisional.

-Era por curiosidad.

-Como siga usted así, nos caemos al sótano.

-¿Y en cuánto sale esto?

-Un millón en mano, y el resto, hasta siete, a convenir. La empresa le regala un año de bono-bus.

-¿Va usted incluida en el precio?

-Una no está en venta.

Genoveva paraba de golpe a los rijosos. Era una estrecha clásica, que pensaba casarse de blanco y soñaba con tener lista de boda en una tienda de Serrano. No sé cómo explicar que aquella era una chica totalmente alienada. Baste con decir que jamás había ido a Ibiza, ni había fumado marihuana, ni siquiera había votado a UCD. Tenía una cultura hecha bajo el secador de la peluquería, leía revistas del corazón mientras se le secaba la laca de las uñas y sacaba media lengua de gusto cuando oía a Julio Iglesias balar como una cabrita. Para ella, Franco era un rey godo.

En cambio, Víctor Luis, a pesar del nombre, era un tipo magnífico, un progresista con pipa, barbudo y apaleado en los saltos callejeros de la transición. Había estudiado hasta tercero de Económicas, pero a mitad de carrera vio crecer delante de sus cejas un muro de hormigón, sintió la tentación estética y se hizo fotógrafo, como todos. Vivía en una buhardilla de Malasaña, y había montado un laboratorio de revelado en el retrete. A salto de mata logró estabilizarse con encargos publicitarios: retratar bloques de ladrillo visto plantados en medio del secano que dieran la sensación de estar rodeados de un jardín tropical, sacarle el máximo partido a un sauce raquítico y a un par de cactus procurando que quedara fuera de objetivo el vertedero. Cosas así.

Víctor Luis era un artista y había colaborado en dos libros, uno sobre pintadas políticas en las paredes, y otro sobre viejos de pueblo con muchas arrugas contra un fondo de sillares románicos. Además poseía un archivo propio de manifestaciones, mítines y cargas de la policía. Si las concentraciones eran de izquierda, en las fotografías se veían rostros nobles y tensos de obreros oyendo discursos con unción, niños adorables con gorrito rojo dormiditos en los brazos de su padre con una banderita del partido en la mano. Si eran de la plaza de Oriente aparecían fascistas con correajes, bocas desdentadas sorprendidas en un grito terrible, gente patibularia con el pecho lleno de medallas. No había término medio. Su pieza más valiosa era aquella en que se vislumbraba a un mozalbete con pistola apuntando por la espalda a unos manifestantes que huían como en un cuadro de Genovés. La foto había servido de prueba en un proceso. Piensen en un progresista con bufanda y morral, la camisa abierta y un pequeño bronce de la diosa Tanit balanceándose en el esternón. Así era. Encima, Víctor Luis iba de feminista por la vida, lo que equivale a un doctorado.

Material virgen a remodelar

El fotógrafo progresista conoció a Genoveva en el piso piloto. Ambos quedaron atraídos como polos de carga opuesta, y un súbito ardor los llevó hasta los pies de un cura con pantalón de pana, que los casó sin más, bajo un techo de uralita. El joven progresista estaba feliz, se había dado cuenta en seguida de que aquella muchacha, aunque le lavaba los calzoncillos con devoción y se empeñaba en llevarle el desayuno a la cama, era un material virgen que podía ser remodelado. Ella no se había planteado ninguna duda. Creía que una buena esposa tenía que dar cera a los muebles, sacar brillo a las baldosas, frotar la vajilla con jabón activado y después de aclarar los cacharros de la cena ponerse esa crema tan suave que deja las manos aptas para la caricia nocturna. Lo había oído en la televisión.

-He visto una lámpara monísima.

-¿Ah, sí?

-En Galerías Preciados. Es de paja china.

-Qué bien.

-Está en promoción. Tirada de precio. Se ve que allí la mano de obra es muy barata. Como hay tanta gente.

-Será eso.

-Amor mío, ¿los chinos son rojos? Son amarillos, creo.

-Claro.

Había mucho que restaurar en aquella idiota, pero él era un feminista coherente y empezó a realizar sobre ella un buen trabajo. Le enseñó a liberarse. Después de un forcejeo psicológico logró convencerla de que poseía buenas dotes intelectuales para seguir una carrera universitaria. Aún estaba a tiempo. Lo mejor sería que se matriculara en Filosofía y Letras. Por su parte no tenía inconveniente en ayudarla hasta el último detalle en las labores domésticas. Harían la cama juntos, fregarían los platos juntos, limpiarían la casa juntos. Después de todo, eso es el amor. Pero aquella actitud masculina rayaba un poco el cerebro de la chica. Le daba no se qué ver a su marido colgando la colada en el patio interior, mientras canturreaba con la pipa puesta un tema de los Rollings Stones o pelando patatas al tiempo que le explicaba la diferencia entre orgasmo clitórico y orgasmo vaginal, o aplicándose con la fregona por el pasillo entre historias de liberación y hazañas de Angela Davis. Víctor Luis le dio a leer El cuademo dorado de Doris Lessing y las cosas más comestibles de Virginia Wolf, para abrir boca. La chica abandonó el trabajo en el piso piloto y modales de traje sastre o de rebeca de angorina.

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Decidió ir todos los días a la facultad. Lentamente descubrió un mundo apasionante para ella, fue cogiendo reflejos y seguridad en sí misma y al cabo de un año, analizada por fuera, ya era una progresista homologable. por dentro tardó un poco más. Mientras tanto, a la feliz pareja le había nacido un hijo, que el día de mañana también sería progresista.

Tijeras para podar esquejes de macho

Genoveva se alistó en el ejército de liberación femenina. por pura lógida amorosa. También por pura lógica laboral, el fotógrafo se quedó sin trabajo. Se estaba convirtiendo en un tipo algo cargado de espaldas, con entradas hasta el primer tercio del cráneo, que intentalba colocar reportajes en las revistas sin éxito. Vivían de algún proyecto publicitario cada vez más difícil de conseguir. Por ley natural, él pasaba todo el día en casa o más bien en el laboratorio del retrete revelando fotos que nadie publicaría de momento, y atendía la papilla del niño, al hervido matrimonial, al cobrador del gas, a los avisos de la portera.

-Cariño, he sacado sobresaliente en historia medieval.

-Es fantástico. Te lo dije.

-¿Y tú qué has hecho?

-Unas patatas con coliflor.

-Hoy, en la facultad, he conocido a Carmen Real.

-¿A quién?

Carmen Real era una feminista de línea dura, de las que van por ahí con unas tijeras de podar esquejes de macho. Contra lo que se dice en las recetas, no era fea ni lesbiana, sino una chica inteligente, de nariz respingona, que en la universidad aglutinaba a un grupo de guerrilleras en la lucha por la emancipación dei la mujer. Un día la apalearon en los aledaños de las Salesas cuando iba con un cartel que decía: "Yo también soy adúltera". En otra ocasión la sacaron a rastras de la antesala de un tribunal donde se juzgaba a unas obreras por aborto. Esa era la parte más vis:ible de su actividad, además de llevar botas de anca de potro y camiseta con una podadeira estampada.

Por otro lado, estaba decidida a que ningún tipo la penetrara jamás, aunque tuviera la carrocería de Paul Newman, desque que intentó violarla enun portal de la calle de Hortaleza un señor con guayebera y rizos de brillantina. Se libró de milagro, mediante un rodillazo instintivo que fue a parar por casualidad en pleno arco de triunfo de aquel galán. Son cosas que pasan. Se pueden remediar con un spray, con cinco lecciones de kárate o leyendo al dorso las instrucciones en una caja de cerillas, pero no tienen gracia. En la tertulia que aquel grupo de guerrilleras tenía en el café Comercial los jueves por la tarde se comentaban los adelantos de la técnica.

-Lo más práctico es un buen fumigador.

-Yo tengo uno de Andorra.

-¿Y funciona?

-La otra noche se me acercó un tío con cara de obseso, y le dejé sulfatado como a un pulgón.

-A lo mejor quería pedirte fuego.

-Da igual. Se quedó garreando.

Genoveva participaba en aquella reunión de feministas de línea dura, aunque no concebía cierta agresividad que emanaba allí entre los lingotazos de ginebra. Tampoco le gustaba ir vestida con hebillas y herrajes, botas de media caña, brazalete romano y los riñones claveteados con chinchetas. Era aún muy sensible a la galantería de ciertos caballeros, que los hay todavía, de esos que te ceden el asiento en el autobús, te abren la puerta del coche y te suben la compra hasta el rellano. Ella no los insultaba, como otras, pero ahora ya sabía lo principal. El mundo está organizado desde el punto de vista del hombre. El interés del macho domina en la sociedad. La mujer ha sido educada en la ternura, en el sentimentalismo y en el candor, dentro de una incultura premeditada para potenciar aún más el predominio de ellos. Que si el lacito rosa, que si la muñequita que hace pipí, que si una niña no debe subirse a los árboles ni decir palabrotas. De eso a zurcirle los calcetines durante toda la vida a un bestia de pecho peludo y camiseta de imperio no hay más que un paso. La mujer tiene derecho a un desarrollo íntegro de su personalidad en la igualdad de condiciones. El placer, la libertad, el trabajo, esas cosas.

Después de todo, Genoveva había tenido suerte. En ese momento Víctor Luis estaba limpiando la caquita del niño mientras ella escuchaba las soflamas de Carmen Real en el café a media tarde y ejercía el papel de liberada a base de darle al anís del Mono y firmar manifiestos. Probablemente el asun to comenzó a estropearse por la cuestión del dinero. En la buhardilla de Malasaña no entraba un duro; en cambio, Genoveva ya sabía explicar las luchas de clase en tiempos de Carlos V. La pareja dejó de pagar el al quiler como primera providencia, luego re bañó alguna pasta de la familia y de los amigos, vendió el equipo estereofónico, y el hombre trató de colocar el archivo en un periódico que iba a salir. Ella sacaba sobresa liente en muchas asignaturas, no tenía por qué dejar aquello ahora que le había cogido el tranquillo. Además ya era una cara cono cida en los coloquios, y un día la había felicitado Aranguren y era bien recibida en la trastienda de algunas librerías especializadas. Sin duda pasaba por una mala racha familiar, a Víctor Luis cada día le salía peor el potaje, ya no ponía aquel amor en el perejil ni presumía de su mano para la sal. De la buhardilla se fue apoderando un sólido olor a tigre. En aquel muladar por donde se arrastraba un furioso taca-taca de niño se veían calcetines sucios entre los libros de filosofía, pellejos de chorizo en medio de las sábanas, cepillos de dientes dentro de los zapatos. La pareja de canarios hacía ocho mases que había muerto.

Entonces apareció él con pantalón de franela, chaqueta azul y el cuello de la camisa abierto sobre la solapa, un tipo moreno de lámpara, perfumado con Paco Rabane, que se le arrimó a la barra de una cafetería, la miré de abajo arriba como un gallo de Madagascar, jugueteando con el llavín del. coche y la invitó a un viaje a Ibiza. Aunque a simple vista aquél era un hortera de molde, la chica aceptó fumarse un cigarrillo con él. Dos días después, un poco avergonzada, lo comentó en la tertulia feminista del Comercial.

-Me miraba como a una yegua. ¿Qué hago?

-No seas idiota.

-¿Conocéis Ibiza?

-Ibiza está llena de oficinistas. De jefes de negociado sin taparrabos.

-Qué horror.

Aquella tarde, Genoveva acompañó a Carmen Real a un gimnasio japonés, donde la feminista de línea dura tomaba lecciones de artes marciales. Ya sabía levantar el juanete hasta las cejas. Conocía los puntos flacos del esqueleto machista. Es mucho menos de lo que parece. Le das así un cate seco con la arista de la palma en la yugular, y luego otro golpe con el talón en la corva y cae como una bayeta. Así iba ella con la camiseta rellena, con unas tijeras estampadas sobre el oleaje de los senos.

El gimnasio olía a linimento sudado, y en las paredes había fotografias de bonzos en oración, una especie de monjes rapados en letargo, que no sabías si estaban pensando en Tao o en sacar una patada eléctrica por debajo de la bata para darte en el morro. Se respiraba allí un clima ascético, lleno de: gritos secos y rituales, seguidos de un sonido hondo, como de saco de harina que cae en la lona. La amiga se metió en el vestuario y Genoveva esperó sentada en una banqueta a ras de la pista. De pronto, en medio de la lona, vio a aquel hortera de la cafetería dando saltos terroríficos. Era cinturón negro. La musculatura aceitada le salía por la. bocamanga, y los pies descalzos parecían tener una sensibilidad mortal cuando garreaban a dos metros de altura. Genoveva, llena de admiración, le saludó con la mano. El yudoka dejó por un momento de matar japoneses de aire, se acercó a la barandilla y le dio un beso lleno de reflejos de sudor. El tipo era muy sabio en esto. Fue directamente al grano.

-Esta noche me largo a Ibiza.

-¿Ah, sí?

-Aquello queda en pie. ¿Te vienes?

-Bueno.

-Espérame a la salida, junto al quiosco. Antes tengo que deshacerme de una pesada.

Carmen Real apareció hecha un brazo de mar, con cinturón naranja. Primero, se postró en oración sobre la lona, como. era preceptivo. En seguida buscó con ojos ávidos a su amante secreto, que era el yudoka más fiero, el que más japoneses mataba. Tampoco vio a Genoveva, que había dejado la banqueta vacía. En realidad, ni el fotógrafo progresista ni la feminista de línea dura encontraron nunca a su mujer objeto ni a su novio fortachón. Después de montar uri negocio de calamares en Ibiza, ahora están dando clases de esquí acuático en la bahía de Pollensa.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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