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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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El castellano

En estos días parece que hay fuerte movida en torno del castellano, con los premios Cervantes y Príncipe de Asturias, más la llegada a España de los mexicanos Juan Rulfo y Octavio Paz. Tenemos mucho que aprender de estos grandes escritores que escriben el español de América. Tenemos que aprender a escribir.No a escribir en el sentido literario (aunque a lo mejor también), sino en el sentido de lo que pudiéramos llamar un patriotismo del idioma. Ellos, fronterizos del inglés yanqui -¿tantos millones de hombres hablaremos inglés, padre Rubén?-, sometidos a la infiltración constante del inglés comercial, laboral y hasta musical, se han salvado refugiándose crespamente en un castellano cimarrón, fronterizo, exasperado, que es el que ellos mismos se han hecho con los arcaísmos de España y los neologismos de sus selvas naturales, mejor que el neologismo artificial de la selva de hormigón pretensado de Manhattan. Gracias a eso, y sabiéndose muy bien sabido el inglés -mejor que nosotros, claro-, García Márquez se ha hecho universal, como Onetti, Carpentier, Borges, Cortázar, etcétera -profundizando el castellano, su castellano de América, exasperándolo, barroquizándolo, como han dicho aquí una y otra vez los críticos españoles, los sobrinos que quedan del torpor socialrealista, sin palabras ni método para definir o explicar el nuevo mundo literario que, esta vez en viaje inverso, como cuando Rubén, Neruda o Vallejo-, se les venía encima del tintero redaccional. De modo que al fondo de la revolución estética del castellano de América había -hay-, como siempre ocurre, una revolución social, política, la rebeldía dialectal de un pueblo contra el colonialismo idiomático/ ideológico de otro. (También suele producirse el fenómeno inverso: una revolución da un lenguaje: la Comuna, en cierta medida, da a Rimbaud).

Mientras esto, tan hermoso, pasa en América, aquí en España estamos sufriendo/disfrutando dos infiltraciones del inglés: la indeliberada, popular, discotequera, y la deliberada, querida, buscada, de los escritores que confiesan no haber leído nada, o muy poco, en castellano, porque sólo leen anglosajones del XVIII en su propio idioma. Son los que han caído en el sutil truco judío de Borges. Borges, con ternos y alardes de escritor británico, escribe un castellano depuradísimo, lleno de frases de ida y vuelta que nos remiten directamente a Gracián. Algunos de nuestros pequeñitos han caído en la trampa saducea del gran Borges y se han baldado para siempre como escritores. Ahora, más que bilingües, son incapaces en dos idiomas, como alguien dijo que Madariaga lo era en cinco. Ayer se me acercaba, en la plaza de Chueca, por entre los pasotas/acratillas que allí toman un sol ocioso y oloroso, cierto argentino joven, cruzado de flipota y buhonero:

-Vos, Umbral, habés dicho que Borges era un pelotudo, y a mí me dolió el almita.

Yo nunca digo boludo, porque no es palabra vivida por mí, como reivindicaría Jorge Guillén. Y yo lo que digo de Borges es lo que acabo de decir: que es un Gracián vestido de rentista de la City y hace su juego de espejos de sastre presentando como britanizante una de las más altas prosas españolas de todos los tiempos. Un esnobismo, en fin, que me es muy grato. García Márquez hasta se permite, en este periódico, escribir mal en un artículo, todo el rato, desde el título, el nombre del actor mexicano/yanqui Anthony Quenn, al que llama Quinn. También en este periódico hemos visto a Cela recibiendo a Juan Rulfo. Nuestra juventud más joven flipa hoy con Rulfo. ¿Y qué es Pedro Páramo sino un mexicanismo aldeano transfigurado genialmente en estructura verbal? Como tantas páginas de Cela, Delibes, Cunqueiro, Ferlosio y Aldecoa son prodigiosas estructuras verbales levemente apoyadas en un motivo localista. La lección rebelde de los grandes latinochés, que es política e idiomática, nunca acabamos de aprenderla.

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