_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Havemann y el 'socialismo real'

Cuando aún no estaba declarada la guerra fría, en 1945, apareció en un periódico norteamericano una caricatura que mostraba dos cerdos, uno degollado y colgando de un muro, el otro rezongando feliz; el primero con los rasgos de Hitler y el segundo con los de Stalin. "¡Maldita sea, hemos matado al cerdo que no tocaba!", se explicó el dibujante. Por aquellos días, Churchill acuñaba la metáfora del telón de acero, el mundo occidental se sumía en una ola anticomunista que tuvo más de defensa que de doctrina, y el estalinismo remachaba los últimos clavos de un edificio del que ya estaban siendo arrojados, a sangre, terror o silencio, millones de discrepantes.A partir de entonces, no tendrían que preocuparse los reaccionarios por buscar argumentos. Se los daban hechos. Es más, Stalin estuvo a punto de hacer buena la teoría de Löwenthal según la cual no hay que ser fascista para ser anticomunista sino que hasta los demócratas estarían obligados a esa militancia que Thomas Mann llamó la estupidez fundamental de nuestro tiempo. Por eso, son muchos los pensadores comunistas (y, con más razón, los socialistas) que recuerdan aquella caricatura publicada en el New Yorker, en 1945. Para colmo, no siempre iba a ser verdad que a todos los cerdos les llega pronto su San Martin. Algunos hasta mueren de viejos, en la cama, completado el ciclo (o el gulag) que se propusieron.

Que el estalinismo causó más daño al movimiento comunista que el propio anticomunismo es una opinión polémica que casi siempre ha sido mal planteada. Cierto que, desde entonces, vale como emblema electoral el dilema socialismo o libertad (lo utiliza hasta el bávaro Strauss), al igual que desde Lenin lo había sido el de socialismo o democracia. Pero hay otros textos y otras lecturas del marxismo (y no necesariamente firmados por Marx) que desmienten esas teorías, sin necesidad de esperar al Eurocomunismo o al apasionante experimento de la malograda primavera de Praga, en 1968.

Robert Havemann, el disidente germano-oriental fallecido el pasado día 11 de abril después de un militancia ejemplar contra los abusos del socialismo real que gobierna en la RDA, fue quien mejor explicó, y con mayor entusiasmo y eficacia desde el Este, que la palabra socialismo no excluye sino que exige los conceptos de libertad y democracia. Conciencia crítica de quienes, como el actual jefe del partido y del Estado, Erich Honecker, fueron sus compañeros en las prisiones nazis y en los primeros años del régimen de Ulbricht, Havemann no aceptó el exilio a pesar de las continuas insinuaciones y hasta puentes de plata que le tendieron las autoridades, y ejerció, por ello, la más demoledora de las críticas que puede recibir un sistema: la emitida por quien siempre estuvo dentro del santuario y siguió creyendo, a pesar de todo, en su posible bondad. "El cepo más duro, puesto en las piernas de la revolución socialista y que le impide avanzar con libertad, somos nosotros, la RDA", repitió muchas veces. Como antes Einstein y Ernst Bloch, también Havemann fue expulsado (en 1966) de la Academia de Ciencias de Berlín. El mismo pensó, cuando Bloch era empujado al exilio, que después de la expulsión de Einstein por los nazis, debería de haber quedado absolutamente fuera de lugar el que otro miembro de la Academia de Prusia (este fue su

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

nombre primero), pudiera ser excluido de nuevo por motivos políticos, ideológicos o racistas. Pero los caminos de la verguenza, en determinados regímenes políticos, no tienen fin ni atienden a comparaciones, aunque éstas puedan resultar clamorosamente odiosas.

Científico de prestigio como Sajarov, disidente de buena y demoledora pluma como Djilas o Solyenitsin, recluido domiciliariamente y borrado de todos sus cargos públicos (incluida su cátedra de Física en la Universidad Humboltd de Berlín), es ocioso preguntar por los motivos que marginaron a Havemann de la primera plana de la disidencia internacional. Al fin y al cabo, tampoco su muerte ha tenido mayor eco, por mucho que la fecha en que sucedió, el Sábado Santo, fuese la indicada para esconder noticias que exigen alguna meditación. Si la postura disidente de Havemann fue una pesadilla para los políticos que satelizaron (y siguen) a la RDA en torno a las consignas de la Unión Soviética, no ha sido menos incómoda para quienes tienen por costumbre utilizar en beneficio propio la delicada posición de otros exiliados más famosos. Con Havemann nunca fue posible el espectáculo Solyenitsin. Por ejemplo.

Havemann fue siempre un convencido socialista que creyó que, de los dos Estados alemanes, "el mejor con diferencia" (pensando siempre en el futuro de un socialismo en libertad) es el de la RDA. Desde esa posición, un exiliado no podría, sin perder autoridad, publicar corrosivos ataques contra el sistema neoestalinista (le su país de nacimiento. Sería criticado, "y con razón" pensaba él, por muchos de sus amigos del Oeste a causa le su salida, y estaría en el blanco de las suspicacias burguesas si, en cambio, destacaba lo bueno que, a pesar de todo, encontraba en ese sistema. "Si yo abandonara la RDA", declaró en 1973, "decepcionaría a todos mis amigos de aquí. Y lo malo no sería la decepción que sintieran respecto a mi persona. Lo peor es que les daría motivos para durar de la razón de nuestra causa".

El autor de Autobiografía de un marxista alemán estaba convencido de que el futuro de los países del llamado socialismo real depende de los habitantes que no han perdido la fe en el socialismo a secas, el de la libertad como necesidad, título de otra de sus obras publicadas en España. "Sería verdaderamente una traición si uno de nosotros, sin una necesidad forzosa, les abandonara", decía. Y se quedó para siempre en la RDA, contra el deseo de unas autoridades que intentaron criminalizar su postura política crítica con un juicio por evasión de divisas en el que ni siquiera pudo ser defendido (muros de entrada y de salida) por su abogado, el español Enrique Gimbernat.

La disidencia del profesor Havemann, ejercida ya desde su importante posición de cofundador del partido comunista, diputado de la Cámara Popular y científico afamado, es muy temprana. Se inicia, a finales de los años cuarenta, con su oposición a la bomba atómica; se vuelve insoportable cuando crítica el muro de Berlín (1961); se agrava cuando en 1956 se hacen públicos los crímenes del estalinismo en el XX Congreso del PCUS, (que recibió "con asco y verguenza"); y se desborda con la entrada de los tanques del Pacto de Varsovia en Praga, que agostan de raíz la única primavera del Este en la que parecía darse cumplimiento a un viejo y ya casi increible sueño: el de que el socialismo y la democracia pueden (deben) caminar juntos. Aquella siega brutal le pareció a Havemann "el día más aciago y negro de la historia del movimiento comunista".

Pero no son los hechos criticados los que le caracterizan como el disidente más importante de su país. Son los argumentos que utiliza. Havemann es, además de hombre de ciencias o de letras, un político, un filósofo marxista de rara capacidad crítica y, sobre todo, un sociólogo con no escasos conocimientos de economía, que utiliza para dejar al descubierto, una tras otra, las continuas contradicciones de los gobiernos del llamado socialismo real. Así, sus compatriotas no sólo están obligados a vivir en una nevera ideológica, sino que tampoco tienen ventajas económicas que les compense esa falta de libertad (si es que hay algo que pueda compensar tal ayuno).

Entre las muchas pruebas que impone Havemann, hay una contundente y sencilla: el Muro de Berlín. ¿Cuántos germano-orientales lo cruzarían camino de Occidente, si abrieran sus puertas? Huirían en masa, dice el único de todos ellos que fue empujado a marcharse y rechazó el puente de plata. Porque soñaba con el día en que habría de romperse desde dentro esa desconfianza del pueblo hacia el Estado y del Estado hacia el pueblo, ese infernal círculo vicioso. Bertolt Brecht, tras los sucesos de junio de 1953, vio el desenlace con desencanto: "El gobierno debe elegir un nuevo pueblo". A Havemann, menos irónico en su largo sufrimiento, le resultaba más difícil ajustar cuentas con la propia injusticia.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_