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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las elecciones de El Salvador

El País

LAS ELECCIONES en la República de El Salvador no se planteaban como un fin -es decir, para que los parlamentarios y los gobernantes elegidos directamente por el pueblo administrasen el país-, sino como un medio, como un trámite para iniciar otra clase de gestiones. Ha salido algo que quizás no estaba previsto en la mente de los que proyectaron estos comicios: una victoria pirrica de la Democracia Cristiana, que sólo consigue 25 escaños frente a la mayoría de 35 que ha logrado juntar la derecha y, sobre todo, la extrema derecha, para la Asamblea Constituyente de 60 puestos. Y un rechazo extendido a los métodos de la guerrilla, incluso por parte de muchos de quienes apoyan su causa, tras los ataques armados a los electores que aguardaban cola para votar.La Democracia Cristiana, que ha apadrinado el proceso electoral que ha llevado a las urnas -en una situación bélica- a un alto porcentaje del electorado, se encuentra ahora en una posición de rehén en beneficio de la ultraderecha. La imagen de la guerrilla tratando de boicotear a tiros la votación es al tiempo un error y un crimen de los revolucionarios, que tampoco han logrado impedir el voto a un gran sector de la población. Paradójicamente estas elecciones, que debían haber confirmado, según los proyectos de Washington, la legitimidad de la Junta de Duarte, nacida de un golpe militar en 1979, ofrecen la consecuencia contraria a la buscada. Regresan al poder los hombre de la extrema derecha que estuvieron al servicio del derrocado general Humberto Romero. Su antiguo jefe de la inteligencia militar, el mayor D'Aubuisson, se convierte ahora en árbitro de la situación.

Este militar expulsado del Ejército, declarado persona no grata en Estados Unidos y del que el ex embajador norteamericano en San Salvador, Robert White, dijo que era un "asesino patológico", es el que reparte las cartas tras las elecciones del domingo. De momento, sus condiciones para hacer gobernable el país son el apartamiento de Duarte de la presidencia, y el desmontaje de las reformas socioeconómicas realizadas tímidamente por los militares y civiles que tomaron el poder hace tres años.

Washington puede ahora seguir ayudando, y hasta multiplicar su ayuda, con la explicación de que lo hace a un Gobierno legal surgido de las urnas y amenazado por una subversión armada de origen castrista, de ideología leninista y apoyada por la URSS. La situación es más compleja que todo esto; no hay elecciones válidas en un país arrasado por la guerra civil; y el origen de la sublevación es un estado social miserable y una necesidad frente a los asesinatos continuos de poblaciones campesinas; pero la verdad ya no depende de los datos, sino de las formas y de quien tiene la fuerza para sostener las palabras que definan esas formas.

El trámite se ha cumplido. Hay ahora un año de plazo para sujetar el país: hay que redactar una Constitución y con ella -y la ley electoral que se decida- convocar nuevas elecciones legislativas. Se supone que para entonces no debe haber ninguna presencia guerrillera ni ninguna presión para ejercer el voto. Se supone también que Reagan habrá conseguido sofocar la situación en los otros países de América Central, y que Nicaragua habrá sido lo suficientemente contenida.

Este trámite electoral era el plazo y la condición puesta por Reagan y por Haig a proyectos más razonables de otros países, en los que se incluye una pacificación general de la zona de Centroamérica y el Caribe, a partir del reconocimiento de unas situaciones sociales y políticas imposibles y de un establecimiento de democracias reales. No se pueden tener demasiadas esperanzas. La historia no sólo de esta zona, sino la de todo el subcontinente, es la de un deterioro continuo de la lucha política, de una radicalización de los regímenes que derivan hacia tiranías que se han visto -y aún se ven- como modelos absolutos de lo sangriento; cuando estas situaciones se han roto han ido a parar al extremo contrario, como en Cuba, donde la reparación de injusticias no ha hecho sino crear otras y repetir una forma de opresión permanente sobre el pueblo. El deterioro es incesante: la demografía galopante se añade a los datos políticos, el hambre crece, la protesta aumenta y, como consecuencia, la represión también. No es fácil romper este círculo vicioso sino con un enorme esfuerzo de comprensión, que en situaciones donde reina el pánico mutuo ya no puede existir.

Y mientras son muchas las preguntas que se agolpan sobre la jornada electoral del domingo, muchas las interrogantes sobre cómo influyó el miedo y la violencia en el comportamiento electoral, sobre qué resultado útil podrá desprenderse de unas urnas sometidas al chantaje de las bombas y la metralleta. Pero una luz de esperanza anida en el comportamiento de ese pueblo, sin duda harte, de violencia y sangre, deseoso de creer que hay una salida pacífica al drama permanente que vive, deseoso de acabar con un reguero de sangre que, cada día más, parece interminable.

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