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Tribuna
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La inmortalidad de Ramón Carande

Manuel Vicent

Estampas de una década. Ramón Carande forma parte del paisaje intelectual de Sevilla, como el parque de María Luisa lo es de su estructura estética. En esa ciudad, a la que llegó desde su Palencia natal con veintiún años a cuestas, integró su vida activa desde 1918. Y en Sevilla cumplirá este 4 de mayo que ya se acerca su 95 aniversario. Carande ya llegó a la orilla del Guadalquivir con relaciones sólidas con la Institución Libre de Enseñanza. De ellas y de su amistad con Giner de los Ríos obtendría el talante incansablemente liberal que le señala. Con él ha desarrollado su vasta labor docente y de investigación, de sobra sabida y quizá no del todo reconocida.

Está sentado en una butaca en el vestíbulo de un hotel de estrella y media, con el belfo macerado por una pipa centenaria que le llega al esternón, y al verme se le dispara un muelle de cordialidad en la rabadilla y el resorte lo levanta en el aire. Desde el aire me ofrece la mano y, antes de saber quién soy, ejerce sus dotes de buen fisonomista y me suelta con una risita de sabio tronado: "Tiene usted una cara luciferina, ji,ji,ji". Ramón Carande debe de saber mucho de eso, porque él parece el Doctor Infierno, con su melena atómica, moviéndose entre retortas humeantes y fórmulas secretas, que se regodea, ji, ji, ji, antes de apretar el botón rojo de la hecatombe. Visto desde otro ángulo, Ramón Carande está entre Einstein un poco campero y Xavier Cugat, con el ojito rasgado y la embocadura colgada por donde asoma una lengua redonda y partida que le embarulla la carcajada con los dientes. Ramón Carande es un insigne historiador, pero, a sus 94 años, la historia ya es él en persona, quiero decir que va por ahí como un libro abierto, con sombrero de pluma, gabán y bastón.-De mi infancia lo recuerdo todo. Tengo aquella placa de la memoria muy viva. Cuando era un niño de dos años, mi madre me bañaba en una perola, a pleno sol, en la galería, allí, en Palencia, y ella llevaba una toquilla color de rosa y un pañuelo así en la frente. Mi madre murió de parto a los veinticinco años y se llevó consigo al recién nacido. Estaba ya en el lecho de muerte, y mi padre me dijo: "¿Por qué no le llevas unas naranjas?". Y yo le di a mi madre unas naranjas mientras agonizaba. Luego montaron la capilla ardiente en el despacho que tenía mi padre en el rellano de la escalera, y yo, con mis cinco años, iba corriendo por allí, entré, sin darme cuenta, en el despacho y me encontré con cuatro o seis cirios y una caja negra. A mi padre aquella muerte le produjo una gran conmoción. Era un abogado probo y elocuente, que en el espacio de trece meses vio morir a su mujer y a tres hijos, de modo que cerró el bufete por el dolor y se dedicó a cuidar sus fincas de Extremadura. Mi padre era político de un partido revolucionario entonces, de esas revoluciones españolas tan curiosas, que se llamaba Partido Republicano Progresista, el de Ruiz Zorrilla y del doctor Esquerdo, cuya finalidad consistía en que se pronunciaran los generales, ji, ji, ji; por ejemplo, propició el levantamiento de Villacampa, fíjese qué ingenuos. Mi padre también era concejal de Palencia, y un día, en ausencia del alcalde, tuvo que presidir la toma de posesión de la mitra del obispo don Enrique Albaraz y Santos, un tipo muy bonachón y palatino, que, enterado de la desgracia de mi padre, al verle allí en la fila tan melancólico, le dijo: "Tengo la solución para usted. Don Manuel, a usted le conviene meterse a cura. Aunque tenga la fe dormida por ser republicano, en un par de años se pule los estudios y puede cantar misa. En seguida convoco la magistralía de la catedral y usted, como abogado elocuente, la saca a la primera y le hago canónigo". Mi padre no aceptó, pero la persona que ocupó ese puesto, don Julián de Diego y Alcolea, llegó a arzobispo de Santiago. Años después, don Enrique Albaraz era obispo de Sevilla, donde yo ejercía de catedrático de Historia, y el hombre me invitaba a comer. Y cuando yo no acudía a la cita, aquel prelado bonachón le preguntaba al familiar: "¿No ha llegado aún el hijo del obispo?". Ese era yo. Ya ha llovido. Tenga en cuenta que yo he visto salir de palacio a Isabel II en carroza, y una vez, en Gijón, a los seis años, oí que los vendedores de periódicos pregonaban: "¡Han matado a Cánovas! ¡Han matado a Cánovas!". Y además he hablado con un señor que había conocido directamente a Napoleón. De niño me crie con mi abuela, que era una señora muy devota, glotona y avara. Nació en España, pero era hija de unos franceses que llegaron a Carrión, a principios del siglo pasado, a comprar mosto para encabezar el vino de Oc. Era muy inteligente. A sus hijos siempre les daba este Consejo: "Hijos míos, no os aburráis nunca". Hay que tener mucha inteligencia para decir eso. Yo no me he aburrido jamás.

Un esqueleto de cuarenta años

Aquí está, con 94 años y sin echarse a la boca ni media aspirina desde el siglo pasado. Ramón Carande nunca ha tenido un mínimo dolor de cabeza. Hace algunos meses sintió un poco de acidez en el esófago, después de haberle entrado a un cocido de tres pisos, y un médico se empeñó en echarle encima los rayos X. Lo único que descubrió dentro del historiador fue que tenía un esqueleto de cuarenta años, con el que alguien todavía habrá conseguido una medalla de oro en una olimpiada. Casos así sólo se dan en algún valle del Cáucaso con la cosa del yogourt, o entre indios inmortales que mascan coca al pie de los Andes. La diferencia consiste en que Ramón Carande le pega al plato de callos con una devoción eucarística. Sin ir más lejos, ahora mismo, en una tasca de Madrid, un camarero le deposita bajo la barba unas judías con chorizo y el sabio sonríe como un niño ante, el biberón.

-Sevilla tiene tres cosas que yo adoro realmente. Que es llana, y eso me permite pasear varias horas sin cansarme. Que su gente de alta sociedad es muy cerrada, lo cual quiere decir que no me da la lata y me deja trabajar. Y que el pueblo es muy sabio y extremadamente limpio. Mire usted, en Sevilla, cuando alguien se queda sin dinero, dice: "No tengo ni para jabón". Del pueblo yo he aprendido mucho. Recuerdo que en el año 1914, el mismo día en que comenzó la primera guerra mundial, llegaba yo a Londres con don José Castillejo para estudiar la escuela económica de los fabianos. Castillejo me llevó a visitar al príncipe anarquista Kropotkin, un tipo inmenso, con barba blanca y ojos azules, que vivía exiliado con su hija en la barriada norte de la ciudad. Aquel día, Kropotkin le preguntó a Castillejo: "¿Por qué trae usted tantos jovenes españoles a Londres?". Y Castillejo le contestó: "Para tratar de que se conviertan en verdaderos gentlemen". Entonces el príncipe anarquista comentó con ironía: "¡Ah, claro está, ahora me lo explico, me explico la impresión que me causaron en mis viajes, en vagones de tercera de los ferrocarriles españoles, lentos y sucios, los aldeanos y otros pobres castellanos que nos ofrecían sus provisiones a la hora de comer y ayudaban a mi hija a descender del tren, cogiéndola delicadamente por la cintura, y la acompañaban en el andén cuando ella quería pasearse. Yo no podía imaginar que aquellos viajeros estuvieran educados en Londres". Eramos demasiado elitistas. Aunque yo tenía alguna falta de modales en aquel tiempo, como demostré en una mesa rodeado de viejas aristócratas y de caballeros ingleses, anfitriones y amigos de Castillejo. Eran los comensales, dueños de la casa, un miembro del Parlamento y una pareja de lores. Durante la comida, sin saber lo que hacía, incrusté con el tenedor un trozo de pan en el huevo escalfado. El huevo no se quejó en absoluto, pero se produjo un silencio sepulcral alrededor y me miraron todos con ojos como platos. Le diré una cosa. Soy muy poco apasionado de la intelectualidad española, porque ha sido siempre muy exclusivista. Por ejemplo, Ortega y Azaña rivalizaban en su capacidad de desprecio hacia el pueblo. En cambio, he leído en una enciclopedia alemana que allí el 40% de sus personajes más eminentes procedían de familia humilde. Aquí nos fijamos demasiado en la gente ilustre, pero hay muchas personas que no han llegado a un nivel más alto por falta de ayuda. Nos hemos dedicado a capar la inteligencia. Cuando estudiaba el bachillerato en Santander veía muchas tardes a José María Pereda, a Menéndez y Pelayo y a Galdós, los tres juntos, paseando bajo el paraguas, por la calle de San Francisco. Se dirigían a una guantería donde tenían una tertulia con el dueño, el gran poeta Amós Escalante. Se llevaban muy bien entre sí, a pesar de sus ideas políticas. Y, además, estaban muy enraizados con el pueblo. Después eso se perdió.

Chalina y pantalón vaquero

Es un sabio de melena blanca hasta la paletilla, de chalina y pantalón vaquero, de tez tostada como de estanciero del Sur. Va de viejo rebelde, oliendo a jara y a polilla de archivo. Ha sido consejero de banco y ha predicado un sermón sobre la eucaristía a las beatas en la catedral de Sevilla. Es agnóstico y amigo íntimo de obispos y canónigos. No va a misa y lloró a lágrima viva la muerte de Juan XXIII. Procede de la elite intelectual de la Institución Libre de Enseñanza, y lo mismo dialoga con monjas a través de un torno de conventó para pedirles legajos y yemas de Santa Teresa, que visita enfermos humildes, de sábanas limpias, en el barrio de Triana. Lo ha visto todo con sus propios ojos, desde Lenin al cardenal Segura. Parece que la muerte se ha olvidado de él. Ahora le mantiene vivo la curiosidad infantil y esa electricidad de simpático cascarrabias que desde dentro le dispara los nervios hacia los cuatro puntos cardinales. No acude a la Academia de la Historia porque allí le parecen todos demasiado viejos. Así es.

-A Lenin le vi un día en Lausana, durante el verano de 1911. Un periodista ruso y yo estábamos una tarde descansando en un banco, en la parte alta de Ouchy, a la vista del lago, cuando ante nosotros pasó, acompañado de dos mujeres, un hombre que podría tener unos cuarenta años, de poca talla y rostro mongólico. Cubría su cabeza con una gorra de visera y el cuerpo con un paletó grisáceo hasta las rodillas. Frenkel me dijo: "Son rusos, y él es socialista, le conozco de vista". Añadió su nombre, que, inconscientemente, apunté en un cuaderno: Vladimiro Ilitch Ulianov. Desde 1917 le conocemos con el nombre de Lenin. En cambio, al cardenal Segura lo conocí en el balneario de Alhama de Aragón. Tenía mucho interés por tratar a ese tipo humano. Tuve la suerte de que un amigo le hablara bien de mí. Le dijo que durante la guerra, en Madrid, yo pertenecía al Socorro Blanco y había dado pan a muchos curas perseguidos, y con eso me gané su confianza hasta el punto de tomar chocolate muchas veces con el cardenal. Pero él no comía nunca nada, era muy austero y se conformaba con unas berzas y dormía ascéticamente sobre una tabla, y eso muy poco, porque se levantaba todos los días al alba. Si la tenía tomada con Franco, no es porque éste fuera un dictador, lo

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que le traía sin cuidado, sino porque no había restaurado la Monarquía de Alfonso XIII, del que era íntimo amigo. Recuerdo que, después de la guerra, el cardenal iba a visitar a los curas vascos presos en la cárcel de Carmona. Y les alertaba muy compungido: "Andad con mucho tiento, hijitos, que aquí dentro está con vosotros un demonio de ojos azules. Tened cuidado porque es muy sutil y usa buenas maneras, pero es muy peligroso". Y los curas prisioneros le decían: "¿Se refiere el señor cardenal al socialista don Julián Besteiro?". "A ése, a ése". Y los curas contestaban: "Pero si don Julián es mucho más santo que nosotros". Y el cardenal se armaba un lío.

Como único superviviente de cuatro hijos, su padre le mimó desde el principio. Ramón Carande, de niño, se educó primero en un selecto intituto de París con los marianistas. Después estudió el bachillerato en Santander. En aquel tiempo no leía nada. Sólo alguna historieta de piratas. El morbo de la lectura le vino luego, cuando trabó amistad con un poeta misógino y filantrópico, Luis García Bilbao, el mismo que le regaló a Ortega el dinero de una herencia de su tía para que creara revistas. Ramón Carande fue discípulo predilecto de Francisco Giner de los Ríos en su carrera de Derecho, en la Universidad de Madrid. En el año 1911 consiguió una beca para ampliar su cabeza en Munich, en Berlín :y en Viena. De regreso, ganó la cátedra de Historia en Sevilla. Eso era en la época de Lagartijo, cuando en España, para adelgazar, se vendían píldoras javanesas y las moras se quitaban el vello con el depilatorio Tyrbé, que, sin ensuciar ni dejar cicatriz, hacía desaparecer el bozo.

El humor, la rabia y el candor

-En aquel tiempo de la guerra de Marruecos, allí, en Sevilla, a un grupo de catedráticos nuevos, a Pedro Crespo, Demófilo de Buen, Pedro Salinas, José Ramón Xirau y a mí, los cenizos bien pensantes de la ciudad nos llamaban la harca de Ab-del-Krim, porque nos creían masones y ateos. Por ejemplo, Demófilo de Buen no estaba bautizado. Y de paso le diré que en la España de entonces, se podía ser catedrático sin haber pasado por la pila bautismal, algo que no sucedía en Francia ni en Alemania. Yo soy erasmita, para que vea usted. Una cosa es la religión y otra la iglesia. Pero me seduce el clero. Recuerdo que una vez José María Soltura, que era un vasco ricacho sin bachiller, amigo de Unamuno y con una sabiduría de Sócrates, y este servidor asistimos de cerca a una oposición para canónigo magistral de la catedral de San Isidro, de Madrid. Uno de los aspirantes era grandilocuente y movía las aspas en el púlpito como el general Prim cuando dirigía la batalla de Castillejos, y el otro era humilde, concentrado y lleno de amor como san Lucas. En la tertulia de El Gato Negro, cada uno de los amigos apostaba por uno de los dos. En la tertulia de El Gato Negro estaban los pintores Iturrino, Juanón Echevarria y Camarasa, el caricaturista Bagaría, Unamuno, Ortega, prácticamente todos los personajes de la época. Se establecieron dos bandos. San Lucas tenía más partidarios, pero, al final, ganó Prim. Un miembro del tribunal nos dijo, muy abatido: "A san Lucas, en el último momento, le han faltado brazos". Yo he asistido a todas las tertulias de aquel Madrid de los años veinte. Unamuno decía que las tertulias españolas eran la verdadera universidad popular. En ellas se hacía literatura y política. Tenga en cuenta que los dos cambios importantes de régimen que ha habido en España se han fraguado en ciertos cafés. La República se hizo en el corro de Azaña en La Granja de El Henar. Cayó allí como el gordo de Navidad cae en una pollería. Y la Falange se cultivó en La Ballena Alegre.

En cierta ocasión, una periodista intrépida le pidió a Ramón Carande que resumiera la historia de España en dos palabras. Ramón Carande, sin pensar nada, contestó: "Demasiados retrocesos". Dentro del retroceso general de nuestra historia, este hombre, que usa pantalón vaquero, con un siglo a la espalda, que es capaz de saltar una acequia a la pata coja, que está diseñado como un joven rebelde melenudo entre el humor, la rabia y el candor, es el resultado de una vieja raza que, a veces da productos muy raros, frutos extraños. Este es un pais de ejemplares únicos colgados de la rama del liberalismo decimonónico. Ramón Carande parece una viñeta de mamotreto, un prócer de color sepia, que está a la moda de lo último que se lleva en rock.

-Durante la guerra estaba yo en Madrid y era consejero del Banco Urquijo, como representante de la compania de Caminos de Hierro del Norte. En las guerras sucede que uno gasta mucho miedo. Sin tener por qué abandoné mi casa del barrio de Salamanca para refugiarme en la Embajada de México Pero yo iba todos los días al trabajo. Pasó lo siguiente. A mí no me molestaron nada, pero mi casa fue incautada por los sindicatos; fijese qué broma. Un día se presentaron en el banco dos milicianos con carabina a exigirme que les pagara 800.000 pesetas como indemnización por los antiguos despidos y huelgas de la compañía. Entonces llevé a aquellos dos señores armados al despacho del director, y le expliqué lo que podían. Este les hizo repetir su deseo cinco veces. Y al final les dijo: "Aquí, en el banco, no tenemos un duro. Lo hemos dado todo a la revolución. Y la obligación de ustedes es ir a la sierra a pegar tiros. Así que largo de aquí". Y ellos agacharon la cabeza y se marcharon. Eso me recuerda aquellos tipos de México unos campesinos que estaban tumbados en el campo, en un latifundio que les acababa de entregar la revolución. Y mi amigo Pablo Gutiérrez Moreno, que los vio así, les preguntó qué estaban esperando. Y ellos dijeron: "Ya lo sabe usted, señor, las tierras son nuestras, nos las ha dado el Gobierno". Pablito Gutiérrez les animó: "Me parece muy bien; ahora, a trabajar, ¿qué esperan ustedes?". Y los campesinos respondieron: "Estamos esperando a que nos manden los obreritos". Pero después de la guerra me quitaron la cátedra de Sevilla por ser un sospechoso, no sé si ateo o masón, mientras, por otra parte, me hacían consejero nacional del Movimiento. Estuve seis años en el campo y, gracias a la depuración, pude trabajar a gusto. Escribí El emperador Carlos V y sus banqueros y se lo dediqué al ministro Ibáñez Martín con una frase que decía: "Gracias a la manía que usted me tiene he podido escribir este libro". Después el general Asensio, ministro del Ejército, me reintegró a la cátedra, lo que son las cosas. A mí lo que más me asusta es la inflación. Yo estaba estudiando en Alemania por los años veinte, cuando para comprar un viaje de tranvía, tenías que llevar una maleta llena de billetes. Un kilo de patatas costaba cuatro millones de marcos. Imagínese que eso me pase a mí, que soy un tacaño feroz. A los tacaños como yo no les importa firmar un cheque de 300.000 pesetas, pero el dinero que llevo en el bolsillo lo considero mío y no me lo saca nadie. Me entran escalofríos si un pobre me pide quince céntimos y tengo que dar un duro a un sablista. A mí me gustaba viajar por Europa con aquella pastillita de marfil que me permitía ir gratis en el tren por ser consejero de una compañía de ferrocarriles. Así son las cosas.

Ramón Carande enciende la pipa con un mechero recargable, un desprendimiento de ceniza cae sobre su chaleco cruzado y en el resto del salmón que se acaba de zampar. Después coge de la percha el gabán medio raído, el sombrero con plumilla del Tirol y una cachava ruda, se lo pone todo sobre su cuerpo serrano y se larga al trote por una vieja calle de Madrid.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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