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El pacto

"En la grande polvareda" de lo accidental y lo episódico, ¿no estamos a punto de perder la perspectiva de lo que es esencial? Aquí nos atruenan con el desorbitado tratamiento publicitario del juicio castrense, cuyas minucias procesales se magnifican cotidianamente. El Mundial de Fútbol espera su turno arrollador e intoxicante. La venerable figura del Santo Padre, peregrino de santuarios españoles, ya está siendo objeto de segundas intenciones absolutorias. Los enterados saben en qué miércoles de noviembre se celebrarán las elecciones generales y cuánto dinero va a recibir cada grupo y de quién. Los muestreos más o menos fiables suben y bajan en torno a las preguntas de los sondeadores. Pero, ¿no estamos olvidando una premisa sin la cual todo lo que se proyecta para el futuro de nuestra sociedad política carecería de sentido?La democracia parlamentaria, sustancia viva de nuestra Constitución, está siendo objeto de duros ataques y de abiertas amenazas. Es natural que así sea. Hay sectores de nuestra colectividad que no han asumido el sistema de regir la vida pública española con el sufragio, el pluralismo partidista, la libertad de expresión, el derecho a disentir, la regla de las mayorías, el Estado de derecho y la soberanía del poder civil o ciudadano. Esos sectores son minoritarios. Seguramente en una contienda electoral no obtendrían más allá de un mínimo porcentaje de sufragios. Saben perfectamente que no pueden alcanzar el ejercicio del poder por la vía democrática. Esa es una de las razones -la más convincente- que les impulsa a buscar y utilizar las vías extralegales y las tramas de la violencia para alcanzar sus objetivos. Por la importancia de los sectores que ocupa el golpismo en la estructura de nuestras instituciones tiene una capacidad de sestabilizadora muy superior a su volumen numérico.

El golpismo es reducido en cifras, pero extenso en influencias. Posee sextas plumas, infiltraciones estratégicas, socios durmientes, túneles de extrañas y antagónicas trayectorias, conexiones sorprendentes, pimpinelas escarlatas y esnobismos cómplices. Y junto a todo ello propugna o anuncia dogmatismos rotundos, monopolios patrióticos, exclusiones y excomuniones apocalípticas, predicciones milenaristas, catastrofismos y apariciones, y supuestos o imaginados apoyos internacionales. Su fanatismo ideológico se mantiene incólume. Los pretextos que lo movilizan son espaciosos. Causa risa escuchar la atribución de la crisis económica mundial, cuyas enormes salpicaduras atenazan angustiosamente nuestra economía desde 1974, al hecho de que se haya llevado a cabo en nuestro país una transición democrática. Los ataques a la clase política, realizados en nombre y representación de otra clase política en paro forzoso, no deja de producir hilaridad como siempre que los que exhiben vigas en los ojos denuncian las pajas en los ajenos. ¿Qué mágicos remedios para resolver el paro, combatir la inflación, relanzar la economía, modernizar la Administración y afirmar la identidad exterior de España, tienen en sus misteriosas maletas los conspiradores? ¿Por qué no los hacen públicos y nos ilustran con su sabiduría y su tecnicismo?

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Ante esa amenaza y ese riesgo hay que cerrar las filas en torno a la monarquía constitucional. Es preciso realizar un pacto nacional para la defensa y el mantenimiento del sistema democrático. La legalidad es el suelo moral de la patria, el cimiento de toda convivencia civilizada. Hemos de establecer el compromiso de luchar, ante todo, por la superviviencia del Estado de derecho articulado en los textos institucionales.

¿Qué sería un pacto nacional de esta naturaleza? Un compromiso de personalidades y de grupos. Un entendimiento en profundidad para evitar cualquier radicalización que pusiera en peligro el rodaje del sistema o que sirviera en bandeja a sus implacables adversarios las ocasiones o los fallos que hubiera de aprovechar para ventaja de sus siniestros planes.

Un pacto nacional no necesita de documentos escritos. Bastaría abrir un diálogo multilateral para establecer los hitos, el propósito central, los límites del campo de operaciones y las reglas del juego dentro del arco constitucional. Se trata de defender la paz entre los españoles por encima de nostalgias, enfrentamientos, discriminaciones y vetos. La inmensa mayoría de la población española está por la paz civil, no por la guerra civil. Quiere la convivencia pacífica, la solidaridad para el gran número, la democracia auténtica y en profundidad, el respeto mutuo y la tolerancia, la libertad de expresión y la honestidad administrativa. Los españoles de hoy detestan la violencia, los crímenes del terrorismo, los golpes de estado, los secuestros individuales y los secuestros colectivos llevados a cabo por grupos armados contra la legalidad vigente.

Un pacto nacional para la defensa de la democracia no impide la legítima lucha de las ideologías diversas y contrapuestas por su respectivo triunfo electoral. Lo que haría es exaltar a nivel prioritario las necesarias exigencias de una democracia joven y frágil rodeada de enemigos. Ese acuerdo debe ser previo y explícito para que nadie se llame a engaño y también con objeto de lograr un alcance máximo en el impacto psicológico en la opinión. Una nación informada en detalle de los riesgos que ponen en tela de juicio su futuro como Estado democrático resulta, invulnerable. Nadie la puede sorprender dormida para que el Jaruzelski de turno saque los tanques de Varsovia de madrugada.

El pacto es una urgente decisión histórica. No se puede tomar una actitud puramente expectante o pasiva ante cierto género de ataques y de sistemáticas campañas. Hay que sentar, de una vez y para siempre, el principio de la soberanía nacional basado en la libre expresión de la voluntad popular y de sus decisiones. El resultado de dos elecciones generales en el curso de cuatro años no ofrece dudas respecto a cuál es la opinión de la abrumadora mayoría de los españoles respecto al modelo de vida pública que desean y que aprueban.

Los enemigos de la democracia y de la Constitución han elegido dos blancos preferidos para sus invectivas. Uno es la libertad de expresión, y ello se manifiesta en una furibunda avalancha de injurias denunciantes contra periódicos y periodistas de talante liberal y progresista. No es casual esta ofensiva. Busca amedrentar la tarea informativa con fieras amenazas para impedir la comunicación social de los hechos que ocurren y del análisis de sus circunstancias y motivaciones. Es el típico síndrome de los caletres totalitarios de cualquier signo, cuyo sueño dorado es la mordaza universal impuesta a los demás ciudadanos para desinformarlos exhaustivamente y manipularlos como ganado ovino. Precisamente, a causa de esa libertad de expresión que se halla constitucionalmente vigente, es por lo que pueden dar rienda suelta a sus desahogos cotidianos aquellos que propugnan la abolición de las libertades en nuestro país.

El otro gran objetivo de los conspiradores es la figura del Rey. Es delicado mencionar este punto, pero venciendo mi natural inclinación a no hablar de él, por razones de respeto a la persona y a la función, me creo obligado a hacerlo porque la omisión dejaría en el aire un aspecto clave del problema que trato de exponer.

El Rey es una de las piezas maestras del edificio constitucional. Aunque se pueda discutir si los poderes que le atribuye el ordenamiento supremo de nuestra vida pública son muchos o pocos, lo cierto es que su resuelta actitud durante la transición a la democracia le convirtió en líder moral de la nación en ese transcendental período de nuestra reciente historia. La imagen exterior del Monarca ha contribuido más que ningún otro factor al prestigio y al favorable ambiente que la Monarquía constitucional goza hoy día en los medios internacionales. Nuestros Reyes son la mejor imagen de marca, que la España de nuestros días ofrece al mundo.

El jefe del Estado es incansable y puntual en el cumplimiento de sus obligaciones. Es árbitro y símbolo a la vez. Y asume el mando supremo de las Fuerzas Armadas con efectividad y resolución. Durante la noche del 23 de febrero de 1981, su actitud vigilante y enérgica, logró desarticular el golpe y neutralizar sin víctimas la insurrección contra la Monarquía parlamentaria y el secuestro del Congreso de los Diputados y del Gobierno legal de España.

Desde entonces, la campaña abierta contra la figura del Rey alcanza niveles intolerables. Se hace y se desarrolla según planes minuciosos que comportan el insulto, la injuria y la malévola insinuación. Se quiere implicar la persona del Monarca en las oscuras y contradictorias tramas anteriores al golpe. El odio organizado de tipo orwelliano enfoca ahora sus baterías hacia el Rey que quiso traer la paz civil a su pueblo y la libertad a sus conciudadanos.

En el pacto que debe realizarse y que de hecho ya funciona, en muchos momentos de nuestra vida política, hay que incluir de modo preferente nuestra solidaridad explícita y sin reservas en torno a la personalidad de este joven español, arquetipo de su generación y de nuestro tiempo que ha sabido comprender la función de las monarquías modernas del Occidente europeo, irreversiblemente unidas al proceso de identidad ideológica que caracteriza a los pueblos de Europa que disfrutan de regímenes de derecho que son también regímenes de libertad.

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