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Reportaje:

Carnaval en Munich

Manuel Vicent

No sé si es necesario viajar hasta Munich para ver a una japonesa borracha, a dos japonesas borrachas, incluso a tres japonesas con carita de porcelana borrachas como una cuba, pero el espectáculo era maravilloso. En la cervecería Hofbráuhaus, bajo el denso vapor de espuma agria, había una reata de niponas desmadradas con sus ojitos de almendra inyectados en sangre. Con resortes de gata, una de ellas trepó por una columna y, desde el capitel, se arrojó en plancha sobre el cuello de un alemán de 150 kilos de espesor, el cual no dejó por eso de cantar el vals lleno de regüeldos con un litro de cerveza en lo alto del puño. Era carnaval en Munich y fuera de la cervecería nevaba mansamente sobre las desiertas avenidas neoclásicas. Cuando llegué no se veía una sola máscara en la calle. Al caer la tarde del lunes los ejecutivos volvían a casa con gorro frigio y el maletín de combate en la mano; la policía vestía el disfraz de todo el año y el resto del personal llevaba la narizota colorada, aunque sólo por el frío. El termómetro marcaba siete grados bajo cero. Pero muy pronto hallé a un señor con una pata de palo y el ojo de pirata. Le pregunté:_¿Dónde es el carnaval?

-No saber.

Entonces le señalé tímidamente el parche negro y la madera de cerezo que le nacía en la rodilla izquierda. El alemán soltó una imprecación de terrible sonoridad, que no entendí y se palpó la pata de palo, gritando:

-Stalingrat!!

Después se levantó el parche hasta la frente y me enseñó con una mueca de ira el ojo seco bajo la nieve. A pesar de todo, en Munich había carnaval. Allí estaban, si no, los japoneses naufragados en las jarras de cerveza, flotando con la máquina de retratar a la altura del hígado.

Las cervecerías de Munich son como almacenes renacentistas con capacidad para 5.000 borrachos de buen tamaño. Los techos de color chocolate, las columnas chaparras que sostienen porches sucesivos, las paredes con cornamentas de antílopes, ciervos, renos y otras cabras, las lámparas de hierro feroz, el templete de la orquesta, las arcadas pintadas de obispos con báculos de oro, guerreros barbudos, vírgenes góticas de cuello blando que miran ensimismadas la orgía, constituyen el escenario donde el paisano de Munich encuentra cada tarde su alma dentro de una salchicha blanca a la medida de un estómago del siglo XV, en el fondo de un cubo de cerveza. Todas las cervecerías de Munich son la misma -Mathäser, Hofbrähaus, Augustiner-Keller, Franziskaner- a efectos del rito, que consiste en beber hasta derrumbarse a plomo a los pies de las bancadas y de las mesas corridas, al son alegre de una música de Baviera de mucho metal. Eso sucede un día cualquiera

Ahora hay que imaginar estos almacenes renacentistas abarrotados de máscaras de carnaval que se agitaban en la humareda bebiendo a tope, la marca de colores que se balanceaba cantando al son de una musica a toda pastilla, centenares de tetas, pescuezos, muslos, barbas, brazos y enormes tripas rehogadas en cerveza. La densidad animal había liberado un olor caliente y agrio, refrescado por el surtidor de espuma que brotaba ya de muchas orejas, de todas las narices de esta parroquia brutal.

Profundas amistades en los urinarios

Un director de banco con un lazo de hada madrina engarzado en lo alto del cráneo me arrastró del brazo hasta el urinario, una sala alta y noble donde los bebedores daban de sí contra las cuatro paredes de azulejos o directamente en la acequia de agua corriente que discurre a los pies. Las meadas en una cervecería de Munich son tan largas que a uno le da tiempo de trabar con el vecino una profunda amistad de toda la vida. El director de banco era un caballero fino, ebrio y enteco. Mientras estaba drenando la vejiga con cara de felicidad, sacó del bolsillo dos fotografias color sepia y se empeñó en que las mirara. En una de ellas aparecía el caballero cuando era un niño de tres años, calvito, con muchas puntillas, en brazos de una doncella con miriñaque, junto a su madre con pamela de mandarinas y otras frutas en la cabeza y a su padre con cuello de piqué y bigote de kaiser. En otra se veía a este buen hombre que estaba meando a mi lado como oficial del Ejército, con la torre Eiffel al fondo.

Este ser mí.

-Muy guapo, sí, señor.

-Gggrasiass.

Y entonces, en una extraña maniobra, el elegante caballero borrachuzo confundió la bragueta con el bolsillo, intentó guardarse las fotografías por el forro de la ingle y los recuerdos de su infancia en un jardín de la Selva Negra y de su juventud bajo las armas en la ocupación de París cayeron en la pequeña acequia de orín y se fueron flotando en la espuma hacia el sumidero. El directorde banco con un lazo de hada madrina en la, cresta se arrastró de rodillas en la sala en-. charcada, tratando de rescatarlos entrei piernas abiertas. Cuando ya no pudo haceinada, se sentó en medio del urinario y comenzó a llorar, mientras cincuenta compatriotas suyos, cara a la pared, se vaciabart con ojos entornados de gusto.

Las puertas de las cervecerías, que se abren y se cierran, arrojan hacia el frío pola,r de la calle una. turbulencia de fuego. Desde fuera, sobre la blanda nevada, se oía una esfumada musica de coros, canciones alemanas muy sentimentales, de gargantas peladas y acordeón. Á media tarde, en el barrio antiguo de Munich, en las calles peatonales de Neuhäuser y Kaufinger, que parten deI Stachus y desembocan en Marlenplatz, em.pezaban a verse máscaras con un efecto chocante. Típos de empaque importante, con pinta de ser personas muy eficientes y ocupadas, de ceño cruzado y pisada fuerte llevaban una narizota, o un antífaz, o un gorúo de payaso, por obligación, sin abandonar el maletín de ejecutivo por, nada del mundo. Damas feroces, más serias que un plato de arroz, soplaban un matasuegras cada cincuenta pasos contados, como si le leyeran en un pentagrama. A pesar de todo, era el lunes de este carnaval gótico, nevado, y la potente alma de Baviera estaba a punto de estallar. La gente de Munich es alegre, robusta, tirando a chaparra, de cuartos traseros muy cuajados y afincados en tierra, con una onda expansiva de veinticinco metros de radio. Parecía claro que el efecto retardado de 100.000 cogorzas podía reventar bajo la nieve.

En Marienplatz, al pie del Ayuntamiento, olía a caldo de almendras garrapiñadas al anochecer, cuando un grupo de homosexuales disfrazados de mariposas comenzaron a regalar salchichas al publico. Un travestido enorme con plumas de pavo real y bragas de color malva pregonaba la mercancía con voz de carretero, y entonces pasó por allí una cuadrilla de ángeles del infierno vestidos de cuero ceñido, con navajas, garfios, cascos, botas de herrajes y la mirada de hielo, de un azul asesino. No se sabe si iban de carnaval o llevaban la ropa de andar por casa.

En verano, estos ángeles del infierno bajan desde Hamburgo, Francfort, Colonia y Munich hacia la Costa Azul, formando sucesivas hordas rubias, en motocicletas de la alzada de un burro, y siembran el terror a su paso. Asaltan un yate, devoran con un sangriento bocado el contenido de un bikini, descerrajan el esternón del millonario, se comen a dentelladas a sus hijas vacían la bodega, defecan en el cuaderno de bitácora en presencia de toda la tripulación y continúan camino hacia el Sur. Cuando uno de la camada se despeña a la velocidad de 220 por hora, el resto no vuelve la cara. Lo abandona con las tripas fuera del cincho y el cráneo astillado, en el fondo del barranco, hasta que se le zampan los cuervos. Si te encuentras con sus ojos helados y te atreves a sotenerles la mirada durante tres segundos, sientes un calambrazo en la rabadilla, sabes que estás sentenciado a muerte. Se te acercan con una sonrisita histérica y te hunden la navaja en el hipocondrio. Es otra clase de carnaval. Una camada de este tipo de ángeles estaba en Marienplatz, bajo las torres góticas del Ayuntamiento, dejándose invitar a salchichas de brillo impúdico por un corro de homosexuales sufragistas y todos juntos bailaban la canción de Los pajaritos y agitaban las alitas dulcemente.

Las máscaras se iban adensando en el barrio antiguo, bajo el discreto control de una policía verde botella. El carnaval de la calle

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Carnaval en Munich

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comenzó exactamente en aquel instante en que una mariposa morenaza, de casi dos metros de altura, llena de falsas plumas de marabú, se acercó a un sargento fortachón que estaba de servicio y le estampó un beso de carmín violeta en la boca y otro en la mejilla. La primera sorpresa del carnaval de Munich había sido asistir a la extraña visión de una japonesa borracha, cosa que no es fácíl de ver, ni rnucho menos. La segunda fue contemplar a una policía de tanto prestigio que se dejaba pintar la cara con mansedunibre por unos maricones de cincuenta arrobas, con pinta de levantadores de pesas. Entonces ya había más de mil máscaras en la plaza, bailando una conga infantil al son de una música suministrada por la autoridad.

Fiesta con mucho látigo

El carnaval de Munich lleva fama de arrastrar un erotismo salvaje, de ser una Fiesta con mucho látigo, bajo una inundación general de cerveza, con el rabo suelto y el huesito de la risa como cola de alacrán. Aquí no hay desfíles de carrozas. Todo tiene un rito privado, hasta caer muerto sobre la vertical. Pero la alegría va por barrios. La clase sofisticada, de vicios intelectuales y difíciles, celebra sia propia masacre en mansiones particulares. La burguesía alta monta la orgía en los salones de los hoteles de lujo. La juventud con marcha se mata en los garitos contraculturales de Schwabing, por los aledaños de Leopoldstrasse. La clase media busca su propio naufragio en las cervecerías. Y el pueblo chusco da saltos ratoneros en Marienplatz. En el vestíbulo del hotel Bayerichehof, las máscaras elegantes iban dejando un rastro de perfume sólido en guardarropía. Se despojaban del visón y debajo aparecían señoras gordas disfrazadas de conejas, las dulces señoritas de Munich se pelaban la piel de zorro plateado, de nutria, de pantera de Somalia, y quedaban transformadas eri bailarinas árabes de vientre de leche, en hawaianas con taparrabos de escoba, en arlequines, en diablas de buenas cachas. Muchos caballeros habían optado por disfrazarse de español, con traje de torero o de andaluz de tarjeta postal.

En el vestíbulo del hotel se estableció primero ese trenzado de saludos con media bisagra, golpes de nuca, taconazos prusianos, besos sutiles en las mejillas decoradas con una imaginación centroeuropea, todo con civilízada frivolidad. La fiesta comenzó a las ocho de la tarde, alcanzó un nivel aceptable cuando se vio al primer funcionario vestido de orangután caer muerto bajo el peso de siete litros de cerveza, y cogió clima al comprobar que la mujer de un magistrado, al compás de una orquesta carioca, entre risas de tripa, se sacaba las tetas blancas a la intemperie y, trataba de dar un salto mortal en medio de la pista. Esto es lo más que dade sí la fantasía en materia de sexo en este estamento social: que una ilustre matrona cruce aullando el sarao, desnuda, a trancas sobre las mesas, que derribe una ristra de copas a su paso y que en lugar de cogerse a una lámpara como una mona, decida atravesar el vestíbulo, derribe en la embestida a cuatro porteros entorchados y salga a la calle, donde luce una temperatura de diez grados bajo cero, y ofrezca sus carnes al dios Odín, que era tuerto.

El martes de carnaval, Munich amaneció nevado. La gente trabaja ese día sólo media jornada, aunque desde primera hora de la mañana, sobre la nieve, en las calles de Neuhauser y de Kaufinger, lo que allí se llama la vitrina, aparecieron los primeros tenderetes de bebidas, calderas de vino caliente con frutas y canela, coñá matarratas, licores de convento de colores pastosos. Las máscaras fueron acudiendo, señores muy graves con gorro de astronauta, disciplinados fresadores o torneros de la casa Mercedes con un par de globos en el pecho en forma de tetas y un pez en la mano, meticulosos oficinistas de multinacional vestidos de bodeguero borgoñón. Todos se saludaban con severidad germana como si estuvieran fichando en la fábrica.

-Gutten morgen.

-Gutten morgen.

Espesas secretarias equipadas de faraonas, ancianitas que parecían pastelitos de merengue, honradas madres de familia con cuernos rojos de trapo iban y venían por el paseo cerrado, pisando nieve, en un trajín laborioso, y también se saludaban con una cortesía de ascensor.

-Gutten morgen.

-Gutten morgen.

Hacia las once de la mañana había en la plaza una densidad expresionista, que empezó a bailar la canción de Los pajaritos para abrir boca. Y ya metidos en juerga, se oyó sonar Que viva España, de Manolo Escobar. A esa hora, en la torre gótica del Ayuntamiento de Munich se realiza una ceremonia muy turística. Mientras toca el célebre carrillón, a cincuenta metros de altura, bailan unas figuras de madera que representan toneleros y caballeros, recordando la peste y las bodas del duque Guillermo V de Baviera en el año 1568. Munich es una bella ciudad con una restauración neoclásica. En su pinacoteca están los desnudos terroríficos de Lucas Granach, en una estética de la muerte y la carne femenina; en Munich se creó el modern style y de allí mismo partió el expresionismo. Estos tres movimientos se veían el otro día en la calle. Los edificios decó con su belleza aérea, de una fragilidad de escaparate entre la sutileza del gótico y el peso cuadrangular del neoclásico, irradiaban un instante de felicidad inmóvil bajo la nieve y a sus pies se movían las calaveras de Granach, los vientres femeninos del pecado medieval y las máscaras de Nolde en un retorcido esplendor.

El martes de carnaval, en Marienplatz, empieza a las once de la mañana y termina a las diez de la noche. Todo consiste en un baile frenético de 5.000 máscaras bajo un cañón de música, pero sin tirar un solo papel en el suelo. Allí se veía a un payaso borracho perdido, sudando mercromina, que en el momento de deshacerse del envase de fanta limón acudía meticulosamente a la papelera más próxima. En las plantas del carnaval había una limpia pasta de nieve, sin una colilla, sin un solo desperdicio de la juerga, pero la policía se dejaba besar en la boca por las finas señoritas de Munich, los coches de la patrulla consentían que un. homosexual les arrojara confeti y les tapara la linterna del capó con un sombrero de plumas. Después, a la hora convenida, la cosa se redujo a pasar la manguera sobre el teatro de los hechos por si había quedado con el suelo una bolsa de pipas. Y todo el mundo a dormir.

El auténtico carnaval

Pero el auténtico carnaval de Munich, aquel martes grande, estallaba en las cervecerías una vez más, como espectáculo único en el mundo. Al entrar en cualquiera de ellas sabías en seguida que allí no había nada falso, nada obligado por la tradición. La cervecería Hofbräuhaus tiene tres plantas. En el piso alto, inmenso almacén barroco con lámparas gigantescas, al mediodía se inició un delicioso baile de abuelitos, surrealista del todo. Iban disfrazaditos con ropal de baúl que olía a alcanfor. Cada diez minutos, un gigante tirolés con arreos de cuero y sombrero con pluma hacía sonar un vals, de acordeón, y las parejas se desasían del tan que de cerveza y salían a la pista, Bailaban una pieza, se ponían más contentos que unas pascuas, aunque se oyera algún ester tor de coyunturas; de pronto cesaba la música y los abuelitos se sentaban. Y vuelta a empezar. Así hasta las once de la noche. Para entonces ya había en la sala un retén de la Cruz Roja, que sacaba dulces abuelitos en camilla. Desde allí arriba se oía la terrible compulsión de la planta baja, donde 5.000 borrachos cantaban a coro, ahogados en espuma de cerveza, con un sonido de trueno sordo que hacía vibrar las paredes maestras.

En los garitos contraculturales de Schwabing, en la calle de Occam, caía una música de rock duro sobre una escombrera de muslos. Una masa compacta de carne de dieciocho años te impedía el paso. Si por casualidad lograbas entrar, podías ver en aquella humedad de licor, que formaba una penumbra rojiza, una cabeza con pelo afro emergiendo entre las pantorrillas de una muchacha, un zapato femenino que aplastaba la frente de un caído en el combate, una red de piernas, tetas pintadas, culos decorados, espaldas escritas, cuellos y tobillos trenzada en un nudo de muy difícil solución.

Luego, en los cabarés de pornografía no había un alma al final del día. El número de la muniquesa con gorila, el caso del gladiador que sufre un orgasmo en el potro de la tortura, no cogían un solo cliente. La pornografía tiene en el centro de Europa una desolación con sabor a ceniza. En Munich era carnaval y estos artificios del sexo paral el consumo de solitarios de paso estaba fuera de lugar. El alma dichosa de Baviera se esmerilaba ese día en sus ritos ancestrales: máscaras, cerveza en catarata y el sexo que se arranca con la mano de un árbol en plena producción, en un jardín sin guardas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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