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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El `plan Reagan' para Centroamerica

LAS PROPUESTAs de Reagan para Centroamérica y el Caribe recuerdan vagamente el intento de Kennedy con la Alianza para el Progreso, establecido en la Carta de Punta del Este (agosto de 1961). Se proponía aquel plan la elevación de la renta por cabeza en un mínimo del 2,5% anual, industrializar, aumentar la productividad, realizar reformas agrarias y fiscales, eliminar el analfabetismo y estabilizar los precios de los productos básicos. Su objetivo era privar de razones al revolucionarismo y, al comunismo; unas democracias relativamente abiertas, garantizarían el cumplimiento del programa. Pero la alianza fracasó. El dinero que entregaba Estados Unidos; era devorado por la corrupción de cada país, absorbido por unos poderes. que seguían manteniendo la fuerza como razón máxima y defendían la impermeabilidad de sus clases sociales. Kennedy muerto, su sucesor automático, Johnson, comenzó a debilitar el plan, y con el tiempo se extinguió. Reagan hace ahora otra oferta de dinero para los países no comunistas. Es un dinero político y militar, compuesto por presupuestos militares importantes y por ayudas directas a los regímenes, sistemas y partidos. De ahí viene la comparación que se hace con el plan Marshall que se aplicó en Europa: Truman dio dinero con condiciones determinadas: el ascenso al poder de unos partidos de contención, la eliminación de los partidos comunistas que creían tener los mismos derechos cívicos que los demás, y la constitución de un organismo armado -luego sería la OTAN- frente a la URSS.

No es necesario recordar que los beneficios del plan Marshall fueron muchos y muy aceptables, pero que, en cambio, se hizo artificial la vida política en la mayor parte del continente. Al dictado del plan Marshall se reformaron leyes y sistemas electorales, creció el miedo de partidos y de personas a ser considerados como comunistas y se iniciaron alianzas forzadas para sostener parlamentos que no correspondían al espectro político de los países. Estos, entre otros, fueron los graves precios, pagados y que todavía pesan sobre la textura política europea, además de una dependencia de todas clases respecto a Estados Unidos.

Sin embargo, Europa tenía un sedimento, una estructura y un grado determinado de educación y de tradición política que pudieron mantenerse. Y no es fácil decir que suceda lo mismo en América Latina, y menos aún en la zona conflictiva de estos momentos. Los partidos -generalmente las democracias cristianas- que se apoyaban en Europa eran democráticos y acababan de salir de una lucha por defender ese modo de vida. El contraste que se ofrecía con las desgraciadas naciones que quedaron incluídas en el otro bloque, en el comunista, apenas podía ofrecer dudas: la suerte de la Europa occidental era infinitamente mejor que la de la Europa del Este. Lo que ofrece, en cambio, el plan Reagan para Centroamérica es el apoyo a unas dictaduras enteramente desprestigiadas y que representan, con todos los matices diferenciales que se quieran, pero con bastante identidad, lo que en Europa representaron Hitler y Stalin.

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La idea de mezclar armas con dinero fue sobre todo explotada ya por la pactomanía -se llamó así- de Foster Dulles durante el Gobierno de Eisenhower y Nixon para países del Tercer Mundo. Era la época en que Reagan estaba aprendiendo política y, sin duda, se le quedó esa fijación. La pactomanía apoyaba a hombres fuertes en zonas peligrosas y su fracaso comenzó prácticamente con la ruptura revolucionaria del Pacto de Bagdad, por una revolución en la misma ciudad, y terminó con la caída de Vietnam. Para Reagan -y para Haig y para Weinberger-, toda aquella serie de catástrofes no se debió a que era impracticable y a que fallaba en el mismo punto de destino, sino a la desidia de los políticos europeos y de Estados Unidos en secundarla. Por tanto, Reagan quiere hacer ahora el nuevo ensayo -repetir la fórmula- en la seguridad de que su propia energía y la de su país conseguirá que, por lo menos en la zona directa de su influencia -"América, para los americanos"-, pueda triunfar. Pero es probable que tenga el mismo desarrollo y la misma muerte.

A lo que se ve, el plan de López Portillo, presentado por el presidente mexicano hace unos días, parece haber sido desdeñado por Estados Unidos: Reagan ni siquiera lo ha mencionado. El plan mexicano consistía en la abstención de Estados Unidos en la lucha armada, las negociaciones para establecer unas democracias posibles en los países en lucha, el respeto a Nicaragua y hasta unas negociaciones directas entre Cuba y Estados Unidos. No entra, naturalmente, en el proyecto global de Reagan y en el programa que viene desarrollando desde hace un año, y menos aún si, como ha sucedido, a Cuba le parece excelente. Sin embargo, es el plan que parece aceptar gran parte de Occidente, con lo cual se abre una nueva brecha entre Estados Unidos y sus aliados. Con la posibilidad de que el plan Reagan destroce las posibilidades de esta nueva pacificación, al radicalizar la lucha y quemar soluciones. La crítica mayor que se puede hacer al plan Reagan es que no es una novedad, sino una resurrección de algo varias veces empleado o intentado, y que cada vez ha vuelto a fracasar.

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