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Reportaje:Estampas de la década.

En el parque del Retiro

Manuel Vicent

Dos paralíticos, sentados en sillas de ruedas, tocan la guitarra acompañando unos salmos a ritmo de rock. Entre la pareja de baldados hay un caballero cetrino, de gabán desgalichado, con la Biblia en la mano, los brazos extremadamente abiertos y la quijada hacia arriba, como si fuera a despegar. Este ser preside un corro de cincuenta devotos, todos con los brazos en cruz, y allí se ven viejas con abrigo de mutón, jóvenes de espiritualidad subalimentada y señores de media edad, con gafitas sin montura y babilla dulce en los labios, con pinta de oficinistas. Pero aquí nadie es oficinista porque ahora son las once de la mañana de un día laborable y estos tipos están rezando a Dios en el parque del Retiro, como si tal, bajo las ramas desnudas de los castaños de indias. Hay un poco de niebla dorada y el grupo canta cosas del profeta Daniel, para hacer boca. Después de un salmo de mal agüero, las guitarras dan un acorde, el coro para en seco y el caballero cetrino toma la palabra y con voz de mosquita muerta anuncia grandes cataclismos para el año que viene, lluvias de azufre, pestes bubónicas en vómito negro e indica a sus fieles y demás curiosos la forma de ponerse a salvo. Un neófito con cara de gafe le interroga:-¿Es cierto, maestro, que el fin del mundo está tan cerca?

-No lo dude, hermano, responde el pastor. El gran fin de fiesta está anunciado para 1983. Se llevará a cabo mediante una plaga de langostas de hierro.

-¿Dónde viene eso?

-En el Apocalipsis. Aquí, en este libro sagrado hace ya 2.000 años que está descrita con pelos y señales la bomba de neutrones.

El caballero iluminado abre la Biblia, busca con la uña sucia el párrafo escogido y lee textualmente:

-"El quinto angel tocó la trompeta y vi una estrella del cielo caída en la tierra. Y diósele la llave del pozo del abismo. Abrió el pozo del abismo y subió un humo semejante al de un horno inmenso y con el humo de este pozo quedaron oscurecidos el sol y el aire. Y del pozo salieron langostas de hierro sobre la tierra, a las que se les mandó que no hiciesen daño a la hierba, ni a cosa verde, ni a ningún árbol, sino sólo a los hombres que no lleven la señal en la frente." ¿Lo ve usted, hermano? Esto es la bomba de neutrones.

-¿Y qué señal hay que llevar en la frente para librarse?

-Una cruz con barro del Jordán. Lo traigo en esta marmita.

Por la niebla de un pasillo de boj viene trotando una anciana con chandal rojo. Lleva fibras de pulmón en el belfo, trae la cara desencajada. Sin duda para esta anciana deportista el fin del mundo está más cerca todavía. Cuando pasa junto al corro del predicador, en el silencio de pájaros, se oye un crujido de cartílagos. Hoy el parque del Retiro ha amanecido con una bruma de acero sobre los castaños desnudos. El sol de febrero lo ha dorado todo a esta hora. Bajo la copa de niebla hay una foto fija: el corro de neófitos propiamente dicho, la mujer del chandal rojo, columpios con niños d,eteni dos en el aire, diez jubilados con perrito, un ecologista rapado al cero que transporta un estuche de violín,tres cardíacos dando el paseo prescriptivo, seis corredores de footing, un lobo de mar con la pata chula y los bigotes engomados y un millonario hipocondríaco que lleva bajo el brazo toda la Prensa de la mañana, incluido el Finantial Times.

De repente, esta imagen congelada comienza a animarse otra vez. El predicador deja la Biblia sobre los muslos del baldado a su izquierda y grita con tono de barquillero.

-Los que quieran salvarse de la atómica, que se vayan acercando. En fila india, por favor.

Abre una marmita, atada con una lezna de zapatero y lo que hay dentro es realmente barro. Delante del predicador se establece una cola de debotos y uno a uno su clientela va humillando el testuz y se deja manipular en la frente un churretón de limo oscuro, que el tipo acompaña con una palabra indescifrable. La anciana del chandal rojo se aleja renqueando con el bazo en la mano hacia la parte del estanque. El lobo de mar se palpa el zurrón y se va a dar de comer a los gorriones de la explanada, detrás de Pavillón, como hace todos los días desde 1972, mañana y tarde, llueva o truene. El millonario del Finantial Times, a las once de la mañana, toma posiciones en su banco de los aledaños del Angel Caído.

Este es un señor ligeramente asmático, con abrigo azul de cachimira, los ojos de agua, el pelo blanco, la piel encendida, un poco blando como si estuviera hervido. Este señor se levanta a las nueve. Desayuna. Baja al portal las diez, allí el conserje le fija con una sonrisa cinco periódicos en el sobaco y le despide con una suave palmada en la paletilla. Antes de pisar la acera el millonario saca el pañuelo de hilo con sus iniciales bordadas y se lo pone en forma de mascarilla entre la boca y la nariz. Así atraviesa de puntillas cuatro calles con cara de asco huyendo del muladar de coches. Entra en el parque del Retiro y todavía camina cien pasos contados junto al paseo de magnolios antes de decidirse a liberar del todo su respiración. Este señor tiene en el parque un banco reservado y se cabrea mucho, da alaridos de Tarzán cuando lo encuentra ocupado por alguna niñera, soldado, guitarrista o estudiante con apuntes. El banco está perfectamente elegido. Goza de ocho horas de sol en invierno y de una sombra cerrada durante el verano. Entre una maraña de ramas se ve la estatua del Angel Caído, el único monumento en el mundo levantado al demonio. En lo alto del pedestal Lucifer parece que acaba de resbalar en una piel de plátano. El millonario antes de salir de casa ha dejado a la servidumbre una orden concreta.

-Hov quiero comer do por Jockey.

-Sí, señor.

-A las dos en punto.

-Sí señor.

La criada, un poco pánfila, sabe perfectamente lo que tiene que hacer. Mientras tanto, el caballero millonario se sienta en el banco como en la poltrona de su oficina y comienza a leer los periódicos. Desde el parque del Retiro dirige una empresa financiera de setenta empleados, con horario medido de mañana y tarde. En este momento acaba de llegar un botones con la correspondencia. Por delante de su despacho vegetal pasa ahora un corredor de footing con los ojos fuera de órbita echando el bofe. El hombre lee por encima las cartas de forma rutinaria y da el visto bueno. Cerca de allí una pareja se mete mano y enfrente mismo ,de su moqueta imaginaria un barbudo muy espiritual como devotamente una ensalada de berros y zanahoria. A las doce en punto acude su secretario y le ofrece un cartapacio abierto para que firme unos papeles. El hombre echa unos garabatos con estilográfica de oro, el secretario saluda al final dando una cabezada y desaparece sin mediar palabra por un bosquecillo de pinos.

Perros, niños, abuelitos...A esta hora en el parque del Retiro hay un festín de perros, niños, abuelitos solitarios y muchachos golfos. El sol templa la escalinata del monumento a Alfonso XIl que preside el estanque con una teoría de leones de piedra blanda, sirenas de bronce y ángeles feroces abrazados por media tarta de columnas. La dulce brisa de este febrero transporta tenues ramalazos de marihuana y adolescentes con macuto posan el vaquero esmerilado en la barandilla de este enorme pastel. Al paseo del estanque acuden los primeros violinistas que atacan ratoneramente algo de Vivaldi con el estuche abierto a los pies, donde caen monedas ateriadas. Se forman entre un bullicio de perros y adoradores del sol pequeñas orquestas con flautas de indio entre gritos de buhonero.

A la hora de más estrépito de ocarinas, flautas, guitarras, trombones y violines, circulando entre corros de marionetas y teatrillos de mimo, se ve caminar una criada algo pánfila con cofia, uniforme negro y delantal blanco con puntillas almidonadas que lleva una gran cesta con iniciales. La criada se dirige hacia la parte del Angel Caído por un atajo que conoce de memoria. Cuando llega al banco de su señor todo sucede con gestos rituales, repetidos a diario. Extiende un mantel sobre el asiento, destapa la cesta y saca el cubierto de plata, el salero de plata, la botella de vino recostada en un capachete de plata. El caballero millonario comienza así su almuerzo campestre, servido puntual mente por la criada de pie y rodeado de pájaros, que ya lo saben. El menú de hoy se compone de sopa berlinesa con cerveza, camarones hervidos con retoños de bambú y tordos a la manera del marqués de Frienvaux, todo fabricado en la cocina de Jockey. Aunque puede que mañana el caballero millonario se aburra y mande ser atendido por el restaurante Hortcher o por Zalacaín.

-Yo era un tipo derrotado, créame. En

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mis tiempos de depresión llegué a recibir a los clientes tumbado en la alfombra.

-¿Y se ha curado del todo?

-De momento me he hecho fuerte aquí, en el Retiro. Llevo aquí dos años seguidos. Mire eso.

-¿Qué?

-Esa corona de veneno que hay sobre Madrid. Un día me volví loco y desde la ventana de casa comencé a disparar con un rifle de matar bisontes sobre los coches embotellados.

-Pues usted. tiene cara de buena persona.

-Ya, ya. Que se cree usted eso.

El caballero millonario, después de descabezar un sueño en el banco, recibe a su secretario a las cuatro de la tarde. Despacha con él las últimas operaciones del día, firma créditos, avala letras de cambio, lee detenidamente algún documento, memoria o estudio de inversiones y así espera a que doble el sol. Entonces, se levanta, se despereza con un rugido de tigre y se despide de los habituales del contorno. Cruza el parque a la altura de la sala de fiestas Florida, por el paseo de coches, se pone el pañuelo entre la boca y la nariz, en forma de mascarilla, con cara de asco atraviesa el mulaar de cuatro calles y se mete precipitadamente en casa. A las cuatro de la tarde el lobo de mar viene otra vez desde Moratalaz a dar de comer a los gorriones. Tiene 45 años. Lleva una gorra de tin-ionel sobre la melena cobriza, barba y bigote engomados de espadachín de cubierta. Por debajo de la casaca le baila una pata chula, que quedó fuera de combate en un lance de honor por los mares de Ceilán. En un zurrón cruzado en bandolera trae medio kilo de arroz. Ahora pasa por la rotonda donde el general Martínez Campos, nevado de excrementos de palona, cabalga un caballo pensativo sobre un despojo de cañones. El lobo de mar se adentra en el jardín por el norte del estanque hasta llegar a la explanada del quiosco que está detrás de Pavillón. Al verle renqueando los pájaros le siguen de modo frenético. Antes de que el lobo de mar abra el zurrón cae una bandada de doscientos gorriones sobre su casaca, alrededor de su pierna muerta, y él comienza a insultarlos.

-Tomad, hijos de la gran chingada. ¿Quiere usted que le cuente cómo pasé un día el cabo de Hornos a palo seco?

El lobo de mar echa otra rociada de grano. Después cede el cucurucho a una ciega alta, flaca y misteriosa que es su amiga. La mujer le pregunta:

-¿Está él ahí?

-Sí, señora. También ha venido esta tarde. Está a su derecha.

La ciega y el lobo de mar se refieren a un pájaro extrañísimo que no es gorrión, vencejo, estornino ni petirrojo, a un pájaro que, al parecer, ningún ornitólogo ha clasificado. Es un pájaro blanco de nieve con cinco pintas escarlatas en la cola, del tamaño de un mirlo. Este ejemplar único y desconocido del parque del Retiro picotea furiosamente arroz al pie de la ciega alta, calzada con medias gruesas color azafrán.

Desde la mitad del estanque se ve el pastel de Alfonso XII en todo su esplendor a esta hora en que el sol lo ilumina por encima de una bruma de ramas al oeste. En el zócalo de la pérgola de columnas hay 63 viejos sentados como uña formación de pingüinos. Da la sensación de que cualquier gamberro puede pegar una palmada y ellos echarán a correr balanceando el culo por tierra hasta refugiarse en el agua del estanque. En la escalinata se ven jóvenes colgados, con ojos de fresa y la cabellera de indio, gente que duerme la tarde con un macuto de cabezal, solitarios asomados a la balaustrada, que tienen el corazón dentro del lago. Un homosexual extrafino, entonado en azules, de calva peinada y ademanes de hada ha colocado a un adolescente en la barbacana del monumento, junto a las cachas de un león. El adolescente va vestido de golfillo aseado, recién salido del baño, y compone allí arriba la figura de pequeño pensador de Rodin. En el estanque navega un turista con camiseta de Popeye, una pareja de recién casados, unos soldados de permiso y el resto de una flota muy desigual. El lobo de mar ha elegido una barca verdosa. Suelta el amarre, apalanca la pata chula en el barco y comienza a remar.

-En el cabo de Hornos, el más peligroso del mundo, aquel día había mar confusa. Las olas eran de cuarenta metros, y entonces, le dije al capitán: "Mi capitán, hay que arriar todo el velamen, poner el barco a palo seco, cerrar las escotillas y atravesar este infierno metidos en el cascarón."

-Sería terrible.

-Tiene usted que creerme. Las olas se tragaban el barco entero, nos daban cinco vueltas en redondo dentro del abismo, y se tardaba un cuarto de hora en salir a flote. Y así un día entero. La fuerza de la marea es la que te ayuda a doblar el cabo. Tu sólo tienes que atarte bien en el mararote.

Al borde del agua una pequeña orquesta de ecologistas toca una melodía pastoril, con instrumental de caña, de tipo pacifista. El parque va cayendo en una penumbra rosada. Policías a caballo baten los últimos recodos, en cada banco hay una pareja mahoseándose, y los mirones se dan un banquete de ojos. El estanque ha cogido una tonalidad de cobre.

-Yo he navegado por los siete mares. Lo único que no conozco es el mar Blanco. He ido con un bergantín a pescar ballenas a Terranova, he naufragado frente al Cuerno de Oro en Estambul, he cogido ostras con perlas en el Indico, me he bañado en las playas de Tahití, he oído el canto de las sirenas al bordear la isla de Mikones, en el Egeo. Yo le digo a usted que las sirenas existen. ¿Le cuento cómo son?

-Ya vale. Le creo.

Ataque de mozalbetes engominadosLa barca del lobo de mar, deslizándose con el chasquido de remos sobre la piel del estanque del Retiro, pasa por la jurisdicción del homosexual, al filo de la barbacana. El homosexual le dice al adolescente que mire la puerta de sol. Una bola de fuego sobre los tejados de Madrid se filtra por la maraña de los castaños de indias y espolvorea una salsa de mango en el aire. En este momento avanzan por un pasillo de chopos cinco mozalbetes cuadrangulares, con cazadora, cinchos y guanteletes de cuero, el pelo lamido con gomina y botas de herradura. Se dirigen hacia la orquesta de caña y, de pronto, la emprenden a patadas con los músicos. El jefe del comando coge un estuche de flauta y golpea a un melenudo en el cogote. La gente se ha agolpado en el lugar de la pelea, pero todo ha sido muy rápido. Los cinco mozalbetes con el mentón aproado de orgullo atraviesan la barrera de curiosos sin mediar palabra. Ahora sólo se ve el instrumental por el suelo y a un músico que sangra por la nariz. La policía se abre paso entre un remolino de jubilados y hace preguntas a los testigos. En la bancada de la pérgola del monumento a Alfonso XII un viejo de gafas negr as, con pinta de ser el pingüino de más autoridad, levanta la cachaba gritando:

-Los españoles somos borregos. Es lo que nos va.

Un compañero le ofrece un pitillo para se serene. Y el viejo de gafas negras se cabrea aún más.

-Si quiere morirse, muérase usted. Estamos juntos todos los días en este bance, desde hace siete años, y sabe que tengo bronquitis crónica. Y encima no he fumado nunca. ¿Por qué diablos me ofrece ese cigarrillo?

-Lo hago para que se calme. Si le ven levantar el bastón a la policía le van a tomar por un revolucionario. Los tiempos no están para esos alardes.

En vista de las bofetadas, el homosexual y su adolescente han levantado el campe, desde las cachas del león y se han perdido por el soto del palacio de Cristal. A esta hora del crepúsculo atletas de todos los tamaños, gordos, flacos, altos, bajos, masculinos, femeninos y epicenos, en chandal o en calzón corto jadean por los vericuetos vegetales corriendo por el culo de saco de la historia. En los bancos algunas parejas hacen el amor sin contemplaciones en posturas algc:bráicas. En febrero el sol se pone por un ángulo de dos castaños del paseo de las estatuas, con,una luz blanda que no hiere los ojos. La sombra de los cuatro leones del estanque se proyecta en el friso de la pérgola dorando esta pastelería de piedra. Cuando las sombras se alargan, el parque del Retiro se llena de libélulas, de hadas y de bambis con navaja bajo un decorado de ópera.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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