La democracia en la vida cotidiana
Las elecciones de 1977 configuraron un Parlamento con el que muy pocos habrían soñado unos años antes: dos grandes partidos moderados en el centro, un partido pequeño en cada extremo y dos partidos nacionalistas. Estos resultados, tan deseables desde la perspectiva de la gobernabilidad y la alternancia en el poder, contenían un elemento sorprendente que se confirmó en 1979: la práctica desaparición de la derecha tradicional española.De la noche a la mañana, el espectro político se vació de autoritarios y se llenó de demócratas.El cambio fue demasiado rápido como para ser convincente, pero en una democracia son los resultados electorales los que cuentan, y la decisión emanada de las urnas era explícita e inequívoca. Lo cual no impedía pensar que la derecha española tenía bastante más peso sociológico y político que el representado por el número de escaños de que disponía en el Parlamento.
Hasta 1979, la vida política discurrió neutralizada por los grandes consensos: la Constitución, en materia política, y los acuerdos de la Moncloa, en materia económica y social. Esta neutralización no impidió, como era lógico y deseable, el desarrollo del debate político sobre los grandes problemas nacionales, lo cual favoreció la polarización de las actitudes al explicitarse más claramente las opciones iniciales.
Las elecciones de 1979 confirmaron los resultados de 1977, aunque con un aumento de peso de los partidos nacionalistas; políticamente, el consenso se rompió en abril del mismo año, al entender el PSOE que, tras la Constitución nada justificaba la continuación de una política de oposición moderada. Se abrió así un proceso en el que la tensión política aumentó regularmente hasta alcanzar un momento culminante, en mayo de 1980, con la moción de censura, y desembocar en la crisis de UCD, la dimisión del presidente del Gobierno y el golpe de Tejero.
El 24 de febrero de 1981 marcó un hito esencial, al descargarse toda la tensión acumulada durante largos meses. A los sobresaltos siguió una certidumbre: nada sería como antes, ni en la derecha ni en la izquierda. El sueño de un país moderado que había aceptado sin vacilaciones el cambio político se desvanecía y aparecían una serie de resistencias al cambio, que por una u otra razón habían permanecido soterradas hasta entonces. La transición comenzaba tras el estado de gracia, transición marcada por la coexistencia más o menos difícil, más o menos conflictiva, de lo nuevo y lo viejo, de quienes quieren modernizar España y de quienes, por el contrario, añoran el paraíso perdido del autoritarismo y se empeñan en detener el curso de la historia.
Nos dimos cuenta de que las cosas iban a ser más difíciles, de que no se transforma una sociedad de la noche a la mañana, de que las ideas y los comportamientos cambian más despacio de lo que muchos creen, de que las transiciones son largas. En realidad, la historia no es otra cosa que un proceso de transición inacabado, y el pensamiento no tiene otro motor ni otro acicate que la crisis.
Esta amarga constatación (que algunos llamaron desencanto) la realizaron muchos españoles el 24 de febrero de 1981, sin darse tal vez cuenta de que en realidad la excepción habían sido los cuatro años comprendidos entre 1977 a 1981, años en los que se llevaron a cabo una serie de reformas que van desde la reforma fiscal o la del sistema financiero a la ley del divorcio. En aquellos años se terminó la escolarización de la población infantil, se revalorizaron las pensiones, se consolidaron los sindicatos y las organizaciones empresariales, se inició la andadura del nuevo sistema político. Todo ello, en medio de una gravísima crisis económica cuyo ajuste había sido demorado desde 1973 hasta 1977. Como en otras ocasiones históricas, la constricción de la democracia coincidió con la crisis económica.
El tiempo de la consolidación
El tiempo histórico cambió en 1981. La etapa de las primeras reformas de la democracia se cerró y comenzó verdaderamente la transición. En el período actual, la tarea principal consiste en consolidar las reformas y desarrollarlas en la práctica para que, de esta manera, enraíce definitivamente en nuestro país un sistema de libertades. Hay que conseguir que las reformas tengan éxito, que sean comprendidas, que lleguen a formar parte de la vida cotidiana. Es necesario acabar la obra emprendida sin permitir que se dé marcha atrás en su desarrollo. He aquí el nuevo tiempo histórico: el tiempo de la consolidación.
En este período es preciso consolidar el sistema político y alejar para siempre la tentación autoritaria. Para ello, es indispensable estabilizar los partidos políticos y hacer de ellos los grandes vehículos de expresión de los deseos y aspiraciones del pueblo. Porque una democracia no puede desarrollarse sin partidos, sin debate político contradictorio.
La llamada clase política tiene un largo camino por recorrer hasta llegar a sintonizar plenamente con las aspiraciones del pueblo. Contrariamente a lo que muchos piensan -sin duda influidos por siglos de autoritarismo-, el porvenir de nuestro sistema político terminará decidiéndose en los ayuntamientos. En la barahúnda del cambio aún no ha aparecido claramente que el éxito de un proceso democratizador resida en acercar el poder -y su control- al pueblo. Y que el vigor de una democracia se mide por los poderes delegados a las corporaciones locales. De la misma manera, el porvenir de los partidos políticos a largo plazo depende más de sus estructuras locales, de la capacidad de escucha y liderazgo de sus militantes, que de la brillantez de sus líderes.
El tiempo de la consolidación de las reformas es el de la mejora de la vida cotidiana. Es, por ejemplo, el tiempo de la elección del médico por parte de los afiliados a la Seguridad Social. Para ello no es preciso privatizar la asistencia médica, ni tan siquiera modificar el sistema de financiación. Se trata simplemente de restablecer una relación más humana entre los médicos y sus pacientes. Y, para ello, un método: realizar la experiencia en una ciudad, en una provincia. La innovación social, para que sea viable, tiene que producirse con sus propios ritmos y hace tiempo que sabemos que no se puede innovar por decreto. El tiempo de la consolidación de las reformas debe ser el del pragniatismo, de la obra bien acabada.
La Administración debe ser reformada para acercarla más al ciudadano. Los servicios administrativos pueden y deben funcionar mejor, porque no se puede aumentar indefinidamente la carga fiscal sin mejorar al mismo tiempo la calidad de los servicios prestados. Al sector privado se le pide que se reconvierta hacia actividades con futuro, y estas reconversiones son a menudo dolorosas para quienes no tienen otro dilema que renovarse o desaparecer. También la Administración debe reconvertirse hacia ese sector del futuro que son los ciudadanos. En el camino deberían ir quedando orillados hábitos corporativos e intervencionismos inútiles. De esta manera, la vida cotidiana de millones de españoles se vería simplificada.
He citado estos aspectos relacionados con la calidad de la vida porque son tareas, que se pueden realizar a pesar de la grave crisis económica que nos aqueja. Y he dejado para el final lo que para mí constituye el eje central de la transición: la defensa de las libertades. Nuestra Constitución garantiza el respeto de las libertades fundamentales, y a ella debemos atenernos estrictamente. Libertad de expresión, libertad de reunión, hábeas corpus, separación de poderes; estos son los principios que mantienen viva una democracia. Principios cuya enunciación en un texto no basta para su implantación en la vida cotidiana. No vivirá la libertad si no usamos de ella. El derecho de reunión no vive sin los partidos políticos, como no vive la libertad de expresión sin periódicos independientes.
Decía Tocqueville, hablando de la libertad, que "lo que, en todas las épocas, la ha hecho arraigar tan fuertemente en el corazón de algunos hombres han sido sus propios atractivos, su propio hechizo, independientemente de sus beneficios; es el placer de poder hablar, actuar, respirar sin temor, bajo el solo gobierno de Dios y de las leyes. Quien busca en la libertad otra cosa que ella misma está hecha para servir".
El período de gracia alumbró la libertad. Ahora, en esta transición que se anuncia difícil, nuestra principal tarea es conservarla.
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