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Cónclave de charlatanes

El Ayuntamiento de Orihuela organizó hace poco un concurso nacional de charlatanes dentro del programa de las fiestas de san Antón, santo de cuya relación con el noble arte de la palabra no tenía yo memoria y sí de su patronazgo o así sobre los animales domésticos. Aunque acaso el charlatán sea una especie urbana de los tales animales, porque en ninguna parte está escrito que los domésticos hayan de ser necesariamente irracionales y, además, sabido es que la frontera entre racionales e irracionales, tampoco es muy clara, según demuestra la historia.Los charlatanes del concurso dijeron muchas cosas. Entre ellas, una gran verdad: "Todos, en esta vida, somos unos charlatanes". Ni el mismo Heidegger lo expresó mejor cuando, al glosar a Hölderlin, escribía: "El ser del hombre se funda en la palabra".

Más que el caso de los habladores, a uno le interesa el de los oidores. El arte del bien hablar tal vez se haya perdido, pero el de escuchar bien parece no haber existido jamás, al menos entre nosotros. Cierto que durante años el no escuchar fue una sensata y obligada defensa para cubrirse del ametrallamiento de palabras vanas, en las que no creían ni siquiera sus propios disparadores. Y así ocurrió que cuando vinieron otras palabras nuevas, como a veces las decían los mismos, muchos oídos permanecieron sordos. Pero esto acaso sea subirse por las ramas de la trascendentalidad barata, y es bueno que la templanza nos ayude a no salirnos de donde estábamos. Es decir, del concurso de Orihuela. Porque, en ocasiones, la trascendentalidad tonta puede ser una forma indecorosa de la charlatanería. Y los concursantes oriolanos eran gente seria y cumplidora de su oficio. Es así que ninguno prometió acabar con el paro en dos meses, descubrir petróleo en Las Alpujarras, salvar el cine español o encontrar la imposible cuadratura del círculo. Nada de eso. Allí se ofrecían transistores y bolígrafos submarinos "para poder escuchar música mientras se escribe la tarjeta del veraneo durante el baño", pues, como es notorio, ningún lugar más adecuado para oír música y escribir tarjetas que el fondo del mar. También vendían nueces rellenas con billetes de 5.000 pesetas; pero, eso sí, eran nueces que no se abrían a mitad de la sorpresa, como los chapuceros baloncillos del sorteo de los Mundiales. Y, por último, había uno que vendía palabras a peseta, y para vender cincuenta tuvo que gastar mil en convencer al cliente, con lo que el negocio le resultó ruinoso.

Es verdad que todos los hombres somos charlatanes, pero hay unos más charlatanes que otros. Una encuesta norteamericana -anterior al advenimiento de la televisión- señalaba que en nuestra vida de relación empleamos el 25% del tiempo en hablar, y el 40%, en escuchar a otros más habladores (del 35% restante no decían nada, y podía muy bien suponerse ocupado en blasfemias, bufidos, denuestos, rezongos y murmuraciones). Antes de utilizarse las encuestas, e incluso antes de descubrirse América, el viejo Zenón llegó a una conclusión semejante tan sólo con mirarnos a la cara: si el hombre tiene dos orejas y una sola boca, será porque ha de escuchar más que hablar.

Ahora otras encuestas dicen que pasamos dos horas diarias delante de la televisión (el que las pase, que las encuestas usan desconsideradamente de la primera persona del plural). Son dos horas robadas al diálogo -y esto es un tópico, más no por eso ha de ser falso-, porque no hay diálogo posible entre el hombre y el televisor, aunque se intente establecerlo con esos juegos acoplables a la pantalla... La teoría de que sean horas robadas a la lectura es asaz temeraria y de un optimismo retrospectivo insostenible, pues aquí -de toda la vida-, más que poco, se leyó menos.

Ya no somos todos charlatanes y ni siquiera los profesionales del ramo, que aseguran que su oficio se acaba por falta de oidores. Cuando el filósofo sostenía que el ser del hombre se fundaba en el habla, lo decía a propósito de estos versos de Hólderlin: "Desde que somos un diálogo/- y podemos oír unos de otros". Vamos a cambiar el diálogo por la mirada. Entramos en un tiempo de mirones. Y eso no sabemos si es mejor o peor. Sólo el tiempo (otro) nos dirá si es pará bien o para mal. Y acaso lo más seguro es que, como diría un charlatán y pasa en tantas cosas, esto no sea ni bueno ni malo, sino todo lo contrario.

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