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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El abstencionismo y el censo electoral

EL LARGO ayuno de elecciones libres en España pudo disculpar parcialmente, al comienzo de la transición, los errores y los defectos de los censos que permiten a los ciudadanos ejercer su derecho al sufragio. Durante estos últimos cinco años, un número indeterminado de españoles no han podido acudir a las urnas por la omisión de sus nombres en las listas del colegio electoral que en teoría les correspondía, por una inadecuada ordenación del voto por correo y por los obstáculos interpuestos a la participación de los emigrantes. Esta reducción del electorado potencial se ha unido a la inflación de los censos, que repiten el nombre de una persona o que no dan de baja en las listas a los fallecidos y a los que ya son vecinos de otros municipios. El resultado final no ha sido otro que el artificial reforzamiento de los porcentajes de abstención en las urnas, ya fomentados de por sí por la relativa incomunicación entre una clase política dedicada a la solución desde arriba de los problemas nacionales y aquellos sectores de la sociedad que no terminan de reconocerse en sus distantes dirigentes.El desinterés ante la participación electoral es el más importante desafío al que tendrán que enfrentarse los partidos democráticos en las próximas convocatorias. Tanto en la derecha como en la izquierda del arco parlamentario no faltan, sin embargo, discretos defensores de la peregrina teoría según la cual el abstencionismo electoral sería un síntoma de buena salud democrática. Pero el ejemplo de la escasa participación ciudadana en Estados Unidos, al que tan aficionados son estos desalentadores del voto popular, parece mucho menos aplicable a España que el ominoso recuerdo de la masiva deserción de las urnas en Colombia o en México, para tomar como elementos de contraste dos sistemas cuyas apariencias de régimen democrático esconden Gobiernos de fuerza. En el fondo, esos apologistas del abstencionismo son congruentes con su concepción de la política como una profesión especializada que ejercen las direcciones y los cuadros superiores de los partidos y de la que hay que mantener lo más lejos posible a los ciudadanos. La concentración de poder en las cúpulas de las organizaciones partidistas, que han conseguido reducir a los diputados y concejales a la condición de obedientes ejecutores de consignas y decisiones elaboradas en lo alto, lleva a los dirigentes a contemplar con sospecha los deseos de participación de los militantes. De ahí a contemplar con recelo el excesivo entusiasmo de los ciudadanos ante las urnas no hay teóricamente más que un paso, aunque la necesidad de superar en votos a los adversarios impida llevar hasta las últimas conclusiones el desprecio aristocrático y elitista contra la participación popular.

El abstencionismo está siendo intrepretado por la ultraderecha como una manifestación de apoyo a sus propósitos golpistas. La afirmación es tan burda que resulta desmentida por los propios -e inútiles- esfuerzos que realizan los neofascistas españoles, en vísperas de cada elección, para incrementar sus escuálidos votos. Es evidente que la cifra de los adversarios activos de la Monarquía parlamentaria coincide, en cada ocasión, con los sufragios emitidos en favor de Fuerza Nueva y demás compañeros de viaje independientes. Los porcentajes de la abstención recogen en su seno, además de a los enfermos, los imposibilitados o los viajeros, a quienes no encuentran motivos suficientes o razones claras para inclinarse por unas u otras siglas -desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda- concurrentes a las urnas. El abstencionismo se encuentra situado en los antípodas del ultraderechismo, si bien podría suministrar, una vez producido el golpe de fuerza, la base social neutralizada para una dictadura. Porque la despolitización de las mayorías o minorías silenciosas en un sistema democrático puede tener muy distintas claves ideológicas, pero jamás se confunde con la crispada pasión política de un extremista de la ultraderecha.

Con todo, resulta inexcusable que los partidos democráticos realicen los mayores esfuerzos, desde este mismo momento, para que las próximas consultas electorales no testimonien un aumento de la tendencia abstencionista. En esa perspectiva, la actualización y perfeccionamiento de los censos electorales, de forma tal que cada ciudadano con derecho a sufragio pueda ejercerlo y las listas no estén artificialmente infladas con nombres repetidos o personas fallecidas, es una tarea urgente a la que debe conceder especial prioridad la Administración pública. Concluido ya el censo de población para 1980 confeccionado por el Instituto Nacional de Estadística, resulta difícil de admitir que el Gobierno no pueda todavía comprometerse en firme a que el censo electoral de las ocho provincias andaluzas no esté debidamente actualizado para los comicios de finales de mayo o principios de junio. Si la inseguridad de tener el trabajo a tiempo proviene de problemas técnicos, sólo cabe mostrar asombro ante la incompetencia de un aparato estatal que maneja cifras ya astronómicas de gasto público y no es capaz de llevar a cabo tareas relativamente sencillas para una sociedad moderna y desarrollada.

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