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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Hay que superar la cultura tradicional del movimiento obrero

Todos los que se preocupan del tema coinciden en que la crisis actual no tiene precedentes y que en la ciencia económica tradicional no existen recetas eficaces que se le puedan aplicar con éxito.La crisis tiene, sin duda, una base económica, pero mucho más compleja y diversa que todas las conocidas.

Coinciden, a la vez, el agotamiento de las relaciones de explotación entre potencias imperiales y colonias, base de los superbeneficios de las primeras y del modo de vida consumista, que tiene su más alto exponente en el modelo norteamericano; los progresos de la tecnología que, por un lado, modifican radicalmente el papel de la mano de obra en la producción, expulsando de ésta a un número creciente de seres humanos, mientras que, por otro lado, desbordan por su coste la capacidad económica de los grupos privados y exigen inversiones extraídas de los recursos estatales -es decir, de la sociedad en su conjunto- y más allá de formas de internacionalización del capital.

Esto sucede en una época en que las armas nucleares prohíben la aplicación del principio de la guerra como continuación de la política para intentar soluciones de potencia a la crisis, aunque no estemos definitivamente liberados del peligro bélico, y en los últimos tiempos éste se perfile como una amenaza importante; en una época, además, en que la masificación de la cultura y la existencia de fuertes movimientos sociales hace que la opinión pública pese en la vida de los pueblos mucho más que en otros períodos.

Civilización imperialista

Estos y otros temas relacionados con la crisis exigirían un análisis que no cabe en este artículo.

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Pero parto de ellos para concluir en algo ampliamente admitido: que la crisis actual es la crisis de la civilización imperialista, señala el agotamiento de un régimen social, y que el desarrollo de las fuerzas productivas, y las potencialidades que encierran éstas, desbordan el capitalismo y plantean como necesidad histórica un cambio socialista en los países desarrollados.

Pero la experiencia histórica demuestra que en estos países los partidos socialdemócratas que, en general, han mantenido un predominio electoral, han sido incapaces de promover auténticas transformaciones socialistas, actuando como una fuerza de conservación capitalista.

La experiencia Mitterrand podría ser el comienzo de una ruptura con esta tradición, y en ello estamos interesados todos cuantos consideramos necesario el cambio social; para ello es imprescindible que no quede reducida a una experiencia táctica, coyuntural, como ha sucedido corrientemente a los partidos de la 11 Internacional; que sea insertada con claridad en un proyecto transformador de alcance histórico.

Ello debería conducir a una reconsideración crítica de la cultura tradicional socialdemócrata por los mismos militantes socialistas.

A la vez, la experiencia muestra que los partidos comunistas tampoco han logrado hasta hoy convertirse en una fuerza capaz de decidir el cambio en Occidente; y en bastantes países son sectores minoritarios y casi testimoniales.

Sin embargo, la necesidad objetiva del cambio abre un amplio espacio a los comunistas. En nuestro caso, como en el de los socialistas, la cultura tradicional del movimiento en que hemos estado insertos ha sido un obstáculo fundamental a la ampliación de nuestra influencia. También nosotros tenemos que romper con aspectos importantes de la cultura tradicional comunista.

Uno de ellos ha sido la asunción del modelo soviético como la forma más elevada y única de socialismo; la identificación de las ideas que generaron la gran revolución de octubre con ese modelo que surgió de un pragmatismo que, aun cubriéndose con la ideología de Marx y Lenin, era ya otra cosa.

Otro aspecto de esta cultura a reconsiderar ha sido la permanencia de una voluntad centralizadora, a pesar de la disolución de la Internacional Comunista, del Kominform y del agotamiento del método de las conferencias mundiales definitorias de ideología y política.

E inserta en ella la tendencia espontánea a, justificar, o por lo menos a silenciar, la crítica de iniciativas soviéticas que no tenían nada que ver con Marx y con Lenin, y que se hallaban inscritas únicamente en la lógica de una política de superpotencia.

Dos bloques

Esta actitud última se definía en aquella fórmula de que la lucha de clases en el terreno mundial pasa por la contradicción entre los dos, bloques.

El Partido Comunista de España, aun en las difíciles condiciones de la clandestinidad, estuvo, con el PCI, entre los primeros partidos que comenzaron a reconsiderar esa cultura tradicional, a someterla a una crítica marxista.

Cuando se ha discutido el tema de la OTAN, sólo la ultraderecha de este país ha osado identificar nuestras posiciones con las de una superpotencia y un bloque, lo que significa ya un reconocimiento de nuestra independencia.

Pero los acontecimientos de Polonia nos han permitido llevar esta reconsideración más adelante, profundizar en nuestra elaboración eurocomunista, y ello no desde posiciones de derecha, socialdemócratas, sino desde la izquierda, desde la voluntad de recuperar la pureza de nuestros ideales, de resucitar la interpretación marxista de la Revolución de Octubre y de los acontecimientos posteriores, y de valorar nuestras señas de identidad nacionales, nuestra propia elaboración autónoma como no lo habíamos hecho hasta ahora.

De ahí que la resolución de nuestro Comité Central sobre Polonia, a pesar de ciertos comentarios despectivos, inspirados en razones de pequeña política, sea muy importante para el PCE, y más allá para el conjunto del movimiento revolucionario internacional, porque aborda radicalmente el tema de la superación definitiva de esa cultura tradicional a que me vengo refiriendo.

Deliberadamente no quiero ignorar una crítica que se nos viene haciendo en estos días, y terminaré mi artículo dándole una respuesta, inevitablemente esquemática por la limitación del espacio: aquella según la cual seríamos eurocomunistas hacia fuera y stalinistas dentro del partido.

Quien haya seguido la preparación y el desarrollo del X Congreso no podrá negar que éste fue plenamente democrático. En él, la mayoría aprobó una política y unos acuerdos organizativos claros. Es decir, unas reglas de juego que no impiden defender dentro del partido posiciones diversas, pero que hacia fuera determinan una unidad de acción y una disciplina que es tan obligatoria para el militante simple como para el dirigente más empingorotado (y para éste, todavía más).

Sin bula

Los cargos públicos no pueden tener bula; por serlo deben incluso dar ejemplo. Los que no lo han hecho así conocían las reglas del juego y sabían que las vulneraban. No son inocentes. Mantuvieron un desafío en el X Congreso, y al perderlo decidieron continuarlo en pugna con las decisiones mayoritarias.

Cuando ahora se nos dice que somos duros y stalinistas, lo que se nos reprocha es que no hayamos capitulado ante un grupo de notables; que no hayamos hecho pasar el criterio de la minoría sobre el de la mayoría.

Toda comunidad democrática necesita para funcionar unas reglas de juego. El Estado tiene la Constitución como regla de juego. Los partidos y las asociaciones, sus estatutos. Cuando esas reglas de juego se rompen, la comunidad democrática entra en crisis y se disuelve.

Alguien ha querido que en nuestro partido se rompa la regla del juego, y el partido, al defender ésta, defiende su democracia interna, en vez de vulnerarla.

Yo estoy seguro de que cuando pase esta situación la ciudadanía española reconocerá que el Partido Comunista ha hecho bien defendiendo su imagen de coherencia y unidad frente a quienes la han roto.

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