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La conquista de las urnas

Debe de ser la proximidad del milenio. Pero auscultar a los astros sigue estando, en política, de moda. Mala cosa, pero normal tal y como está el patio. Y es que probablemente en períodos como el actual, de una normalidad que ojalá no sea sólo aparente, es cuando más se echa de menos que la democracia española no sea capaz de racionalizar sus problemas y, muy especialmente, el principal de todos ellos: el regeneracionismo moral de una sociedad anquilosada políticamente por muchos años de dejación de sus responsabilidades. Existen, evidentemente, problemas más concretos y acuciantes. No es preciso recordarlos, porque están en la mente de todos y -es de suponer- en la mesa de trabajo de los que detentan el poder. Pero la labor de gobierno, buena o mala, no agota, ni mucho menos, la problemática política. Enjuiciar la actuación del Ejecutivo, desde el partido que le sostiene o desde la oposición, es una parte del sistema. Nunca el todo. Aquí hemos entrado en un año electoral (altas o bajas, como la Pascua en abril, las elecciones generales serán en 1982) y no parece sino que lo único que hay que hacer es convocar a los ciudadanos a las urnas cuando llegue el debido momento: sin rectificar la ley electoral; sin modernizar definitivamente el censo; sin fortalecer los partidos (algunos de ellos tan malparados últimamente); sin estudiar seriamente los motivos de la gravísima abstención, que, según todas las encuestas, sigue aumentando; sin haber afrontado una reforma educativa en profundidad, y, en definitiva, sin plantearse la absoluta necesidad, prioritaria, de consolidar socialmente las instituciones de la democracia. La democracia no son sólo las urnas, y aunque éstas resulten imprescindibles, es obvio que no son suficientes. Y aquí, con un pasado reciente como el nuestro, menos que en ninguna parte.La actualidad política española es normalmente tan absorbente que apenas queda tiempo para hacer otra cosa que seguirla. Es más: el ritmo endiablado que impone hace que las etapas de relativa calma sean contempladas con cierta decepción, confundiéndose a menudo el interés periodístico con el político, que debería vivir menos con el día a día y bastante más con el mañana. Así entramos en la aberración -aberración política, no periodística, se entiende- de que sólo lo que es objeto de noticia es problema a solucionar o a debatir y no aquello que constituye en sí mismo el meollo del posible, y evitable, fracaso del sistema. Los políticos españoles dan la sensación de leer mucho la Prensa y preocuparse poco, sin embargo, de los análisis empíricos de una realidad que no se agota en los últimamente tan traídos y llevados estados de opinión y de las encuestas de coyuntura. El tema, por ejemplo, fundamental del descenso de la militancia en partidos y sindicatos, básico en un año electoral, apenas ha sido tocado ni en sus causas ni en las soluciones, sin que a nadie parezca importarle el hecho inexorable, y grave en las circunstancias españolas, de que los partidos se conviertan en una simple maquinaria electoral, con lamentable olvido de otro tipo de funciones que la Constitución les asigna y la sociedad necesita. Es significativo que una crisis tan capital como la que está pasando el PCE, conconsecuencias para el futuro de la. izquierda en España, se esté tratando sobre todo noticiosamente a través del protagonismo de los expulsados y no del resultado estrictamente político que para una parte sustancial de la clase obrera española va a tener el actual y enloquecido contencioso comunista. Algo muy importante está fallando en este sector de la izquierda cuando se enfrentan con tal violencia los hasta ahora complementarios principios de disciplina y libertad personal, con olvido fáctico de los intereses de clase- a los que se dice representar. Pocos parecen reflexionar sobre el resultado final de una crisis de tal naturaleza en una etapa preelectoral y después de que la llamada extrema izquierda (ORT, PTE, MCE, etcétera) haya sido prácticamente devorada (por cierto, sin que nadie parezca haberse dado cuenta de ello) por el transcurso de un tiempo que aquí es más rápido que en ninguna parte.

De modo que todo parece indicar que nos disponemos a afrontar una etapa rigurosamente decisiva con el escueto bagaje de un enfrentamiento político realizado en un marco social escasamente penetrado por los valores democráticos. Echar la culpa a los partidos de ello es, evidentemente, una salida fácil. Pero, víctimas o culpables, lo que parece claro es que no están cumpliendo parte de la labor que el sistema necesitaría para fortalecerse. El proceso de clara oligarquización y la factura pagada, especialmente visible en la izquierda, por una militancia de aluvión y sin consistencia ideológica debería ser objeto, sin embargo, de una más severa crítica. Porque, de alguna manera, los partidos han ido cerrándose a su entorno, haciendo de la lucha política, externa e interna, que es todavía más grave, la principal razón de su existencia. Los partidos han sido permanente actualidad y, salvo en el caso de la OTAN, no precisamente por sus respuestas a los problemas planteados. Probablemente pueda aducirse que los últimos meses, con la constante amenaza involucionista en el horizonte, han sido poco propicios a un desarrollo normal de las actividades de los partidos. El miedo, no cabe engañarse, es todavía un componente real y decisivo. Cabe preguntarse, no. obstante, por qué ese sentimiento ha estado presente mucho más a la hora de legislar y de la presencia en la calle (¡cuidado con la desestabilización!) que en el planteamiento de las querellas intestinas, que en el caso de UCD, por ejemplo, se han demostrado mucho más peligrosas para la estabilidad del sistema que ocho leyes del divorcio juntas. Y es que hay que decir que no desestabiliza sólo quien, para entendernos, saca Ios pies del tiesto" (lo que no ha hecho nadie, salvo terroristas y golpistas), sino también aquellos que, por activa o por pasiva, han debilitado el sistema por sus particularismos, la mayoría de ellos ejercidos sin tener en cuenta el mandato electoral, que han terminado socavando la credibilidad popular en esas instituciones básicas para la democracia que son los partidos políticos.

La carrera electoral va a comenzar, si es que no ha comenzado ya. Asusta que desde la anterior convocatoria apenas haya nada que rectificar en relación con el marco social en que va a producirse y que dos de los cuatro partidos mayoritarios a nivel nacional, UCD y PCE, hayan sufrido un grave proceso de debilitamiento. En contra de lo que se ha dicho, el problema no está sólo en poder. llegar a las urnas. Está también en que el veredicto de éstas sea inapelable. Para ello hace falta una consolidación. democrática previa, que no puede hacerse aceptando la debilidad como norma y la fragilidad como soporte. No es el horóscopo el que hay que consultar, como parece estar tan de moda. Hay que imponer el imperio de la razón democrática a un pueblo que debe saber que las urnas no son un regalo, sino, en la actualidad una conquista. O los políticos lo entienden de ese modo o la democracia seguirá vegetando mientras sus enemigos crecen. Se trata de saber, a la postre, quién aprovecha la actual normalidad y si el horizonte electoral va a convertirse de nuevo en el árbol que impida ver el bosque.

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